12. HABILITAR FUNCIONES HUMANAS DE LA FEMINIDAD Y MASCULINIDAD
Por Ignacio Falgueras. Catedrático de Filosofía. Universidad de Málaga
La distinción hombre-mujer no es una distinción esencial dentro del orden de lo humano, pero tampoco es una mera diferencia biológica, es decir, restringida a un área parcial de nuestro ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre: todo cuanto hacemos los seres humanos está afectado por dicha distinción de una u otra manera. Por ello, si se quiere hablar con cierta exactitud, ha de afirmarse que la distinción hombre-mujer es una propiedad de la naturaleza humana, que deriva de su condición biológica, pero que impregna todo lo humano, y tiene un sentido humano.
Precisamente porque la distinción hombre-mujer no es una distinción esencial pero sí propia del ser humano, el título de esta conferencia prefiere hablar de «feminidad» mejor que de «mujer» y de «masculinidad» mejor que de «hombre», es decir: prefiere utilizar sustantivos abstractos útiles para indicar propiedades, mejor que sustantivos concretos, los cuales podrían sugerir una diferencia esencial entre ellos. Lo nuclear en el hombre es la persona. Hombre y mujer son ante todo y sobre todo personas, seres responsables ante la llamada de la ultimidad, y en cuanto tales igualmente humanos.
El objetivo de esta conferencia es el de esclarecer el sentido humano, que no meramente biológico, de la distinción feminidad-masculinidad. A ese fin se articulará en tres partes: la primera estudiará el habitar del hombre en el mundo, o lo que es igual, el sentido de la existencia humana sobre la tierra; la segunda definirá el modo femenino y masculino del habitar, sus diferencias y funciones; la tercera subrayará la unidad funcional de ambas.
1. El habitar humano
Habitar no es guarecerse. El animal se guarece, el hombre habita.
Guarecerse es defenderse, o sea: estar a la defensiva, desarrollar una actividad subordinada o sometida al entorno. En este sentido, aunque tanto la vida vegetal como la animal convierten al mundo físico en medio ambiente, lo hacen sólo por integración en o adaptación a las circunstancias físicas concretas. De manera que, para la vida meramente biológica vivir es vivir en un lugar geográfico determinado, en un hábitat concreto.
La ley de la vida meramente biológica es la adaptación. Para que se pueda dar la vida y la adaptación se requiere previamente que las circunstancias físicas no la imposibiliten. Dicho más concretamente se requiere una cierta estabilización frecuencial de la entropía o, con otras palabras, una cierta vigencia de la probabilidad en el orden físico. Pero eso no es suficiente. La razón de la vida está en ella misma: es el ser vivo el que activamente selecciona los estímulos externos, los convierte en información, y ajusta su actividad a ellos, llegando incluso a configurarse biológicamente en función de aquéllos. Todas las formas del bios vegetal y animal no son más que el resultado de esa activa adaptación al perimundo o mundo circundante. Por ello, tanto la morfología como la conducta vegetal y animal son relativas a un entorno geográfico, a un hábitat. Ahora bien como el hábitat es siempre éste o aquél, es siempre particular y circunstanciado, la vida vegetal y animal es una vida circunstanciada y particularizada. A mi juicio, la circunstancia no es un atributo del yo -como pretende Ortega-, sino un atributo del bios vegetal y animal.
En resumidas cuentas, la vida vegetal y animal, aunque ella misma no sea física o entrópica, no sólo cuenta con la entropía para nutrirse de ella, sino también para adaptarse y someterse a ella de modo que le sea posible mantener su unidad antientrópica. El organismo meramente biológico, es decir, el organismo vegetal y animal, se integra por entero en el mundo circundante, hasta tal punto que puede decirse que «la obra» o producto del animal es su propio organismo, fruto de su adaptación a la entropía estabilizada del mundo físico. Guarecerse, como forma de vida, significa, pues, vivir en un lugar o hábitat concreto mediante la adaptación del organismo biológico al perimundo físico. La vida biológica se nutre de lo físico y se adapta a lo físico: su "soporte y su límite es el mundo físico, quedando abarcada por él".
El hombre, en cambio, no vive así. Ante todo, el hombre no está adaptado ni genética ni morfológicamente. El hombre no nace con un código de conducta prefijado que le permita interpretar inmediatamente los estímulos externos y darles una respuesta adecuada: carece de instintos. En cuanto a la morfología, el organismo humano es un organismo de mamífero superior no evolucionado o adaptado, y que, en vez de especializarse en algo conserva todas las posibilidades de dicho tipo de organismos como tales posibilidades, a la par que potencia el desarrollo del medio interno o sistema nervioso central.
Dicho esto, ha de añadirse sin dilación que tampoco necesitaría el organismo humano especializarse en nada, ya que el hombre es un ser libre e inteligente, es decir, capaz de adaptar el entorno a sí mismo, en vez de adaptarse él al entorno. Lo propio, por tanto, del hombre es dominar el mundo físico; el hombre es dueño o señor del mundo en cuanto que puede y sabe disponer de él.
En consecuencia, ni el hombre se somete al mundo para encontrar en él su guarida, ni el mundo abarca al hombre como su fundamento y límite. A la especial relación que guarda el hombre con el mundo la llamo habitación. Habitar en el mundo quiere decir: tener el mundo a disposición como medio para los propios fines. El que habita es siempre superior a lo habitado por él, no al revés, lo mismo que el que pone los fines es superior al que los recibe. En este sentido, para habitar se requiere ser dueño del mundo, no de esta o aquella circunstancias particulares, no de un lugar u otro, sino que se requiere ser dueño de lo universal del mundo, de su esencia. En pocas palabras y formalmente hablando: habitar el mundo es asociarlo al propio proyecto humano. uncirlo como medio a nuestro destino, y así otorgarle una elevación y dignidad racionales que él no tiene.
Como vemos, habitar no es ni guarecerse ni pertenecer al mundo sino dominarlo. Y precisamente porque el hombre no pertenece al mundo puede pensar su habitar como una pura denominación extrínseca, es decir, como una relación meramente externa o fáctica, según sugiere el léxico corriente en el que se entiende de ordinario por habitar el vivir de hecho en un lugar. Para una planta o animal el lugar en que vive no es indiferente o extrínseco, para un humano sí, porque el ser humano no se guarece en el hábitat, antes bien lo somete y dispone de él como señor.
Sin embargo, conviene advertir que la falta de adaptación genética al entorno hace que el hombre nazca con una absoluta carencia de información previa y de códigos de conducta respecto al entorno. El hombre no nace ambientado, no nace en una circunstancia mundana; es un extraño para el entorno y, a su vez, el entorno es extraño para él. De ahí que la actitud primera y más elemental del ser humano ante el mundo sea la del extrañamiento, la de la sorpresa o admiración, que luego se transforma en investigación. No sólo el inicio de la filosofía, sino el inicio mismo del saber humano es el extrañamiento y la admiración. El hombre es, según lo que vengo diciendo, un extraño en el mundo y un ser que se extraña del mundo, y por esa razón el mundo físico ni es su guarida ni puede ser su morada. No es que exista enfrentamiento u oposición esencial entre hombres y mundo, simplemente que entre ellos hay una diferencia irreductible, de acuerdo con la cual el hombre puede estar en el mundo pero no ser del mundo.
De cuanto acabo de decir resulta patente que el mundo no es de suyo habitable para el hombre y que, por tanto, antes de habitarlo ha de ser hecho habitable por el hombre. Es ésta otra diferencia drástica con el bios animal y vegetal. Este tiene prefijado genéticamente un entorno físico en el que vivir, respecto del cual dispone de información y adecuación previas, es decir: cuenta con un mundo en el que guarecerse y anidar. El hombre, por el contrario, ha de hacerlo todo por sí mismo, la posibilidad de la habitación y su realidad dependen por entero de él. Habitar es una tarea enteramente humana; o sea, condicionada ex integro por nuestra libre operatividad. Es, por consiguiente, el hombre mismo el que aporta el proyecto de vida humano y el modo en que el mundo puede ser asociado a dicho proyecto. El hombre habita el mundo operativamente, esto es, mediante su trabajo.
La diferencia que acabo de establecer entre hombre y animal permite discernir dos dimensiones en la operatividad humana: hacer habitable el mundo y someterlo. Esta distinción es el eje central sobre el que gira el planteamiento íntegro de todo cuanto voy a exponer a continuación y, en consecuencia, merece ser objeto de una consideración suficientemente amplia.
La diferencia entre hombre y mundo es, por las múltiples razones antes aducidas, una diferencia irreductible que conlleva una neta superioridad por parte del hombre, y ello implica que si se ha de establecer una relación entre tales diferentes, el único que está en condiciones de salvar la diferencia entre ambos es el hombre mismo. En este sentido, hacer habitable equivale a encontrar el modo de que el proyecto humano pase por la mediación de un mundo que no es, de entrada, humano. Hacer habitable es, siguiendo la lógica de lo dicho, humanizar el mundo físico o convertir lo temporal-efectivo mundano en medio para lo eterno-destinal humano. La dificultad del tránsito es grande por cuanto el mundo tiene una naturaleza distinta e inferior al hombre, y éste, como extraño al mundo, carece inicialmente de interés humano por el mundo.
Hacer habitable el mundo es acercarlo al hombre para que posteriormente éste lo asocie a sus fines propios. Pero, insisto, ambas tareas las realiza el hombre. Por ello ha de afirmarse que, ante todo, hacer habitable el mundo es morar, o sea: detenerse o demorarse en lo temporal-efectivo del mundo de manera que la consecución del destino humano se vincule a él como el fin se vincula a los medios.
Ciertamente, para acercar el mundo al hombre hay que tenerlo en cuenta y procurar unir de modo armonioso a las posibilidades de su naturaleza los fines y proyectos humanos, razón por la cual hacer habitable es también guardar y salvaguardar la realidad y la naturaleza mundanas ante el posible ataque de nuestros fines y proyectos. El morar humano es, pues, a la vez un guardar el mundo.
Ahora bien, el morar que guarda ha de ser puesto por obra mediante iniciativa propia del hombre por lo que no puede decirse que el hombre more directa e inmediatamente en el mundo, sino mediante sus obras: el hombre mora en sus obras y mediante ellas en el mundo. El mundo humano no es el mero mundo físico, sino el mundo físico humanizado por la operatividad en su primera función, la de hacerlo habitable.
La segunda dimensión o función del trabajo humano es la de someter el mundo o disponer de él como medio para nuestros fines. En rigor, esta función es la directamente dominante, mientras que la función del morar que guarda lo es sólo indirectamente. Someter el mundo significa realizar en él y por su medio nuestros fines y destino. De suyo, puesto que el destino humano es lo infinito y eterno, el sometimiento eleva al mundo a una dignidad superior a la que le corresponde naturalmente. Pero sólo cuando el hombre se ha demorado adecuadamente y se ha cuidado de establecer la vinculación del mundo a sus propios fines con íntegro respeto o guarda de la naturaleza mundana, sólo entonces esa elevación de dignidad estará acompañada de un efectivo desarrollo, promoción o cultivo del mundo dentro del ámbito mismo de lo mundano. El sentido preciso de la segunda función del habitar humano es la mejora del mundo y del hombre.
Guardar y cultivar, morar y someter, hacer habitable y perfeccionar son las dos funciones que integran el habitar humano en el mundo, el cual resulta ser así una actividad compleja y analizable, aunque ciertamente unitaria. A este respecto es conveniente subrayar, ahora, la unidad de ambas funciones poniendo el acento en la articulación de las mismas:
1. Sin el morar que guarda no cabe cultivo o perfeccionamiento del mundo. Si no se encuentra el modo de hacer viable el proyecto humano en el mundo y si no se descubre el modo de interesarse humanamente por el mundo, el dominio del hombre no alcanza a ser nunca un cultivo, sino mero juego y entretenimiento.
2. Pero si no se cultiva o mejora el mundo con el trabajo humano, entonces se pierde la superioridad efectiva del proyecto humano: la guarda se toma obsesión, la morada demora, la habitación cárcel.
3. La relación entre el morar que guarda y el someter que mejora es la misma que hay entre lo posible y lo efectivo. Lo efectivo supone y confirma a lo posible, lo posible abre el camino hacia lo efectivo, pero no lo alcanza por sí mismo. Ni lo efectivo hace posible a lo posible, ni lo posible hace efectivo a lo efectivo; pero sin posibilidad no hay efectividad, y sin efectividad la posibilidad es vacua futuribilidad.
Permítanseme algunas precisiones más. Morar supone detener la atención y el interés en el tiempo físico para adaptarlo al proyecto humano y hacer, así, viable la posibilidad de éste. Pero ello implica que ha de prepararse el proyecto humano para su temporalización sin que sufra menoscabo su carácter supratemporal. El morar lleva consigo, por tanto, una previa distribución temporal del proyecto humano, una flexibilización de sus fines tal que, sin perder su unidad y superioridad, quede distendido en fases realizables temporalmente. Por su parte, el sometimiento tiene puesta la mira en los fines humanos al margen de la consideración de la naturaleza mundana: en sí mismo el sometimiento es supeditación del interés por el mundo y afirmación de la propia superioridad sobre él. Para que el morar no conlleve una pérdida de la unidad y superioridad del hombre, y el sometimiento alcance a ser una mejora de sí y del mundo, es preciso que ambas funciones se realicen armónicamente.
Pues bien, el modo más elemental y natural de morar por parte del hombre es la familia: el hombre mora en el mundo familiarmente. La familia es aquella comunidad estable que tiene como tarea el amor generoso en la forma de una mutua entrega para la transmisión de la vida y para la educación de la prole. Ella ofrece la posibilidad más sencilla de un proyecto humano en el mundo: el amor fecundo. La procreación, nutrición y desarrollo humano de los propios hijos, es decir, de otros seres humanos, son el incentivo más elemental para interesarse por el mundo físico. Obviamente es éste también el modo más simple de guardar y de humanizar el universo físico. Más bien que pura tendencia biológica, la familia es toda ella fruto de la libertad operativo humana, es obra del hombre, y por eso es ella también la célula y el inicio de la sociedad. La sociedad nace de la prolongación del interés familiar. El hombre mora en familia, y sólo derivadamente en sociedad.
En cuanto al modo más elemental de sometimiento del mundo por el hombre, hay que decir que se da en el lenguaje. En realidad, someter es ordenar el tiempo físico desde los fines humanos, y el lenguaje es la producción de una cadena fónica, organizada desde la unidad del concepto mediante un esquema imaginativo. El hombre prolonga el lenguaje en la producción de artefactos. El artefacto lleva el esquema lingüístico hasta la entraña de los procesos físicos, aportando así aquella efectividad de que carece nuestra palabra. Pero, debido a ello, el artefacto pierde la neutralidad física de la palabra, y modifica y perturba la naturaleza al someterla; y tanto más perturbador será cuanto más efectivo sea su sometimiento. El progreso técnico va acompañado necesariamente de un gasto inevitable. Al ser una ordenación que conlleva intrínsecamente una perturbación, la operatividad humana tiene que gastar tiempo y energías en eliminar ese efecto negativo, so pena de dañar irreparablemente las condiciones actuales del mundo físico. Por ello el progreso técnico no es necesariamente ni un perfeccionamiento del mundo ni un perfeccionamiento del hombre.
2. La diferencia entre lo masculino y lo femenino
Una vez fijado el sentido y las funciones del habitar humano en el mundo cabe acometer el estudio de la diferencia entre lo masculino y lo femenino. Como ya sugería yo al principio de esta conferencia, es ésta una distinción funcional, no esencial, dentro del orden de lo humano, y que mantiene estrecha relación con el habitar y su dualidad de dimensiones. Entiendo, en efecto, que la función moradora y de guarda corresponde a lo femenino, mientras que la función de sometimiento y cultivo corresponde a lo masculino del ser humano. En otras palabras: lo femenino es hacer habitable el mundo, lo masculino someterlo.
Hago hincapié de nuevo en que no me refiero aquí al hombre y a la mujer, sino a lo masculino y a lo femenino, y no porque haya mujeres que piensan y obran masculinamente y varones que hacen lo opuesto, sino porque en realidad estoy hablando de dos funciones humanas y no de personas.
Bien entendido esto, sostengo que la esencia de la feminidad es hacer habitable el mundo por estas tres razones:
1. Porque la feminidad tiene connaturalmente el sentido del morar. No en vano el seno materno es la primera morada o habitáculo para el ser humano. El feto humano es más ajeno e inadaptado al mundo circundante que el propio hombre adulto, y no sólo por razones biológicas -ya que no puede sobrevivir fuera del seno materno-, sino también por razones humanas, dado que su desorientación en el mundo físico, inhóspito e inhumano de suyo, es completa. Es función de la maternidad transmitir la primera información humanizada del mundo al feto. A través del torrente sanguíneo llegan a éste las primeras emociones (tranquilidad, alegría, serenidad, sobresalto, miedo, tristeza, angustia etc.). Se puede decir que la base afectiva del temperamento de cada ser humano se ha ido formando ya en el útero materno. El feto recibe información de cómo se le acoge y se le estima. La primera acogida humana al nuevo ser es, según esto, la que le proporciona lo femenino. Por ello es tan importante la relación prenatal madre-hijo, y tan infame el crimen del aborto: negarle su hogar al más grande desamparado.
2. Porque ella encarna en sí misma el interés por el mundo. La feminidad está naturalmente dotada para captar lo concreto y el modo como el proyecto destinal humano se puede cumplir en lo concreto del mundo.
El interés por lo concreto está acompañado en ella de una finísima inteligencia para todo lo singular. Eso que se suele llamar intuición femenina es lo que, con más rigor, llamaría inteligencia para lo concreto; para lo concreto humano, por su función de acogimiento maternal, tanto como para lo concreto del mundo, por su capacidad de ordenación de lo singular. De esta dotación natural para ordenar y organizar lo concreto nace su interés por el adorno, la belleza y la decoración, tareas cuyo fin es el de humanizar el universo físico. La inteligencia femenina ejerce su dominio o superioridad sobre el mundo para hacerlo habitable al ser humano, no para someterlo. Su dominio es, pues, respetuoso y lleno de amor por lo natural.
3. Porque ella atrae e interesa a lo masculino hacia la morada, es decir, hacia el compromiso con la vida en el mundo. Por decirlo con terminología kierkegaardiana: la feminidad incita al salto del estadio estético al estadio ético. El quehacer masculino resultaría pura denominación extrínseca para el hombre, si lo femenino no le hiciera interesarse por el morar. Es la feminidad lo que fija y asienta la afectividad masculina, la que da seriedad al puro jugar masculino. El fallo del D. Juan está en no dejarse fijar por la feminidad y ello denota falta de masculinidad, como con acierto hizo notar Marañón. El puro inteligir abstracto y el mero producir lúdico de la masculinidad resulta, gracias a lo femenino, incitado e interesado por la guarda y el cultivo del mundo. Por ello se dice, y con razón, que detrás de todo gran hombre hay siempre una gran mujer.
En segundo lugar, sostengo que la esencia de la masculinidad es el sometimiento del mundo por el sometimiento, y esto también por tres razones:
1. Porque el hombre posee connaturalmente el sentido de la mediación. Lo masculino del ser humano es lo productor tanto del medio de fecundación como de los medios en general. Producir medios es, pues, la función propia de la masculinidad.
Como productor de medios, lo masculino del ser humano posee el sentido del artefacto y la habilidad para producir medios instrumentales. Ahora bien, el artefacto o medio instrumental producido en sí mismo una síntesis o acumulación unitaria de propiedades abstractas. Por ejemplo: duro y afilado permite cortar, ligero y alargado constituye lo lanzable. Si se reúnen todas esas características abstractas, tendremos una lanza, independientemente de los materiales que se usen en su confección. El modo de la síntesis de esas propiedades dependerá, en cambio, de los materiales que se usen, v. gr: si se hace de piedra y madera, la síntesis se obtendrá mediante una unión a presión o mediante cuerda; si se hace de metal, puede ser obtenida mediante una soldadura, etc. Es decir, la síntesis instrumental es siempre concreta. En cambio, las propiedades -como dije- han de ser captadas en abstracto. El tipo de inteligencia que se requiere para la producción de artefactos es, según esto, sintética para lo concreto y analítica para lo abstracto, justamente lo inverso de la inteligencia femenina, la cual -como sugerí antes- es sintética para lo abstracto y analítica para lo concreto.
La misma producción del artefacto como síntesis concreta y novedosa de propiedades abstractas implica ya en sí misma un dominio como sometimiento u ordenación a un fin externo, que no tiene en cuenta la naturaleza integra de los materiales. De este modo, el instrumento no hace habitable el mundo, simplemente lo convierte en medio. En y mediante el artefacto, el mundo queda a disposición de fines humanos extrínsecos.2. Porque lo masculino del ser humano se interesa por las organizaciones comunes. Por organización entiendo, en general, la articulación compleja de lo abstracto capaz de actuar unitariamente en lo concreto, justo lo inverso del adorno que sería, más bien, la articulación compleja de lo concreto capaz de actuar unitariamente en lo abstracto. Pondré un ejemplo de cada uno: la ONU es una articulación compleja de naciones (o entidades abstractas) capaz, sin embargo, de actuar en lo concreto como un sujeto; un bouquet, en cambio, es una articulación compleja de flores concretas que pueden simbolizar algo en abstracto (lkewana). Las organizaciones como articulaciones muy complejas de lo abstracto que pueden actuar en lo concreto permiten un mayor y mejor sometimiento del mundo, por todo lo cual -entiendo- tienen que ver directamente con el tipo de inteligencia masculino.
Ante todo, la masculinidad se interesa en la organización abstracta de los medios producidos por ella misma. Los medios son muchos y heterogéneos por lo cual están necesitadas de organización. Pero, por otra parte, al ser los artefactos medios para el disponer humano, también ha de organizarse el disponer de los medios. Y tanto la organización de los medios como la organización del disponer han de ser hechas en común, o sea: de común acuerdo entre seres libres. Por su parte, la organización común del disponer origina las comunidades políticas.
No afirmo en manera alguna que la feminidad no se interesa por este tipo de organizaciones, sino que su modo de interesarse por ellas es distinto: la feminidad se interesa por el morar que resulta de tales organizaciones, no por la constitución y articulación de las mismas. Esto último es propio de la masculinidad.
3. Porque lo masculino aporta de suyo el sentido del progreso e interesa y asocia a lo femenino en él. Los medios o productos humanos tienen como característica abrir posibilidades, o lo que es igual, mediar para otros medios. Por ejemplo: si a la idea de barco se le añade la idea de vela, el producto resultante (barco de vela) abre la posibilidad de un transporte rápido y voluminoso de mercancías, lo cual permite el desarrollo de emporios comerciales y con ellos la idea del capitalismo, etc. Ahora bien, tales posibilidades generadas desde otras posibilidades son también abstractas y han de ser sintetizadas con las ya producidas para que abran nuevas posibilidades. Lo masculino del ser humano, que lleva en sí la tendencia a la mediación, aporta de este modo el sentido del progreso técnico. Es claro que los resultados de este progreso interesan también a lo femenino, pero para lo femenino del ser humano progresar no significa lo mismo que para lo masculino, es decir, lo que interesa a la feminidad no es el puro progreso técnico, sino la Mejora humana y del mundo. Lo femenino modera y humaniza el progreso, de manera que si la feminidad es abierta a lo universal o ilimitado por la masculinidad, ella a su vez otorga a lo masculino el sentido del progreso como mejora o cultivo.
Con ello nos estamos ya adentrando en el terreno de la tercera parte de este trabajo, a saber: la unidad funcional de ambas dimensiones de lo humano.
3. La unidad funcional de las dos dimensiones del habitar.
El sentido de la existencia humana en el mundo es habitarlo. La masculinidad y la feminidad, según se ha propuesto en las consideraciones precedentes, son funciones diferenciadas que integran el habitar humano en el mundo. Ellas tienen como cometido propio hacer habitable o humano el mundo y convertirlo en medio para los fines humanos, respectivamente.
De suyo, pues, entre la feminidad y la masculinidad no hay una separación dialéctica o negativa ni tampoco una oposición de complementarios. En la naturaleza humana no se da ni lo masculino puro ni lo femenino puro, sino la mezcla de ambos con preponderancia, y sólo con preponderancia, de lo uno o de lo otro, de acuerdo con los datos de la biología actual. Ello es indicio de que, biológicamente incluso, la diferencia entre ambos sexos es tan solo una diferencia funcional en orden a la consecución de un fin. En el plano del habitar humano, difícilmente podría considerarse esa diferencia como algo más que una diferencia funcional, puesto que, tal como se adelantó desde el principio, masculinidad y feminidad son propiedades de lo humano que derivan de su naturaleza biológica, y ésta, como acabo de decir, las recoge como diferencias funcionales.
Por haberlo entendido así, he cuidado reiteradamente a lo largo de la conferencia de aclarar que no me refería al varón o a la mujer, sino a la masculinidad y a la feminidad. Y espero que ahora este cuidado sea comprendido: tanto en el varón como en la mujer hay masculinidad y feminidad, sólo que en proporciones diferentes.
Por haberlo entendido así, recalqué también la relatividad funcional del cultivo y de la guarda, y asimismo especifiqué que el morar humano era familiar y que el cultivo era primordialmente lingüístico. Ni la familia ni el lenguaje son exclusivamente masculinos o femeninos. Es cierto que la feminidad posee el sentido, el interés y el estímulo para la familia, pero no puede haber familia sin masculinidad; y supuesto que la hubiera, la familia sin la aportación humana de lo masculino decaería en camada o guarida. Mora, pues, el ser humano por la función femenina, pero no sin la masculina, ya que morar en este mundo no es el destino del hombre: moramos en nuestras obras, que siempre nos acompañarán. De otro lado, el lenguaje en su uso productivo es masculino, pero sin la feminidad no sería humano: la invención lingüística para ser productiva se tiene que integrar en la tradición. Y es que la guarda es la medida del progreso y de la mejora.
En esta misma línea, las indicaciones hechas en la parte segunda de esta conferencia nos permiten redondear por mera prolongación de sus sugerencias la mutua aportación activa de la masculinidad y de la feminidad en su referencia funcional. Si a lo femenino, en efecto, le corresponde el morar, ataviar e interesar por lo concreto, la masculinidad lo perfecciona haciendo el morar fecundo, abriendo el adorno a lo universal y elevando el interés por el mundo hacia lo inagotable o infinito. En cambio, si la masculinidad aporta el producir, el organizar y el progresar, la feminidad lo perfecciona procurando que el producir sea útil para el hombre y para el mundo, el organizar sea justo y humano y el progresar sea ético.
Es, consecuentemente, la integración armónica de las funciones masculinas y femeninas lo que hace verdaderamente humano el habitar del hombre en el mundo, o lo que es igual, sin una u otra de esas funciones nuestra existencia mundana carecería de sentido humano.
Pero al mismo tiempo que sostengo la absoluta necesidad de un equilibrio funcional entre lo masculino y lo femenino para el habitar humano, tengo que admitir que, dada la libertad de hombre y mujer, el sentido de la masculinidad y de la feminidad puede ser alterado.
Si se desvinculan las funciones de la masculinidad y de la feminidad del fin respecto del que son funciones, esto es, del habitar en el mundo, su sentido respectivo cambia. He aquí algunas consecuencias:
Al abandonar la referencia común de ambos al habitar como a su fin, su equilibrio respectivo se pierde y lo que es una preponderancia funcional pasa a ser entendido ahora como una determinación esencial: se cree ser esencialmente masculino o femenino.
La diferencia funcional masculino-femenino viene a ser entendida cual oposición o repartición excluyente del ser humano.
La feminidad, que era una función donal -en cuanto que otorgaba a lo masculino la habitabilidad del mundo y el interés- se convierte ahora en una carencia, la carencia de masculinidad. Lo femenino se siente necesitado e intenta poseer lo masculino. Esta relación necesitante puede encontrar muchos cauces concretos, pero en abstracto podría señalar dos: la intriga, o utilización de su inteligencia para lo concreto con el fin de poseer indirectamente la masculinidad; y la imitación, o sea la suplantación de la masculinidad.
Otro tanto ocurre con la masculinidad. Cuando lo masculino desvía del mundo su interés por la producción y lo dirige hacia la feminidad, la convierte en medio u objeto y pretende de este modo dominarla.
En realidad con ello lo único que se consigue es eliminar la diferencia funcional entre ambos y, por tanto, la viabilidad del habitar. La masculinidad imitada o poseída mediante la intriga es una masculinidad incapaz de someter el mundo; la feminidad objetivada y poseída como objeto es una feminidad vacía, sin estímulo para interesar por el mundo y por la vida humana.
Por desgracia, las tensiones no armónicas entre lo masculino y lo femenino predominan en la historia y en las instituciones. Hoy, por ejemplo, son especialmente visibles porque la cultura occidental es exclusivamente masculinista. Para empezar, rechaza todo lo anteriormente sabido como si de un prejuicio se tratara; pero, además, el saber moderno se propone como objetivo, por el lado de la ciencia, vencer y someter al mundo, y, por el lado de la filosofía, concretar lo universal, o sea, anular la diferencia ente lo masculino y lo femenino. Se sobrevalora el progreso técnico sin cuidar la ecología, se pretende que el mero progreso abstracto del saber y de la ciencia traerá consigo el progreso ético y humano. No es de extrañar el movimiento feminista tan acre, aunque también tan desorientado, ya que, si bien tiene razones para protestar, da por buenos indiscernidamente los valores de la cultura moderna y sólo pretende desfeminizarse.
Ante todo, la función maternal de la feminidad ha quedado resentida. A lo femenino le resulta doloroso y dificultoso ser madre. No es que haya perdido la función, sino la facilidad, y el agrado en ocasiones, o sea: la congruencia entre la función y su ejecución. El ser morada y el morar le resultan dificultosos al ser humano. El morar en concreto cae fácilmente en la rutina y en el vacío de sentido del eterno retorno. La guarda y el adorno se vuelven constante restauración y reposición , es decir, carecen de sentido abierto. Por último, el interés por lo concreto del mundo, al convertirse en tarea eternamente retornante, merma y se trueca fácilmente en interés por la masculinidad, de la que carece ahora.
Por su parte, lo masculino pierde también la congruencia y facilidad para someter el mundo. El trabajo se le vuelve penoso y sus resultados exiguos e insuficientes. El interés por el sometimiento del inundo, al volverse dificultoso éste, se vierte en interés por dominar a la feminidad: la relación con lo femenino se trueca así en utilización como medio para la propia satisfacción.
La diferencia de funciones da lugar en definitiva a una confrontación de fuerzas entre lo masculino y lo femenino, e incluso entre unas personas y otras. De dueño del mundo, el ser humano se transforma en un dominador de otros seres humanos, y la tarea de habitar el mundo es sustituida por el afán de poder. El poder no es masculino ni femenino, es neutra voluntad arbitraria.
Detrás de ello hay una clara pérdida del sentido de la existencia humana y de la orientación final o destino del hombre, o sea: está presente la muerte. Si el horizonte es la muerte, el hombre no tiene futuro y su habitar en este mundo es encarcelamiento: todo nuestro hacer está condenado a ser vanidad de vanidades y sólo vanidad. Es natural que en estas condiciones el interés femenino por lo concreto del mundo y el masculino por la mediación y el progreso se conviertan en puro pasatiempo o juego, en confrontación banal cuyo único resultado final es la satisfacción de imponer el propio capricho.
Con todo, la naturaleza de la distinción masculino-femenino sigue siendo la misma y sus funciones también. El fin de la masculinidad no es la feminidad, ni viceversa, pero tampoco lo es respectivamente el dominio del uno sobre el otro, sino realizar el habitar humano en el mundo. Para poder alcanzar este fin y evitar los escollos que lo impiden, se requiere según se sigue de las consideraciones precedentes, al menos estas tres condiciones:1. Dejar de entender a ambas como determinaciones esenciales y opuestas, suprimiendo así todo enfrentamiento mutuo y los consiguientes intentos de anulación de alguna de ellas o de ambas a la vez.
2. Equilibrar nuestro comportamiento de modo que no desconsidere en su actuación la necesidad de la otra función, antes bien la posibilite y favorezca, pues sin ella es imposible realizar adecuadamente la tarea de la habitación
3. Mantener, tanto dentro de la familia como fuera de ella, esa diferencia en cuanto que diferencia funcional, y llevarla hasta sus últimas consecuencias. La masculinidad y la feminidad que se afirman como funciones del habitar humano no sólo no se excluyen ni merman entre sí, sino que incluso incitan y fomentan el desarrollo de la actividad co-armónica, por mucho que se afirmen en su propia línea.
En nuestros días es especialmente urgente revigorizar la función femenina del ser humano y, con ella, defender la condición familiar de nuestro morar en el mundo. Y el único modo de hacerlo de forma adecuada es educando masculina o femeninamente, según la condición natural de cada persona, y dando ejemplo de vida familiar. Un mundo sin feminidad es un mundo imposible de habitar en humano, un mundo donde sólo hay derechos, pero falta la justicia, un mundo donde puede haber progresos, pero no mejoras, donde quizás haya mucha organización, pero falta la amabilidad. Es sorprendente que, siendo precisamente ese nuestro mundo no hayamos caído todavía en la cuenta de que la raíz de sus defectos estriba en su constante negación de la feminidad y de la familia.
Conferencia pronunciada en el Club Adara de Granada el 21-4-1983 y publicada con retoques en la revista Philosophica (Universidad de Valparaíso-Chile) 11 (1988) 187-199.