El autosabotaje energético de Perón y el convenio con "La California Argentina". La mayor entrega de la historia argentina.
N.C.N.G.N.P.
EL SABOTAJE A LA PRODUCCIÓN DE ENERGÍA Y EL CONVENIO CON LA CALIFORNIA ARGENTINA DE DELAWARE
(...) Y aquí llegamos a la etapa final del peronismo en relación con la crisis argentina. Perón cayó como amigo de los yanquis, y enemigo de las ingleses, cuando negoció con la California Argentina de Delaware, para remediar la tremenda escasez de combustibles en que el país había quedado en las postrimerías de su régimen. Paso con el que pareció justificar las acusaciones que esporádicamente se le habían dirigido, de estar enfeudado a los norteamericanos. Gente que jamás hablaba de la influencia inglesa en la Argentina, se lo pasaba denunciando la influencia yanqui hasta en el caudillo que había hecho del antiyanquismo su caballito de batalla. De nada valían su dilema Perón-Braden, sus violentas campañas contra los plutócratas de Wall Street, el chasco que se llevó con los representantes de la Asociación Americana del Trabajo, que lo visitaron a su pedido y salieron haciéndole una crítica demoledora de su gremialismo, la diatriba del 1º de mayo de 1953 contra los estadistas norteamericanos a la vez que invitaba, como Marx, a la unión de los proletarios de todo el mundo. Su adhesión a Chapultepec bastaba para desvirtuar aquellos indicios, y como sus opositores fueran de humor a hablar de influencias extranjeras, estándoles vedado mentar la inglesa, los yanquis tenían espaldas bastante anchas para cargar como cliente con uno de los hombres que más los habían insultado.
Para llegar a semejante contrasentido había que descuidar todo el proceso del peronismo, que hemos hecho en este libro, y que para los observadores atentos no presentó el menor enigma desde que el improvisado caudillo preponderó en el Estado a partir de 1944. Sus concesiones a los ingleses desde los decretos de octubre de aquel año, habían despejado la incógnita que el falso antiimperialismo de la propaganda pre y posrevolucionaria pudo crear. Toda su acción se enderezó al servicio de Su Majestad Británica, variando sus medios para mantenerse leal a sus fines. Cuando no se había planteado el problema de liquidar los saldos de libras bloqueadas, les acordó todas las ventajas que hasta la oligarquía les había negado. Cuando los ingleses comprometiéronse con los yanquis a sanear la economía y las finanzas iberoamericanas y a liquidar sus inversiones en el continente, como único medio de pago a su disposición, les rechazó la oferta, so pretexto de que los ferrocarriles eran hierro viejo y de que ya los teníamos aquí. Cuando Norte América vetó en Londres la sociedad mixta Eady-Miranda que eternizaba nuestro vasallaje, no tuvo más remedio que aceptar los ferrocarriles como medio de pago; pero se ingenió para no cobrar el saldo de las libras bloqueadas durante la guerra, y los compró por varias veces su valor con la exportación de 1948. Cuando la mayor parte del haber británico entre nosotros quedó liquidado en la compraventa de los ferrocarriles, inventó el sistema que permitiría a los ingleses abastecerse en la Argentina sin compensación alguna, envileciendo el precio de nuestras exportaciones y admitiendo los mayores precios para nuestras importaciones, a la vez que aceptaba sin reacción efectiva, primero la inconvertibilidad, y luego la desvalorización de la libra.
A este último objeto, de servir graciosamente a S. M., el caudillo organizó una escasez artificial de combustible, que estaba en la mejor tradición del régimen que él continuaba, diciendo combatirlo. La manera de poner a la Argentina de rodillas ante el cliente único (cuando la situación se había invertido) era simular una tan catastrófica situación en el abastecimiento de petróleo y carbón que, de no aceptarse los precios irrisorios ofrecidos por Inglaterra, se tuviera la sensación de que la vida económica argentina quedaría paralizada. Su obra maestra consistió en inculcarle a su pueblo aquella persuasión, cuando Inglaterra enfrentaba la perspectiva con que se nos amenazaba a nosotros. En efecto, las islas británicas paralizaron sus industrias y quedaron a oscuras por los días en que se nos obligó a entregar la carne y el cereal a vil precio por una promesa no obligatoria de mandarnos a los más altos los abastecimientos que ellas necesitaban más que nosotros.
Desde 1949 se sabía por los propios obreros de Y.P.F. que en Comodoro Rivadavia faltaban hasta los repuestos más insignificantes, que se habrían hallado en las ferreterías de la Capital Federal; de modo que se creaba una escasez artificial de envases y una paralización de las máquinas, para rebajar la producción, se desplazaban los recursos de la empresa hacia una mal llamada justicia social, incompatible con su marcha antieconómica. Una propuesta de la firma S.I.A.M. para fabricar perforadoras de pozos petrolíferos, fue desechada. Al mismo propósito de ponernos de rodillas ante el abastecedor único se debieron las trabas que el peronismo opuso a aquellos agentes que tomaron al pie de la letra instrucciones patrióticas que alguna vez se les impartieron. Un embajador en Venezuela proyectó un trueque de petróleo venezolano por alimentos argentinos, y no recibió de sus jefes los medios para concretarlo. Otro embajador, en México, negoció con el presidente Alemán una operación de esa especie, y viajó en un flamante petrolero mejicano que trajo diez mil toneladas de combustible. Mas la contraparte argentina tardó meses en cumplirse, porque las reparticiones oficiales jugaban a la pelota con el expediente destinado a hallar los frutos del país que debían constituirla. Hasta que por último los testaferros de Juan Duarte fueron personalmente a México a decir que: o la Argentina pagaba dólares por el petróleo mejicano, o no lo importaba más de esa procedencia. Como el gobierno del altiplano repusiera que su interés al exportar el combustible a nuestro país estaba en trocarlo por nuestras materias alimenticias, ese intercambio cesó.
Otro aspecto del sabotaje a la producción de energía se vio en la construcción de los diques y superusinas, que se terminaron, sin que se hubiese pensado en las conexiones que debían llevar la corriente a los consumidores. El Nihuil de San Rafael podría abastecer a toda la provincia de Mendoza. Pero aunque la usina hidroeléctrica funciona, para que no se deteriore, arroja al río Atuel su corriente inutilizada. Por el mismo motivo el dique de Viñas Blancas no puede abastecer a Córdoba. Sobre la usina de San Nicolás el actual gobierno dijo lo suficiente para comprender que el plan de crear plantas productoras de energía sin los trasmisores necesarios era general. Sobre el carbón de Río Turbio el ministro Alsogara y reveló que una maquinaria extractora, importada de Inglaterra, debió ser demontada por inservible, caso que debe subsidiariamente llamar la atención sobre les resultados de atarnos al cliente privilegiado que nos da libras inconvertibles; cuando hasta la vieja Europa se surte de máquinas instrumentales en Norte América.
¿Pueden ser casuales todos esos fenómenos? El menos suspicaz tiene derecho a pensar que no lo son. Y que estaban calculados para insertarse en el plan general de arruinar las posibilidades nacionales y servir a Inglaterra, que hemos descrito en este libro. De otra manera ¿cómo explicarse la tarea destructora realizada par el régimen? De no ser deliberada, costaría admitir que un hombre que reveló algunas condiciones personales, por lo menos para encumbrarse, no fuese capaz de evitar una parte de los errores que cometió.
A la luz de los antecedentes expuestos, el convenio con la empresa norteamericana sobre el petróleo se nos presenta en su verdadero significado. El gobernante que organizó el sabotaje a la producción de energía con la amplitud y el espíritu sistemático que hemos visto, debía saber que la solución del problema energético no era difícil si reveía toda su política. Con apelar resueltamente al comercio americano, le habría sido facilísimo obtener por trueque, petróleo boliviano o mejicano a cambio de frutos argentinos; y remediada de ese modo la actual escasez, quitando trabas a la industria nacional, ésta se pondría muy pronto en condiciones de extraer el petróleo por sí misma, con un mínimo de ayuda técnica exterior.
Lo que pasa es que no podía variar la orientación de su política económica, ya que para trocar nuestros frutos por los combustibles de nuestros hermanos, debía cesar la integración de nuestra economía en la del imperio británico. Y eso no lo podía hacer Perón, el que había salvado en gran medida las finanzas imperiales, cuando los ingleses perdieron casi todos sus capitales en la Argentina y en el mundo, permitiéndoles absorber la mayor cantidad de nuestras exportaciones, cuando no tenían con qué pagarlas.
Puesto en ese callejón sin salida, su convenio con la California Argentina de Delaware parece, o un movimiento impremeditado, de un hombre acorralado por las influencias que lo dominan, y cree posible apelar a otras más poderosas, sin emanciparse de las primeras; o un hombre resignado a eliminarse, y que busca una compensación, hipotecando al país cuyo gobierno sabe que deberá abandonar, para conservar como particular el provecho que antes le sacaba como gobernante con su totalitarismo económico y político. La extraterritorialidad otorgada a los productores extranjeros, las franquicias de todo orden que los convertían en habitantes privilegiados, las condiciones establecidas para el arbitraje de las divergencias sobre la aplicación del contrato, y sobre todo la falta de reciprocidad entre las penalidades previstas para una y otra parte, en caso de rescisión, permiten suponer que el convenio social no estaba calculado para cumplirse, sino al contrario para suscitar un pleito que el socio extranjero y sus favorecedores locales debían ganar a ciencia cierta, de acuerdo a las condiciones del contrato, y dejando hipotecado todo el subsuelo argentino por varios miles ele millones de dólares. Esto se confirma en las cláusulas referentes a la inversión extranjera, insignificante en relación a la cuantía del negocio y a las penalidades previstas contra la Argentina, y que no se acercaba ni de lejos a la capacidad nacional para procurarse divisas con qué importar los materiales indispensables a Y.P.F. para incrementar su producción en la medida necesaria. Los enormes defectos del arreglo con la California Argentina revelan que en él se procedió como en todo el resto del manejo económico-financiero del país. Más que el trato pampa entre una potencia imperialista y un Estado débil, el convenio incriminado era a todas luces una maniobra de plutócratas nacionales y extranjeros, asociados en turbias circunstancias, para hipotecar el porvenir de un país rico pero ignorante de sus posibilidades, en beneficio de sus pasajeros gobernantes, ocultos tras la careta de un consorcio internacional.
El profesor Silenzi de Stagni, cuyo oportuno libro movió sin duda muchas voluntades militares, dijo del tratado con la California: “Ningún jeque, califa o sultán del Medio Oriente ha entregado hasta ahora una concesión parecida” (“El petróleo”, vol. I, Bs. As., 1955). No conozco los convenios a que alude el autor citado, en sus textos, como el de Perón con los yanquis, sino por referencias librescas. La comparación es incisiva, y no perdería nada de su vigor aunque no fuera de una exactitud precisa. Porque aun el gobernante árabe que por ser independiente y tener conciencia de su posición obtuvo mejores condiciones, como las que Ibn-Saud obtuvo de la ARAMCO, no podía negociar como su colega argentino. El fundador de la Arabia Saudita vivió y murió agradecido a la empresa yanqui que descubrió el petróleo en su desierto, y repetía como un anatema este dicho: “¡Créanme! Conozco el valor de la ARAMCO y sabré defenderla contra quienquiera pretendiese hacerle daño”. La compañía le pagaba la regalía en oro metálico (que como vimos antes una vez compró en la Argentina); y cuando en el Cercano Oriente empezó después de la segunda guerra mundial la agitación nacionalista contra los petroleros anglosajones acusados de ser inicuos explotadores, elevó espontáneamente la regalía al cincuenta por ciento (el fifty-fifty, según la expresión ahora de moda), el mejor reparto hasta hoy alcanzado entre un Estado con jurisdicción sobre un subsuelo rico en petróleo ,y una empresa concesionaria extranjera (Benoist-Mechin, “Le loup et le léopard”. Ibn-Séoud, 1 vol., Albin Michel, París, 1955, pág. 411. El autor refiere que la ARAMCO modificó la parte del contrato sobre la regalía, antes de que expirase, y además de aumentarla por cada barril de petróleo, reconoció al jefe del Estado el derecho de cobrar réditos a las ganancias de la sociedad. Todo este capítulo de Benoist-Mechin es utilísimo para esclarecer el problema petrolera en Medio Oriente. Por ejemplo, sobre el lío anglopersa, explica que se originó en un abuso inglés, consistente en que teniendo la Anglo-Iranian un convenio de repartir las ganancias en un 50 % para cada parte, el gobierno laborista empezó a gravar de tal modo a la sociedad, con impuestos cobrados antes de distribuirse los beneficios, que la parte correspondiente al gobierno de Teherán empezó a disminuir catastróficamente, hasta llegar a ser el 30%); educó la mano de obra indígena, la empleó en proporción cada vez mayor, hasta reducir al mínimo la americana, aun en los cuadros directivos, creó escuelas de enfermeras; levantó fábricas manufactura, astilleros, pistas de aterrizaje, etc., etc., y le admitió la prohibición del alcohol en el recinto más reservado de la compañía. Pero todas estas ventajas, que tienen sus inconvenientes, no equivalen a las que reporta un país de explotar por si mismo su propio subsuelo.
Ahora bien, Ibn Saud no podía hacerlo. Porque cuando en su desierto descubrióse petróleo, el gran caudillo partía de cero. Acababa de fundar su imperio en ruda lucha contra sus rivales en la. península y las dificultades del mundo; no gobernaba un país urbanizado; no tenía un cobre, y su presupuesto (que aún no tiene regularidad), estaba reducido a lo que pudieran dejarle los peregrinos de la Meca, ciudad santa del islamismo, que él acababa de ocupar y que debía tranquilizarse después de la conquista antes de redituar nada; no eran súbditos suyos los que habían descubierto el petróleo, sino los norteamericanos que él había llamado para explorar el subsuelo en busca de agua; en suma, no podía sacar del hallazgo más de lo que le dio la ARAMCO.
Pero la Argentina de Perón disponía de muy otras posibilidades. Tenía una institución oficial riquísima, que había dado pruebas de lo que era capaz. Extraía un combustible descubierto hacía medio siglo, en décadas de labor que habían formado una mano de obra y cuadros directivos propios que poco podían envidiar a los ajenos. Tenía ya una industria que se ofrecía a suplir los abastecimientos extranjeros que faltasen. No necesitaba la acción civilizadora que el capital yanqui puede realizar en países, poco desasarrollados, porque era un país civilizado y urbanizado como no lo estaba, ni lo está la Arabia Saudita con todas, las millonadas de dólares que le da la ARAMCO. Y disponía de abastecedores en las fronteras, que le habrían resuelto la escasez de combustIbles, con sólo que él hubiese querido intensificar el intercambio con los países vecinos.
Por añadidura, el problema difería aun para los dos países en otro aspecto fundamental. Cuando lbn Saud firmó su contrato con la ARAMCO sus reservas petrolíferas eran inmensas, y se calculaba que podían durar siglo y medio, mientras su producción era ínfima. Cuando Perón firmó su arreglo con la California, la Argentina figuraba entre los países cuyas reservas estaban calculadas en una duración de tres lustros y, pese a todo el sabotaje, producía muchísimo más que la Arabia Saudita de 1943. De modo que para el monarca árabe, el problema de gastar sus reservas, para conservar las norteamericanas, no era el mismo que para el monarca argentino, que debía y podía cuidar el porvenir de nuestros combustibles líquidos mientras dispusiese de abastecedores equitativos, como son los países vecinos y hermanos, que nos dan sus productos y reciben los nuestros al precio del mercado internacional.
Que el argentino fuera tan manifiestamente inferior al árabe resultó exclusivamente de que éste era independiente y lo aprovechaba, mientras aquél estaba enfrentado a la peor influencia extranjera.
Nota: Los párrafos que hemos transcripto pertenecen al libro de Julio Irazusta “Perón y la crisis argentina”, Ed. Independencia S.R.L., 2ª edición, Bs. As., 1982, Cap. XXVI.
(...) Y aquí llegamos a la etapa final del peronismo en relación con la crisis argentina. Perón cayó como amigo de los yanquis, y enemigo de las ingleses, cuando negoció con la California Argentina de Delaware, para remediar la tremenda escasez de combustibles en que el país había quedado en las postrimerías de su régimen. Paso con el que pareció justificar las acusaciones que esporádicamente se le habían dirigido, de estar enfeudado a los norteamericanos. Gente que jamás hablaba de la influencia inglesa en la Argentina, se lo pasaba denunciando la influencia yanqui hasta en el caudillo que había hecho del antiyanquismo su caballito de batalla. De nada valían su dilema Perón-Braden, sus violentas campañas contra los plutócratas de Wall Street, el chasco que se llevó con los representantes de la Asociación Americana del Trabajo, que lo visitaron a su pedido y salieron haciéndole una crítica demoledora de su gremialismo, la diatriba del 1º de mayo de 1953 contra los estadistas norteamericanos a la vez que invitaba, como Marx, a la unión de los proletarios de todo el mundo. Su adhesión a Chapultepec bastaba para desvirtuar aquellos indicios, y como sus opositores fueran de humor a hablar de influencias extranjeras, estándoles vedado mentar la inglesa, los yanquis tenían espaldas bastante anchas para cargar como cliente con uno de los hombres que más los habían insultado.
Para llegar a semejante contrasentido había que descuidar todo el proceso del peronismo, que hemos hecho en este libro, y que para los observadores atentos no presentó el menor enigma desde que el improvisado caudillo preponderó en el Estado a partir de 1944. Sus concesiones a los ingleses desde los decretos de octubre de aquel año, habían despejado la incógnita que el falso antiimperialismo de la propaganda pre y posrevolucionaria pudo crear. Toda su acción se enderezó al servicio de Su Majestad Británica, variando sus medios para mantenerse leal a sus fines. Cuando no se había planteado el problema de liquidar los saldos de libras bloqueadas, les acordó todas las ventajas que hasta la oligarquía les había negado. Cuando los ingleses comprometiéronse con los yanquis a sanear la economía y las finanzas iberoamericanas y a liquidar sus inversiones en el continente, como único medio de pago a su disposición, les rechazó la oferta, so pretexto de que los ferrocarriles eran hierro viejo y de que ya los teníamos aquí. Cuando Norte América vetó en Londres la sociedad mixta Eady-Miranda que eternizaba nuestro vasallaje, no tuvo más remedio que aceptar los ferrocarriles como medio de pago; pero se ingenió para no cobrar el saldo de las libras bloqueadas durante la guerra, y los compró por varias veces su valor con la exportación de 1948. Cuando la mayor parte del haber británico entre nosotros quedó liquidado en la compraventa de los ferrocarriles, inventó el sistema que permitiría a los ingleses abastecerse en la Argentina sin compensación alguna, envileciendo el precio de nuestras exportaciones y admitiendo los mayores precios para nuestras importaciones, a la vez que aceptaba sin reacción efectiva, primero la inconvertibilidad, y luego la desvalorización de la libra.
A este último objeto, de servir graciosamente a S. M., el caudillo organizó una escasez artificial de combustible, que estaba en la mejor tradición del régimen que él continuaba, diciendo combatirlo. La manera de poner a la Argentina de rodillas ante el cliente único (cuando la situación se había invertido) era simular una tan catastrófica situación en el abastecimiento de petróleo y carbón que, de no aceptarse los precios irrisorios ofrecidos por Inglaterra, se tuviera la sensación de que la vida económica argentina quedaría paralizada. Su obra maestra consistió en inculcarle a su pueblo aquella persuasión, cuando Inglaterra enfrentaba la perspectiva con que se nos amenazaba a nosotros. En efecto, las islas británicas paralizaron sus industrias y quedaron a oscuras por los días en que se nos obligó a entregar la carne y el cereal a vil precio por una promesa no obligatoria de mandarnos a los más altos los abastecimientos que ellas necesitaban más que nosotros.
Desde 1949 se sabía por los propios obreros de Y.P.F. que en Comodoro Rivadavia faltaban hasta los repuestos más insignificantes, que se habrían hallado en las ferreterías de la Capital Federal; de modo que se creaba una escasez artificial de envases y una paralización de las máquinas, para rebajar la producción, se desplazaban los recursos de la empresa hacia una mal llamada justicia social, incompatible con su marcha antieconómica. Una propuesta de la firma S.I.A.M. para fabricar perforadoras de pozos petrolíferos, fue desechada. Al mismo propósito de ponernos de rodillas ante el abastecedor único se debieron las trabas que el peronismo opuso a aquellos agentes que tomaron al pie de la letra instrucciones patrióticas que alguna vez se les impartieron. Un embajador en Venezuela proyectó un trueque de petróleo venezolano por alimentos argentinos, y no recibió de sus jefes los medios para concretarlo. Otro embajador, en México, negoció con el presidente Alemán una operación de esa especie, y viajó en un flamante petrolero mejicano que trajo diez mil toneladas de combustible. Mas la contraparte argentina tardó meses en cumplirse, porque las reparticiones oficiales jugaban a la pelota con el expediente destinado a hallar los frutos del país que debían constituirla. Hasta que por último los testaferros de Juan Duarte fueron personalmente a México a decir que: o la Argentina pagaba dólares por el petróleo mejicano, o no lo importaba más de esa procedencia. Como el gobierno del altiplano repusiera que su interés al exportar el combustible a nuestro país estaba en trocarlo por nuestras materias alimenticias, ese intercambio cesó.
Otro aspecto del sabotaje a la producción de energía se vio en la construcción de los diques y superusinas, que se terminaron, sin que se hubiese pensado en las conexiones que debían llevar la corriente a los consumidores. El Nihuil de San Rafael podría abastecer a toda la provincia de Mendoza. Pero aunque la usina hidroeléctrica funciona, para que no se deteriore, arroja al río Atuel su corriente inutilizada. Por el mismo motivo el dique de Viñas Blancas no puede abastecer a Córdoba. Sobre la usina de San Nicolás el actual gobierno dijo lo suficiente para comprender que el plan de crear plantas productoras de energía sin los trasmisores necesarios era general. Sobre el carbón de Río Turbio el ministro Alsogara y reveló que una maquinaria extractora, importada de Inglaterra, debió ser demontada por inservible, caso que debe subsidiariamente llamar la atención sobre les resultados de atarnos al cliente privilegiado que nos da libras inconvertibles; cuando hasta la vieja Europa se surte de máquinas instrumentales en Norte América.
¿Pueden ser casuales todos esos fenómenos? El menos suspicaz tiene derecho a pensar que no lo son. Y que estaban calculados para insertarse en el plan general de arruinar las posibilidades nacionales y servir a Inglaterra, que hemos descrito en este libro. De otra manera ¿cómo explicarse la tarea destructora realizada par el régimen? De no ser deliberada, costaría admitir que un hombre que reveló algunas condiciones personales, por lo menos para encumbrarse, no fuese capaz de evitar una parte de los errores que cometió.
A la luz de los antecedentes expuestos, el convenio con la empresa norteamericana sobre el petróleo se nos presenta en su verdadero significado. El gobernante que organizó el sabotaje a la producción de energía con la amplitud y el espíritu sistemático que hemos visto, debía saber que la solución del problema energético no era difícil si reveía toda su política. Con apelar resueltamente al comercio americano, le habría sido facilísimo obtener por trueque, petróleo boliviano o mejicano a cambio de frutos argentinos; y remediada de ese modo la actual escasez, quitando trabas a la industria nacional, ésta se pondría muy pronto en condiciones de extraer el petróleo por sí misma, con un mínimo de ayuda técnica exterior.
Lo que pasa es que no podía variar la orientación de su política económica, ya que para trocar nuestros frutos por los combustibles de nuestros hermanos, debía cesar la integración de nuestra economía en la del imperio británico. Y eso no lo podía hacer Perón, el que había salvado en gran medida las finanzas imperiales, cuando los ingleses perdieron casi todos sus capitales en la Argentina y en el mundo, permitiéndoles absorber la mayor cantidad de nuestras exportaciones, cuando no tenían con qué pagarlas.
Puesto en ese callejón sin salida, su convenio con la California Argentina de Delaware parece, o un movimiento impremeditado, de un hombre acorralado por las influencias que lo dominan, y cree posible apelar a otras más poderosas, sin emanciparse de las primeras; o un hombre resignado a eliminarse, y que busca una compensación, hipotecando al país cuyo gobierno sabe que deberá abandonar, para conservar como particular el provecho que antes le sacaba como gobernante con su totalitarismo económico y político. La extraterritorialidad otorgada a los productores extranjeros, las franquicias de todo orden que los convertían en habitantes privilegiados, las condiciones establecidas para el arbitraje de las divergencias sobre la aplicación del contrato, y sobre todo la falta de reciprocidad entre las penalidades previstas para una y otra parte, en caso de rescisión, permiten suponer que el convenio social no estaba calculado para cumplirse, sino al contrario para suscitar un pleito que el socio extranjero y sus favorecedores locales debían ganar a ciencia cierta, de acuerdo a las condiciones del contrato, y dejando hipotecado todo el subsuelo argentino por varios miles ele millones de dólares. Esto se confirma en las cláusulas referentes a la inversión extranjera, insignificante en relación a la cuantía del negocio y a las penalidades previstas contra la Argentina, y que no se acercaba ni de lejos a la capacidad nacional para procurarse divisas con qué importar los materiales indispensables a Y.P.F. para incrementar su producción en la medida necesaria. Los enormes defectos del arreglo con la California Argentina revelan que en él se procedió como en todo el resto del manejo económico-financiero del país. Más que el trato pampa entre una potencia imperialista y un Estado débil, el convenio incriminado era a todas luces una maniobra de plutócratas nacionales y extranjeros, asociados en turbias circunstancias, para hipotecar el porvenir de un país rico pero ignorante de sus posibilidades, en beneficio de sus pasajeros gobernantes, ocultos tras la careta de un consorcio internacional.
El profesor Silenzi de Stagni, cuyo oportuno libro movió sin duda muchas voluntades militares, dijo del tratado con la California: “Ningún jeque, califa o sultán del Medio Oriente ha entregado hasta ahora una concesión parecida” (“El petróleo”, vol. I, Bs. As., 1955). No conozco los convenios a que alude el autor citado, en sus textos, como el de Perón con los yanquis, sino por referencias librescas. La comparación es incisiva, y no perdería nada de su vigor aunque no fuera de una exactitud precisa. Porque aun el gobernante árabe que por ser independiente y tener conciencia de su posición obtuvo mejores condiciones, como las que Ibn-Saud obtuvo de la ARAMCO, no podía negociar como su colega argentino. El fundador de la Arabia Saudita vivió y murió agradecido a la empresa yanqui que descubrió el petróleo en su desierto, y repetía como un anatema este dicho: “¡Créanme! Conozco el valor de la ARAMCO y sabré defenderla contra quienquiera pretendiese hacerle daño”. La compañía le pagaba la regalía en oro metálico (que como vimos antes una vez compró en la Argentina); y cuando en el Cercano Oriente empezó después de la segunda guerra mundial la agitación nacionalista contra los petroleros anglosajones acusados de ser inicuos explotadores, elevó espontáneamente la regalía al cincuenta por ciento (el fifty-fifty, según la expresión ahora de moda), el mejor reparto hasta hoy alcanzado entre un Estado con jurisdicción sobre un subsuelo rico en petróleo ,y una empresa concesionaria extranjera (Benoist-Mechin, “Le loup et le léopard”. Ibn-Séoud, 1 vol., Albin Michel, París, 1955, pág. 411. El autor refiere que la ARAMCO modificó la parte del contrato sobre la regalía, antes de que expirase, y además de aumentarla por cada barril de petróleo, reconoció al jefe del Estado el derecho de cobrar réditos a las ganancias de la sociedad. Todo este capítulo de Benoist-Mechin es utilísimo para esclarecer el problema petrolera en Medio Oriente. Por ejemplo, sobre el lío anglopersa, explica que se originó en un abuso inglés, consistente en que teniendo la Anglo-Iranian un convenio de repartir las ganancias en un 50 % para cada parte, el gobierno laborista empezó a gravar de tal modo a la sociedad, con impuestos cobrados antes de distribuirse los beneficios, que la parte correspondiente al gobierno de Teherán empezó a disminuir catastróficamente, hasta llegar a ser el 30%); educó la mano de obra indígena, la empleó en proporción cada vez mayor, hasta reducir al mínimo la americana, aun en los cuadros directivos, creó escuelas de enfermeras; levantó fábricas manufactura, astilleros, pistas de aterrizaje, etc., etc., y le admitió la prohibición del alcohol en el recinto más reservado de la compañía. Pero todas estas ventajas, que tienen sus inconvenientes, no equivalen a las que reporta un país de explotar por si mismo su propio subsuelo.
Ahora bien, Ibn Saud no podía hacerlo. Porque cuando en su desierto descubrióse petróleo, el gran caudillo partía de cero. Acababa de fundar su imperio en ruda lucha contra sus rivales en la. península y las dificultades del mundo; no gobernaba un país urbanizado; no tenía un cobre, y su presupuesto (que aún no tiene regularidad), estaba reducido a lo que pudieran dejarle los peregrinos de la Meca, ciudad santa del islamismo, que él acababa de ocupar y que debía tranquilizarse después de la conquista antes de redituar nada; no eran súbditos suyos los que habían descubierto el petróleo, sino los norteamericanos que él había llamado para explorar el subsuelo en busca de agua; en suma, no podía sacar del hallazgo más de lo que le dio la ARAMCO.
Pero la Argentina de Perón disponía de muy otras posibilidades. Tenía una institución oficial riquísima, que había dado pruebas de lo que era capaz. Extraía un combustible descubierto hacía medio siglo, en décadas de labor que habían formado una mano de obra y cuadros directivos propios que poco podían envidiar a los ajenos. Tenía ya una industria que se ofrecía a suplir los abastecimientos extranjeros que faltasen. No necesitaba la acción civilizadora que el capital yanqui puede realizar en países, poco desasarrollados, porque era un país civilizado y urbanizado como no lo estaba, ni lo está la Arabia Saudita con todas, las millonadas de dólares que le da la ARAMCO. Y disponía de abastecedores en las fronteras, que le habrían resuelto la escasez de combustIbles, con sólo que él hubiese querido intensificar el intercambio con los países vecinos.
Por añadidura, el problema difería aun para los dos países en otro aspecto fundamental. Cuando lbn Saud firmó su contrato con la ARAMCO sus reservas petrolíferas eran inmensas, y se calculaba que podían durar siglo y medio, mientras su producción era ínfima. Cuando Perón firmó su arreglo con la California, la Argentina figuraba entre los países cuyas reservas estaban calculadas en una duración de tres lustros y, pese a todo el sabotaje, producía muchísimo más que la Arabia Saudita de 1943. De modo que para el monarca árabe, el problema de gastar sus reservas, para conservar las norteamericanas, no era el mismo que para el monarca argentino, que debía y podía cuidar el porvenir de nuestros combustibles líquidos mientras dispusiese de abastecedores equitativos, como son los países vecinos y hermanos, que nos dan sus productos y reciben los nuestros al precio del mercado internacional.
Que el argentino fuera tan manifiestamente inferior al árabe resultó exclusivamente de que éste era independiente y lo aprovechaba, mientras aquél estaba enfrentado a la peor influencia extranjera.
Nota: Los párrafos que hemos transcripto pertenecen al libro de Julio Irazusta “Perón y la crisis argentina”, Ed. Independencia S.R.L., 2ª edición, Bs. As., 1982, Cap. XXVI.