DARWINISMO SOCIAL: LA BIOLOGÍA APLICADA A LA POLÍTICA (6ta. parte)

1.5. DARWIN Y LAS RAZAS HUMANAS


Las ideas de Darwin sobre las razas son, en algunos aspectos, más avanzadas de lo que se estilaba en la Inglaterra del siglo XIX, como trataré de mostrar. Pero en otros muchos aspectos comparten los prejuicios racistas dominantes de la época. La obra en la que Darwin trata más explícitamente este tema es El origen del hombre y la selección en relación al sexo. En ella dedica un capítulo específico a las razas humanas. El primer problema que aborda es si éstas constituyen especies separadas o no, exponiendo los argumentos que apoyan una u otra hipótesis. Aunque no se define claramente a favor de ninguna de las dos, tiende a considerar que las razas humanas constituyen subespecies: “es casi indiferente que se designen con el nombre de razas las diversas variedades humanas, o que se les llame especies y subespecies, aunque este último término parece ser el más propio y adecuado” Darwin.

Hoy en día esta polémica resultaría completamente obsoleta. La discusión más bien sería si, desde el punto de vista biológico, se puede hablar con propiedad de razas humanas o no. Pero en la época de Darwin esto no estaba tan claro, por la sencilla razón de que los conceptos de especie y subespecie no tenían un significado unívoco. Precisemos sus significados actuales.

“Las especies son grupos de poblaciones naturales con cruzamiento entre sí que están aislados reproductivamente de otros grupos” (Mayr, 1992, p. 42)

La subespecie, por el contrario, es sinónimo de raza geográfica:

“Las razas, si se definen formalmente, son subespecies. Las subespecies son poblaciones que ocupan una subdivisión geográfica concreta de la distribución de una especie, y que son suficientemente diferentes en cualquier serie de sus rasgos como para ser taxonómicamente reconocibles […]. Son categorías de conveniencia […]. Las subespecies representan la decisión personal del taxónomo acerca de cuál es el mejor modo de representar la variación geográfica (Gould, 1987, pp. 201-202).

El concepto de especie es claro y bien delimitado biológicamente, ya que parte de la premisa de que los miembros de una misma especie se pueden cruzar entre sí, pero no pueden hacerlo con miembros de otras especies, por ser estos cruzamientos inviables. En este sentido las fronteras de la especie son nítidas. No puede decirse lo mismo de las subespecies. Estas son variedades dentro de una misma especie y pueden, en consecuencia, cruzarse entre sí dando una descendencia completamente fértil. Los límites entre ellas son relativos y arbitrarios, y dependen de los criterios particulares empleados para definir las distintas subespecies.
Para Darwin y sus contemporáneos, el concepto de especie no tenía un significado tan preciso como el actual y el aislamiento reproductor no constituía un criterio de demarcación suficiente. Darwin lo reconoce claramente cuando afirma que

“Si se llegara, de todas suertes, a la demostración de que todas las razas humanas cruzadas son del todo fecundas, aquel que quisiera por otras causas tenerlas por especies distintas podría con justicia observar que ni la fecundidad ni la esterilidad son criterios infalibles de la distinción específica […]. La fecundidad completa de las diferentes razas humanas entrecruzadas, aun cuando estuviera probada, no había de impedirnos considerar esas razas como especies distintas” (Darwin, 1980, pp. 169-170).

A pesar de esto, la idea de que la especie constituye una entidad biológica singular no es ajena a su pensamiento, como lo prueba la opinión que mantiene sobre la polémica entre monogenistas y poligenistas a propósito de las razas:

“La cuestión de saber si el género humano se compone de una o muchas especies ha sido ampliamente discutida desde hace mucho tiempo por los antropólogos, dividiéndose al fin en dos escuelas, la monogenista y la poligenista. Los que no aceptan el principio de la evolución tienen que considerar las especies como creaciones separadas o como entidades en cierto modo distintas […]. Por el contrario, los naturalistas, que admiten el principio de la evolución, como la mayoría de los más modernos, no encuentran dificultad ninguna para reconocer que todas las razas humanas provienen de un tronco único primero; y esto sentado, les dan, según conviene, el nombre de razas o de especies distintas, a fin de indicar la importancia de sus diferencias”.

Darwin apoya claramente la postura monogenista, que sostienen que las distintas razas se originaron por diversificación a partir de una sola especie ancestral porque considera que, desde un punto de vista evolutivo, es “inadmisible que los descendientes modificados de dos organismos, que difieren uno del otro de un modo señalado, puedan después converger en punto tal, que el conjunto de su organización sea casi idéntico”. Esta valoración, plenamente correcta, implica una concepción de especie como entidad biológica discreta, con características diferenciales no reducibles mediante entrecruzamiento interespecífico. En este punto su posición es tan clara que llega a afirmar que “cuando los principios de la evolución sean universalmente aceptados, cosa que antes de mucho no dejará de suceder, la discusión entre monogenistas y poligenistas habrá por completo terminado”.
El punto de vista de Darwin sobre las razas humanas es realmente contradictorio. Con más precisión deberíamos decir que posee varios puntos de vista. Por un lado, considera que las razas muestran notables diferencias en sus características propias y que estas diferencias siguen una jerarquía que va desde las razas que denomina salvajes y que él cree inferiores, hasta las razas civilizadas, con los blancos caucasianos a la cabeza:

“Las diferencias de este género que existen entre los hombres más eminentes de las razas más cultas y los individuos de las razas inferiores, están escalonadas por delicadísimas graduaciones”. Darwin. El origen del hombre.

En un extremo, “las naciones occidentales de Europa, que tantas ventajas llevan en el presente a su progenitores salvajes, se encuentran, por decirlo así, en la cima de la civilización”. En el otro, los nativos australianos, escasamente dotados: “la mentalidad de uno de los salvajes inferiores, a quien faltan palabras para expresar una cantidad numérica mayor que cuatro, y a quien con dificultad se le oiga usar término alguno abstracto para expresar objetos comunes o afecciones del ánimo”.
Un aspecto característico de la idea de inferioridad racial reside en la creencia de que la arquitectura cerebral en el caso de las razas consideradas inferiores tiene un cierto parecido con la de los monos:

“El cráneo de estos idiotas (los idiotas microcéfalos) es más pequeño y las circunvoluciones del cerebro son menos complejas que las del hombre en sus estado normal. El seno frontal, ampliamente desarrollado y trazando proyección sobre las cejas, y, asimismo, el extraordinario prognatismo de sus mandíbulas, dan a estos idiotas cierta semejanza con los tipos inferiores de la humanidad […]. Podemos considerar el simple cerebro de un idiota microcéfalo, en tanto que se asemeja al de un mono, como un ejemplo de retroceso”. Darwin. El origen del hombre.

No es de extrañar que atribuyéndoles esas semejanzas anatómicas, también se le atribuyan propiedades o facultades comunes: “Bien conocida es la propiedad de imitación que se nota en los monos, de la cual se hallan también dotados los salvajes más atrasados”.
A la hora de caracterizar lo que llama “los tipos inferiores de la humanidad”, Darwin no duda en asimilar la supuesta falta de desarrollo de ciertas aptitudes con la de los animales:

“A juzgar por los horribles adornos y por las músicas no menos desagradables que prefieren la mayoría de los salvajes, podría deducirse que sus facultades estéticas se encuentran en inferior estado de desarrollo al que han alcanzado algunos animales, por ejemplo, las aves. Es evidente que ningún animal será capaz de admirar espectáculos como una hermosa noche serena, un bello paisaje o una música clásica; pero gustos tan refinados como éstos se adquieren por la cultura y dependen de asociaciones de ideas muy complejas, que no pueden tampoco ser apreciadas por los bárbaros, ni aun por persona sin cultura”.

Otro tanto se podría decir de las facultades mentales: “por lo notorio no es menester que insistamos en la variabilidad o diversidad de las facultades mentales en los hombres de una misma raza, sin mencionar por supuesto las diferencias mucho mayores de los individuos de distintas razas”.
Todas estas ideas, y otras por el estilo, eran dominantes en la época de Darwin, e incluso después. Constituían lugares comunes, basados en prejuicios que se transmitían sin la más mínima consideración crítica. Darwin, como hemos visto, no era ajeno a ellos. Sin embargo, en su caso se combinan con consideraciones distintas sobre estos mismos temas, algunas en abierta contradicción con las valoraciones antes manifestadas. Las diferencias generales entre razas, por ejemplo, las relativizará notablemente advirtiendo que se basan, sobre todo, en pequeñas diferencias externas: “las razas humanas, aun las más distintas, tienen formas harto más semejantes de lo que a primera vista se cree […]. Sin querer, nos dejamos influir muy mucho por el color de la piel y del pelo, las pequeñas diferencias de las facciones y expresión del rostro”, e insistirá en que “entre todas las diferencias que existen entre las razas humanas, la más notoria y la más pronunciada es el color de la piel”. La descripción de las diferencias y semejanzas generales sigue este mismo criterio:

“Aunque las razas humanas existentes difieren entre sí por varios conceptos, como son el color, cabellos, forma del cráneo, proporciones del cuerpo, etc., sin embargo, consideradas en su estructura total, se halla que se asemejan mucho en un sinfín de puntos. Gran parte de éstos son de tan poca importancia, o de naturaleza tan especial, que es muy difícil suponer que hayan sido adquiridos independientemente por razas o especies desde su principio distintas. La misma observación tiene igual o mayor fuerza respecto a los varios puntos de semejanza mental que existen entre las razas humanas más distintas”.

Esta relativización de las diferencias raciales es especialmente notoria en lo referente a las facultades mentales, hasta el punto de realizar afirmaciones en las que niega que existan tales diferencias. Así dirá que “las diversas razas poseen una misma inventiva semejante, o sea, las mismas facultades mentales”, en abierta contradicción con sus propios puntos de vista, sobre todo cuando se trata de las partes emocionales, aunque mucho, asimismo, en sus facultades intelectuales”. Estas opiniones, en ocasiones, las basa en su propia experiencia, que choca con los prejuicios existentes. Por ejemplo, refiriéndose a su viaje de cinco años en el Beagle recordará que “siempre me sorprendía considerablemente en el tiempo que viví con los fueginos, a bordo del Beagle, los mil numerosos rasgos de carácter que me probaban lo semejantes que eran sus facultades a las nuestras, y otro tanto advertí en un negro puro con quien tuve mucho trato”.
Repárese en esta alusión al carácter “puro” del negro. La creencia en la existencia de tipos puros en las razas era general. Darwin en más de una ocasión hará referencia a ella, como cuando habla de “la Australia del Sur, cuya última raza es “probablemente la más pura y homogénea en sangre, costumbres y lengua que existe en el mundo”. A esta pureza racial corresponderían las características propias y distintivas de cada raza. De aquí se derivaba el miedo, tan común, a la posible contaminación por mestizaje y la creencia en la consiguiente degradación por la influencia de la mezcla. Sin embargo, a pesar de estas referencias concretas, Darwin iba bastante contracorriente de la opinión general en este tema, señalando que “los caracteres distintivos de las razas humanas son harto variables […]. Difícil sería decir, ya que no imposible, cuál es el carácter que es siempre constante. Aun dentro de los límites de una misma tribu, están muy lejos los salvajes de ofrecer esos caracteres uniformes, como algunos pretenden”.
En el terreno de las actitudes Darwin adoptó una posición general contraria a la discriminación por motivos raciales. Aunque en esto también mostrará posiciones contradictorias. Piensa, por un lado, que la srazas inferiores serán exterminadas inexorablemente por las más civilizadas, sin realizar ningún juicio negativo de esta predicción. Más bien considera que corresponderá a un desarrollo lógico de la evolución:

“En algún momento del futuro, no muy lejano si lo medimos en siglos, las razas humanas civilizadas exterminarán y reemplazarán, casi con toda seguridad, a las razas salvajes del mundo entero. Al mismo tiempo, los simios antropomorfos […] serán sin ninguna duda exterminados. En aquel momento la brecha crecerá, pues limitará por un lado con un hombre en una fase más civilizada, cabe esperar, que la del caucasiano, y por el otro lado con algún simio de tan baja condición como el babuino. Ahora, en cambio, el negro o el australiano por un extremo, y el gorila por el otro, constituyen los respectivos límites”.

Pese a este vaticinio, Darwin no era un determinista estricto y, aunque con fuertes dosis de paternalismo, no creía que la desigualdad entre las razas fuese insuperable. Consideraba que la principal causa de desigualdad residía en los diferentes grados de desarrollo de la civilización más que en causas biológicas inamovibles, aunque éstas no estaban ausentes de su explicación. La civilización europea occidental era para él la cima del progreso, por lo que se trataría de acercar a los “salvajes”, escasamente civilizados, al camino de esta civilización “superior”. Pensaba, ciertamente, que el nivel alcanzado por la civilización estaba en relación con las capacidades intelectuales, y aceptaba que éstas eran hereditarias: “En la actualidad, las naciones civilizadas se han sobrepuesto en todas partes a las bárbaras […] siendo el principal instrumento de su triunfo, aunque no el único, el desarrollo de las artes, que, como se sabe, radica en las facultades intelectuales”. Sin embargo, se apartaba del determinismo al aceptar que el perfeccionismo de las facultades morales tenía más relación con factores sociales, como la educación o la religión, que con la acción directa de la selección natural.
Asimismo, se manifestará completamente contrario a la esclavitud, aunque cree que en el pasado pudo ser beneficiosa: “La esclavitud, aunque en cierto sentido beneficia en los tiempos antiguos, es un gran crimen; y, sin embargo, sólo hasta hace muy poco han venido a reconocerlo las naciones más civilizadas del mundo”. La actitud de Darwin ante la esclavitud fue siempre activamente abolicionista, ya desde su viaje a bordo del Beagle, y no dudó en mostrar los más duros reproches ante el trato vejatorio sufrido por los esclavos:

“Los que excusan a los dueños de esclavos y permanecen indiferentes ante la posición de sus víctimas no se han puesto jamás en el lugar de estos infelices, ¡qué porvenir tan terrible, sin esperanza del cambio más ligero! ¡Figuraos cuál sería vuestra vida si tuvieseis constantemente presente la idea de que vuestra mujer y vuestros hijos – esos seres que las leyes naturales hacen tan queridos hasta a los esclavos – os han de ser arrancados del hogar para ser vendidos, como bestias de carga, al mejor postor! Pues bien; hombres que profesan gran amor al prójimo, que creen en Dios, que piden todos los días que se haga su voluntad sobre la tierra, son los que toleran, ¿qué digo?, ¡realizan esos actos! ¡Se me enciende la sangre cuando pienso que nosotros, ingleses, que nuestros descendientes, estadounidenses, que todos cuantos, en una palabra, proclamamos tan alto nuestras libertades, nos hemos hecho culpables de actos de este género!” (Darwin. El viaje del Beagle)

Como hemos visto hasta aquí el pensamiento de Darwin con respecto a las razas reflejaba una variedad de puntos de vista, que iban desde la afirmación de la inferioridad más absoluta de las “razas salvajes” frente a las “razas civilizadas”, hasta la negación de la existencia de distinciones en las facultades mentales, reduciendo las diferencias al color de la piel y unos pocos rasgos externos más. De todos estos puntos de vista, las ideas jerárquicas de superioridad en inferioridad racial y de asimilación de las razas “inferiores” con un menor progreso evolutivo y social son, indudablemente, dominantes en su pensamiento, y no pocas de ellas no hacen sino reproducir lo que era un prejuicio común en su época. Su pensamiento evolucionista no significó el abandono de estas ideas, aunque sí modificó la forma de argumentación de algunas de ellas e hizo aparecer otras nuevas, más igualitarias y de mayor proximidad a la concepción de la moderna biología sobre la diversidad de la especie humana. Todas estas concepciones conviven, de forma contradictoria, en el pensamiento de Darwin.