Dijo Perón:
“Nosotros, los soldados, sabemos que nuestro oficio es uno solo, morir por nuestro honor, y un militar que no sabe morir por su honor no es digno de ser militar ni de ser ciudadano argentino”. Con frases como esta, Perón había fanfarroneado desde el balcón presidencial en septiembre de 1951, al concluir el intento golpista del general Benjamín Menéndez, como lo reflejó en su momento Democracia. En verdad, ya desde su primer año de gobierno venía diciendo que “a él lo iban a matar peleando”, que su oficio era la pelea y que en eso aventajaba a sus adversarios, “matones de ferretería”.
Sin embargo, el 19 de septiembre de 1955, dos días después de que el general Lonardi se sublevara en Córdoba, Perón redactó este texto: “Hace varios días que intenté alejarme del gobierno, si ello era una solución para los actuales problemas políticos”. Y agregó: “Pienso que es menester una intervención desapasionada y ecuánime para encarar el problema y resolverlo. No creo que exista en el país un hombre con suficiente predicamento para lograrla, lo que me impulsa a pensar en que lo realice una institución que ha sido, es y será una garantía de honradez y patriotismo: el Ejército”.
Su dignidad como ciudadano no contaba en ese momento y por eso también escribió: “Yo, que amo profundamente al pueblo, sufro un profundo desgarramiento en mi alma por su lucha y su martirio. No quisiera morir sin hacer el último intento para su paz, su tranquilidad y felicidad. Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi amor al pueblo me inducen a todo renunciamiento personal”.
Al ultimátum lanzado por la Marina, concluyó: “Ante la amenaza de bombardeo a los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes, creo que nadie puede dejar de deponer otros intereses o pasiones. Creo firmemente que esta debe ser mi conducta y no trepido en seguir ese camino”. Las palabras fueron reproducidas por Democracia.
Pero la historia dice otra cosa, pues el general José María Epifanio Sosa Molina, a cargo de la defensa de Córdoba, exclamó catorce años después: “Yo estaba seguro de que la revolución sería derrotada, porque la situación de los rebeldes era insostenible […] Y de pronto se me vino el mundo abajo: con la batalla casi ganada me informaban mis comandantes que habían escuchado por radio la orden de cesar el fuego. No lo podía creer. Teníamos todo en nuestras manos y había que detenerse en las posiciones ganadas”. Por otro lado, Perón le explicaría a su huésped en Paraguay, Ricardo Gayol, que si hubiera querido podría haber llevado a las familias de los marinos a los lugares que estos amenazaban atacar y “todo hubiese sido distinto”.
En 1953 Perón había dicho que estaba dispuesto a causar la mayor hoguera de la historia, y en una reunión de gabinete de 1955, sostuvo que tenía los tachos de nafta con jefes de manzana para quemar las casas de los opositores de la zona norte o la Recoleta, aunque allí estaba la residencia que él mismo había compartido con Evita.