–Mire usted que también este tema…–El Señor me ayudará.
Quiero tratar de la actitud nociva de los filo-lefebvrianos dentro de la Iglesia católica, no sin antes describir muy brevemente la posición de lefebvrianos y anti-lefebvrianos. Trato especialmente de los filo-lefebvrianos porque nos quedan cerca, y rondan continuamente a los confesores y defensores de la ortodoxia católica.
—Los lefebvrianos consideran a Mons. Lefebvre como el San Atanasio de nuestro tiempo, y a la Fraternidad sacerdotal de San Pío X (FSSPX) como garante imprescindible de la ortodoxia doctrinal y litúrgica de la Iglesia. El Obispo lefebvriano Bernard Tissier de Mallerais, autor de una gran biografía de Mons. Marcel Lefebvre (1905-1991), entiende su vida «como una bella línea ascendente» (Marcel Lefebvre, une vie, Clovis 2002, 2ª ed.). Sacerdote misionero, Obispo de Senegal (1947), es elegido superior de la congregación de Espíritu Santo (1962). Dimite de este cargo para fundar en Écône, Suiza, la FSSPX (1970), que en el tiempo postconciliar se significa muy notablemente por su adhesión cerrada a la Misa antigua y por su oposición a algunas doctrinas del Vaticano II.
La Santa Sede aplica ciertas sanciones a él y a su Fraternidad. Firme en sus intentos, Lefebvre celebra en 1976 la «messe interdite» (la misa prohibida) ante 10.000 fieles y 400 periodistas. Y su nombre adquiere todavía más resonancia cuando en 1988, sin la autorización necesaria de la Santa Sede, ordena en Écône ante las televisiones de numerosas naciones a cuatro Obispos para el servicio de la Fraternidad. El Obispo consagrante y los cuatro ordenados incurren por ello en pena de excomunión latæ sententiæ.
Tissier de Mallerais, rector un tiempo del Seminario de Écône y uno de los cuatro Obispos ordenados por Mons. Lefebvre, escribe la «fascinante biografía» de este «cavalier seul» en la Iglesia, y nos descubre «el misterio de un hombre que si tuvo una extraordinaria seguridad en sí mismo fue porque tuvo una extraordinaria seguridad en Dios» (ib. 10).
—Los anti-lefebvrianos distan extremadamente en doctrina y espíritu de Mons. Lefebvre y de la FSSPX, y sienten por ellos una gran aversión. Por eso protestaron con dureza cuando Benedicto XVI levantó la excomunión de los Obispos lefebvrianos (21-I-2009). Este acto ocasionó entre ellos una resistencia furiosa, pues están convencidos de que los lefebvrianos deben ser rigurosamente mantenidos fuera de la comunión eclesial. Incluso los Obispos de Alemania en una Declaración colectiva (5-III-2009) expresaron grandes reticencias sobre esta medida del Sucesor de Pedro. La resistencia que los anti-lefebvrianos presentaron fue tan grande que el mismo Papa estimó conveniente justificar el indulto en una Carta posterior dirigida a todos los Obispos de la Iglesia (10-III-2009):
«Este gesto discreto de misericordia hacia los cuatro Obispos», por múltiples razones «ha suscitado dentro y fuera de la Iglesia católica una discusión de una vehemencia como no se había visto desde hace mucho tiempo». Pero «la remisión de la excomunión tiende al mismo fin al que sirve la sanción: invitar una vez más a los cuatro Obispos al retorno. Este gesto era posible después de que los interesados reconocieran en línea de principio al Papa y su potestad de Pastor, a pesar de las reservas sobre la obediencia a su autoridad doctrinal y a la del Concilio».
No deja de ser curioso que precisamente aquellos que muestran la mayor dureza contra los lefebvrianos son precisamente quienes manifiestan una mayor indulgencia hacia tantos pastores y teólogos que ofenden gravemente la fe y la disciplina de la Iglesia. Es indudable que esta grave falta de caridad eclesial dificulta no poco el regreso de la FSSPX a la plena comunión de la Iglesia católica.
Nosotros, obviamente, nos sentimos mucho más próximos a los lefebvrianos que a aquellos numerosos pastores y teólogos «católicos» que han perdido la fe, ya que niegan o ponen en duda la divinidad de Cristo, la virginidad de María, la unicidad de la salvación por Cristo, la presencia eucarística, la distinción real entre el sacerdocio ministerial y el común, la existencia de los ángeles, del purgatorio y tantas otras verdades de la fe católica.
Por el contrario, los seguidores de Lefebvre confiesan con nosotros esa «una sola fe» de la Iglesia, y por eso les tenemos estima, y denunciamos todo intento de demonizarlos, pues queremos favorecer su total reincorporación a la Iglesia. Sin embargo, no por eso olvidamos que, como dice Benedicto XVI, guardan ellos todavía «reservas sobre la obediencia a la autoridad doctrinal del Papa y a la del Concilio», y que por eso mismo deben «retornar» a la plena comunión de la Iglesia.
—Los filo-lefebvrianos comparten en mayor o menor medida las posiciones de los lefebvrianos. De ellos quiero tratar ahora con mayor amplitud. Por supuesto, vale para los lefebvrianos a fortiori la crítica que haré de los filo-lefebvrianos. Éstos son con frecuencia buenos y fieles cristianos, pero su filo-lefebvrismo, más o menos pronunciado, les daña mucho y escandaliza a no pocos católicos, sobre todo a los menos formados, suscitando en ellos confusión, desconfianza en el Papa, aversión al Concilio Vaticano II y a la liturgia actual de la Iglesia.
Los filo-lefebvrianos obstaculizan en gran medida el regreso de la FSSPX a la plena comunión con la Iglesia católica. Aunque pueda parecer una paradoja, es así. Ellos, sin ser lefebvrianos, asumen gran parte de sus tesis principales, comprenden o incluso justifican la ordenación de los cuatro Obispos, consideran algunos documentos del Concilio inconciliables con el Magisterio anterior, ven con aversión la Misa de forma ordinaria –llegando algunos a negar su validez–, condenan de forma implacable algunos gestos de Juan Pablo II y de la Iglesia en el postconcilio, y de este modo, aunque no lo pretendan, están dando la razón a los lefebvrianos, les fortalecen en sus posiciones, y por eso, sin duda, están dificultando gravemente su reincorporación a la plena comunión de la Iglesia católica. Consiguen de hecho justamente lo contrario de lo que pretenden.
He descrito ya someramente la fisonomía de los católicos filo-lefebvrianos. Pero ya se comprende que su identidad no puede ser definida con exactitud, pues se realiza en innumerables grados. Hay casos en que el filo-lefebvrismo no pasa apenas de ser una valoración grande, pero no del todo bien entendida, de la Tradición católica. Pero en otros casos, hay católicos próximos al lefebvrismo que casi se identifican con los lefebvrianos, sobre todo cuando admiten como legítimas las causas que ocasionaron «el acto cismático» de la ordenación de los Obispos de la FSSPX.
Los filo-lefebvrianos, por supuesto, no reconocen en modo alguno su condición, como tampoco los semipelagianos admitían su semipelagianismo, ni los jansenistas reconocían serlo. Si les reprochamos algunas de sus actitudes, señalándoles, por ejemplo, algunas palabras publicadas que nos parecen inconciliables con la plena fidelidad al Papa, al Vaticano II y a la Iglesia, es casi seguro que justificarán cerradamente su posición, con prolijidad de datos y argumentos, demostrándonos de modo indiscutible que ellos no son lefebvrianos. Pero no nos demuestran que no sean filo-lefebvrianos, que es lo que convendría que demostraran, respondiendo a las objeciones que les ponemos.
Limitaré aquí y ahora mis consideraciones a la ordenación ilegítima de los cuatro Obispos de la FSSPX, a la aceptación del Vaticano II y a ciertos gestos del Papa Juan Pablo II. Dejo en cambio de lado muchas otras quæstiones disputatæ en torno a la validez y licitud de la Misa postconciliar, el decreto Dignitatis humanæ, el cumplimiento del precepto dominical con la Misa de la FSSPX, el status actual de los lefebvrianos en la Iglesia, etc. Y paso al tema principal:
Los filo-lefebvrianos más extremos afirman con los lefebvrianos que «Mons. Lefebvre obró siempre con una conciencia buena y recta, también al ordenar Obispos. Cuando la obediencia a ciertas normas de la Iglesia choca contra aquello que la conciencia muestra con certeza moral como Voluntad divina, debe seguirse la conciencia. Es el caso de Lefebvre, que se decide a quebrantar la ley canónica, viendo a la Iglesia en estado de extrema necesidad: “il s’agit d’une nécessité évidente… parce que Rome est dans les ténèbres” (Tissier 575) [1]. Él estima que sin la FSSPX el pueblo cristiano corre grave peligro de perderse, pues la Iglesia se aleja de la plena ortodoxia doctrinal y de la liturgia verdadera tradicional. En estas circunstancias, ordenar unos Obispos que mantengan la FSSPX, imprescindible para la salvación de la Iglesia, es un deber absoluto, pues “salus animarum suprema lex”». A estas argumentaciones respondeo dicendum:
Contraponer la ley de la Iglesia y la conciencia bien formada es una de las causas hoy más frecuentes de la degradación doctrinal y pastoral: con «buena conciencia», siempre que las circunstancias lo requieren, se celebran «misas» sin sacerdote, se practica en forma crónica en los matrimonios la anticoncepción, etc. Pero la fe católica nos enseña otra cosa. No está bien formada la conciencia que rechaza obedecer leyes gravísimas de la Iglesia, porque para que la conciencia personal sea recta y bien formada, no basta que se ajuste solo a sí misma (auto-nomos, autonomía de la conciencia), sino que debe obedecer a los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Mons. Lefebvre no podía tener clara conciencia de que la ordenación ilegal de los Obispos era la Voluntad de Dios. No podía confundir la Voluntad divina con la suya.
Ordenar Obispos sin permiso de la Santa Sede es un acto gravemente malo, que la Iglesia sanciona con la excomunión, y es también un sacrilegio, un abuso grave en materia de sacramentos (Catecismo 2120). Nunca, por tanto, puede justificarse esa acción por un fin noble, a no ser que condiciones extremas hagan imposible el cumplimiento de esta ley eclesiástica, como pudo suceder en algunas ordenaciones realizadas en China, cuando allí no era posible ni siquiera comunicarse con Roma: ad impossibilia nemo tenetur. Mons. Lefebvre, sin estar en circunstancias análogas, al ordenar cuatro Obispos para la FSSPX, desobedeció una ley muy importante de la Iglesia, y no solo hizo esas consagraciones sin el permiso del Papa, sino que las hizo contrariando conscientemente la voluntad expresa del Pastor universal de la Iglesia.
1.– La ley de la Iglesia ordena: «a ningún Obispo le es lícito conferir la ordenación episcopal sin que conste previamente el mandato pontificio» (c. 1013). Tan grave es la prohibición, que el Obispo que eso hiciera y los ordenados «incurren en excomunión latæ sententiæ reservada a la Santa Sede» (c. 1382).
2.– Juan Pablo II, unos días antes de aquellas ordenaciones, trata de disuadir a Mons. Lefebvre con una carta, que termina diciendo: «Os invito ardientemente a volver humildemente a la plena obediencia al Vicario de Cristo. No solamente os invito a ello, sino que os lo pido por las llagas de Cristo, que la víspera de su Pasión pidió por sus discípulos “a fin de que todos sean uno”. A esta petición e invitación uno mi plegaria cotidiana a María Madre de Cristo. Querido hermano, no permitáis que el año dedicado de una manera muy especial a la Madre de Dios traiga una nueva herida a su corazón de Madre. Vaticano, 9 de junio de 1988, Juan Pablo II». Mons. Lefebvre resiste este mandato, presentado humildemente por el Papa como un ruego extremadamente apremiante.
Las ordenaciones episcopales de Mons. Lefebvre son, pues, un acto gravemente cismático. Pocos días después de realizadas, Juan Pablo II, en la Carta Apostólica-Motu proprio Ecclesia Dei (2-VII-1988), denunciaba con gran dolor la «ilegítima ordenación episcopal» realizada por Mons. Lefebvre, y decía:
«ese acto ha sido en sí mismo una desobediencia al Romano Pontífice en materia gravísima y de capital importancia para la unidad de la Iglesia, como es la ordenación de obispos, por medio de la cual se mantiene sacramentalmente la sucesión apostólica. Por ello, esa desobediencia –que lleva consigo un verdadero rechazo del Primado romano– constituye un acto cismático (canon 751). Al realizar ese acto [18-VI-1988], a pesar del monitum público que le hizo el cardenal Prefecto de la Congregación para los Obispos el pasado día 17 de junio, el reverendísmo mons. Lefebvre y los sacerdotes Bernard Fellay, Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson y Alfonso de Galarreta, han incurrido en la grave pena de excomunión prevista por la disciplina eclesiástica (canon 1382)». El citado canon 751 citado por el Papa afirma que el cisma es «el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice».
El primer error-pecado de Lefebvre y de los lefebvrianos estuvo y está en el discernimiento condenatorio de la Iglesia presente y concretamente del Papa Juan Pablo II, como veremos en otro artículo.
Mons. Lefebvre en una reunión con sus más íntimos colaboradores: «On ne peut suivre ces gens-là, c’est l’apostasie, ils ne croient pas à la divinité de Notre Seigneur Jésus-Christ […] Procédons au sacre!», a la ordenación de Obispos (Tissier 578) [2]. En un encuentro (1987) con el Card. Ratzinger, prefecto de la Congregación de la Fe: «Le schisme? rétorque Mgr Lefebvre. Si schisme il y a, il est bien plus le fait du Vatican avec Assise et […] c’est la rupture de l’Église avec son magistère traditionnel. L’Église contre son passé et sa Tradition, ce n’est pas l’Église catholique; c’est pourquoi il nous est indifférente d’être excommuniés par cette Église libérale, oecuménique, révolutionnaire» (ib. 576) [3]. «Rome a perdu la foi, Roma est dans l’apostasie, on ne peut faire confiance à ce mond-là» (ib. 577) [4].
El segundo error-pecado fundamental de Lefebvre y de los lefebvrianos estuvo y está en creer que ellos son necesarios para impedir que la Iglesia se derrumbe por un precipicio de errores heréticos y de liturgias sacrílegas. Eso es lo que piensan: la Iglesia, en este momento de su historia, tiene para salvarse absoluta necesidad de nosotros. Nos vemos, pues, en la grave obligación moral de perdurar y crecer, lo que no es posible si no es ordenando Obispos. Por tanto, aunque ya sabemos que esto atenta gravemente contra la ley de la Iglesia y la voluntad expresa del Papa, sin embargo, a pesar de todo lo haremos. Realizaremos ese acto aun previendo que caerán sobre nosotros anatemas y excomuniones. Y ahí tienen ustedes a no pocos filo-lefebvrianos, que justifican esa decisión o que al menos la comprenden con benevolencia –suspenden el juicio–, dañándose a sí mismos y escandalizando al pueblo de Dios.
En una entrevista con periodistas (9-XII-1983) Mons. Lefebvre había anunciado ya la ordenación de Obispos como una posible necesidad de conciencia: «Je pense quand même qu’apparemment ce serait un acte de rupture avec Rome, qui serait grave. Je dis encore “apparemment”, parce que je pense que devant Dieu il est possible que mon geste soit un geste nécessaire pour l’histoire de l’Église, por la continuation de l’Église, […] du sacerdoce catholique. Alors je ne dis pas qu’un jour je ne le ferai pas, mais dans des cinconstances encore plus tragiques» (Tissier 571) [5]. Éstas se produjeron, a su juicio, en la reunión de Asís: «C’est diabolique… C’est une impiété inqualifiable envers Notre Seigneur Jésus-Christ» (ib. 563-564) [6].
Son falsas las premisas mayores que llevaron al cisma a la FSSPX. Y todos los males lefebvrianos procedieron y proceden de esos errores. El Señor no necesita de nadie para salvar su Iglesia, y por puro amor a ella, no por necesidad, emplea para ello normalmente la mediación de sus miembros, Pastores y fieles. Pero emplea precisamente la mediación activa de quienes, bajo la moción de su gracia, cumplen humildemente las leyes canónicas y los mandatos del Papa. Por el contrario, quebrantando la ley de la Iglesia y resistiendo una voluntad que el Papa expresa con su autoridad de Pastor universal, no puede realizarse ninguna acción salvífica. Solo pueden producirse enormes daños a la Iglesia. Los pastores que, sin pasar por la puerta, entran en el redil para apacentar el rebaño «son ladrones y salteadores» (Jn 10,1-9).
Es la Iglesia la que nos salva a nosotros. En la ignorancia de esta verdad tan central parecen coincidir los modernistas progresistas y los integristas más extremos. El Concilio Vaticano II la enseña claramente: solo la Iglesia «es necesaria para la salvación» (LG 14), solo ella es el «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1). No somos nosotros los que salvamos a la Iglesia, por muchos aprietos que a veces sufra ella a causa de los errores, abusos y pecados de sus miembros. Se sale Mons. Lefebvre del esplendor de la verdad cuando piensa y dice que la ordenación de sus Obispos es «un geste nécessaire pour l’histoire de l’Église, por la continuation de l’Église».
Con el favor de Dios, seguiré con el tema.
José María Iraburu, sacerdote
Traducción de los textos en francés
[1] Se trata de una necesidad evidente… porque Roma está en las tinieblas.
[2] No se puede seguir a esa gente, es la apostasía, no creen en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo… Procedamos a la consagración [de Obispos].
[3] ¿Un cisma? replica Mons. Lefebvre. Si es que hay un cisma, más bien está en el hecho del Vaticano en Asís y […] está en la ruptura de la Iglesia con su Magisterio tradicional. La Iglesia contra su pasado y su Tradición no es ya la Iglesia católica; y por eso para nosotros es indiferente ser excomulgados por esta Iglesia liberal, ecuménica, revolucionaria.
[4] Roma ha perdido la fe, Roma está en la apostasía, no es posible poner la confianza en ese mundo.
[5] Pienso yo que aparentemente será un acto de ruptura con Roma, lo que será grave. Y digo que “aparentemente", porque pienso que ante Dios es posible que mi gesto sea un gesto necesario para la historia de la Iglesia, para la continuación de la Iglesia […], del sacerdocio católico. Así pues, no digo yo que un día no lo haga, pero en unas circunstancias todavía más trágicas.
[6] Es algo diabólico… Es una impiedad incalificable hacia Nuestro Señor Jesucristo.