La “soberanía popular” se ejerce siempre optando entre oligarquías que la secuestran

“¿El pueblo contra el Estado?”

Por Juan Manuel de Prada

De este modo tan sugestivo ha titulado el siempre genial Miguel Ayuso su último libro (Marcial Pons), donde desnuda, con un estilo afilado como un bisturí y no exento de pinceladas deliciosamente irónicas, las grandes aporías de la política contemporánea.

Uno de los capítulos más memorables del libro lo dedica Ayuso a analizar los problemas de la democracia, metamorfoseada de «forma de gobierno» en «fundamento de gobierno». Para el pensamiento clásico, la democracia es la intervención de los gobernados en la designación de sus gobernantes, generalmente a través de fórmulas mixtas que el propio Santo Tomás defendió, cuando lo aconsejan razones de oportunidad política. Pero la democracia moderna no se reconoce en esta definición; y se distingue por no reconocer legitimidad a ninguna autoridad ni ley que no dimane expresamente de la nación.

De este modo, la democracia como «fundamento de gobierno» se arroga un poder ilimitado –totalitario– para subvertir todo tipo de categorías y convertir lo que determinen las mayorías (encarnadas en oligarquías que hacen y deshacen a su antojo) en el único derecho, que expulsa a las tinieblas cualquier determinación de la justicia que refleje el orden natural, la ley moral o divina y, por supuesto, las costumbres y tradiciones más arraigadas.

Pero, como este derecho entra en conflicto con la naturaleza de las cosas (incluidas las verdades antropológicas más evidentes), poco a poco las sociedades se van degradando y adoptando actitudes ‘animalescas’ que la propia democracia fomenta y patrocina, para convertirse en ese tirano paternal que avizoró Tocqueville. La ley deja de ser expresión de un orden superior al hombre que el legislador debe captar y plasmar en normas, para convertirse en la expresión caprichosa de la «voluntad general» que se guía por una desenfrenada «libertad del querer» y adquiere contornos de sucedáneo religioso.

Escribíamos al principio que Miguel Ayuso no se recata de introducir pasajes de deliciosa ironía en este magnífico ¿El pueblo contra el Estado? Uno de los más felices lo dedica a glosar la definición topiquera que Lincoln hizo de la democracia como «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Allí nos demuestra Ayuso que no hay gobiernos que no sean «del pueblo» (aunque bromea con el gobierno de las abejas sobre el que escribió Maeterlinck).

También advierte que hay democracias que no son «para el pueblo», sino «contra el pueblo», instaladas en el cortoplacismo y la demagogia. Y concluye su eutrapélica refutación recordando que no ha habido, ni hay, ni puede haber un gobierno «por el pueblo», pues todas las formas de gobierno son finalmente reconducibles a oligarquías, incluida la democracia (como Rousseau reconoce en ‘El contrato social’), pues la soberanía popular se ejerce siempre optando entre oligarquías que, en su variante partidocrática, la secuestran.

Seguiremos comentando este libro antológico en cuanto tengamos ocasión.

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