–¿Y ahora qué hacemos? Mire usted lo que dicen en…
–Tranquilo. Bendigo al Señor en todo momento y su alabanza está siempre en mi boca. ¿Vale con eso?
En el artículo precedente expuse que la enfermedad lefebvriana tenía como causas principales un discernimiento condenatorio de la Iglesia postconciliar y de sus Papas, y una convicción de que la Fraternidad San Pío X era necesaria e imprescindible para la continuidad de la Iglesia. Una síntesis histórica vino a confirmar este diagnóstico. Y como medicina a esa enfermedad, se hace necesario reafirmar algunas verdades fundamentales de la fe en la Iglesia.
1. No existe más Iglesia que la Iglesia actual y visible, presidida por el Papa y por los demás sucesores de los Apóstoles. El que no cree en «esta Iglesia», no cree en ninguna, porque no existe otra. Una «Iglesia tradicional», una «Roma eterna» –al decir de Mons. Lefebvre–, si se entiende como distinta de la Iglesia presente, no es más que una entelequia inexistente. Cristo tiene un Cuerpo, uno solo, la Iglesia visible, palpable y audible, que es única en su triple condición terrestre, purgante y celestial.
En el siglo XVI, los errores de los deformadores Lutero y Calvino hicieron necesario que la Iglesia reafirmara su visibilidad social como una nota esencial de la Iglesia verdadera, pues para aquellos era una nota accidental. Por eso el Concilio de Trento, aunque no se ocupó directamente del misterio de la Iglesia, insistió notablemente en su condición institucional: valor objetivo de los sacramentos, poderes santificantes, jurídicos y pastorales de la Jerarquía apostólica, distinción específica del sacerdocio ministerial. La fe católica no admitía que la Iglesia quedara reducida a una comunidad invisible de gracia.
La eclesiología más antigua y tradicional, ya desde un San Ignacio de Antioquía, acentuada por la teología postridentina, desarrolla ampliamente en línea continua esta visión de la Iglesia, hasta llegar al Concilio Vaticano I, a las encíclicas Satis cognitum de León XIII (1896) y Mystici Corporis Christi de Pío XII (1943) y al Vaticano II. La Iglesia es una con Cristo: única Esposa suya, único Cuerpo suyo. Santo Tomás explicaba que el nombre de Iglesia puede tener una doble acepción: «designa únicamente el Cuerpo que está unido a Cristo, su cabeza… Pero en otro sentido, la palabra Iglesia designa la cabeza y los miembros unidos entre ellos» (IV Sent. d.49, q.4, a.3 ad4m): la cabeza y los miembros unidos entre sí inseparablemente, para siempre, como los esposos en la unión conyugal. Es un tema central del Vaticano II:
«Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Y la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino.
«Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16)» (Lumen gentium 8).
León XIII había enseñado ya en la Satis cognitum que «la Iglesia de Cristo es única y perpetua: quien se separa de ella se aparta de la voluntad y de la orden de Cristo nuestro Señor, deja el camino de salvación y corre a su pérdida» (n.9; merece la pena leer el desarrollo completo de la doctrina, cf. 3-11). Dicho en palabras vulgares: la única Iglesia existente es la que ustedes pueden ver, oir y tocar, con todas sus maravillas de gracia y santidad, de verdad y de bien, y con todas sus miserias, contradicciones, cobardías, suciedades y desobediencias. No hay otra Iglesia distinta de ella. Pueden ustedes quedarse dentro de «esta Iglesia» o salirse fuera si no la aguantan. Pero sepan bien que Iglesia no hay más que una. Por eso ciertas palabras de Mons. Lefebvre y de sus seguidores, que podrían hacer pensar otra cosa, son falsas. Aquellos insultos terribles, por ejemplo, contra «la Iglesia conciliar», la «Roma apóstata y adúltera», etc. son golpes dados al mismo Cuerpo de Cristo.
Al celebrar Mons. Lefebvre con Mons. Castro Mayer la ordenación cismática de cuatro Obispos, se desarrolló al seguir el ritual este diálogo: – «¿Tienen el mandato apostólico [para ordenar]? –Lo tenemos. –Léase. –Lo tenemos de la Iglesia romana siempre fiel a las santas tradiciones recibidas de los Apóstoles»… (Tissier 593). La fórmula suena bien, pero no vale: es puramente ilusoria. Carecían por completo de «mandato apostólico» para consagrar Obispos, porque San Pedro solo da ese mandato apostólico a través de su Sucesor, el Obispo de Roma, presidida entonces por Juan Pablo II, que en una carta personal a Mons. Lefebvre le mandó con máximo apremio que no ordenase.
2. Credo in Ecclesiam. Es «la fe en la Iglesia», Mater et Magistra, la que nos abre la mente a todas «las verdades de fe» que ella enseña. Esta realidad queda claramente manifestada en el mismo rito del Bautismo: «¿qué pides a la Iglesia? –La fe». Por tanto es la fe en la Iglesia la que hace posible creer todas las verdades de la fe católica. ¿Por qué creemos, por ejemplo, que en la Eucaristía está Cristo presente «real, verdadera y substancialmente»: ¡porque así lo cree y enseña la Iglesia!. Juan 6, «mi cuerpo es verdadera comida», y otros textos afines, pueden recibir cientos de interpretaciones diversas.
Santo Tomás enseña que «el objeto formal de la fe es la Verdad primera, manifestada en las sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia… Por eso es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a todo lo que ella enseña. Por el contrario, si de las cosas que la Iglesia sostiene admite unas y rechaza otras libremente, entonces no da ya su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad» y juicio (STh II-II,5, 3). Traté ya de este tema en dos artículos: en Creo en la Santa Iglesia Católica, en la de ayer y en la actual, y en Son teólogos que han perdido la fe (60-2).
Credo ut inteligam podría traducirse, forzando un poco el sentido original agustiniano y anselmiano, «creo en la Iglesia para poder recibir en mi mente sus doctrinas». Por tanto: –el orden mental verdadero es éste: creemos en las verdades de la fe católica «porque la Iglesia las enseña»; y –el orden falso es el inverso: creemos en la Iglesia católica «porque estimamos verdaderas sus doctrinas». Esta segunda posición puede ser verdadera en cuanto que no pocos conversos, por ejemplo, han llegado a creer en la Iglesia convencidos por las verdades formidables, absolutamente coherentes entre sí, que ella sola afirma y mantiene. Pero es errónea cuando se condiciona la fe en la Iglesia a que ella tenga la doctrina que “yo” o que “nosotros” creemos verdadera. Tal actitud está mucho más cerca del «libre examen» luterano de lo que parece a primera vista. La fe en la Iglesia es la puerta de entrada a todo el mundo de las verdades de la fe católica.
Consiguientemente, cuando Lefebvre declara que «la Iglesia conciliar» ha caído en la apostasía y que ha roto con la Tradición verdadera, está atacando la única Iglesia existente, está socavando la Roca sobre la que se levanta todo el edificio de la fe cristiana. Y en vano tratará de sostener su casa espiritual en el fundamento de una «Iglesia romana siempre fiel a las tradiciones de los Apóstoles», distinta de la presente, porque no existe.
3. La enseñanza personal del Papa y la del episcopado universal que permanece unido a él, disperso por el mundo o reunido en concilio, es infalible cuando en materia de fe y costumbres propone a los fieles unas verdades para que las sostengan como de fe. Nuestro Señor Jesucristo dijo al conjunto de los apóstoles: «el que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,16), y constituyó a Pedro, a él, personalmente, como roca fundamental de la Iglesia (Mt 16,18), encomendándole «confirmar en la fe» a sus hermanos (Lc 22,32).
No intentaré resumir aquí la doctrina católica sobre la infalibilidad de la Jerarquía apostólica 1º- cuando enseña verdades reveladas o anexas a ellas, proponiéndolas a los fieles como verdades de fe, y 2º- cuando gobierna con decisiones pastorales y canónicas al pueblo que el Buen Pastor le ha confiado. En el Concilio Vaticano II (LG 18, 25) y en el Catecismo de la Iglesia (85-88, 891, 2030-2046) podemos hallar esta doctrina expuesta de modo suficiente. Y no es la misma, por supuesto, la asistencia infalible del Señor cuando la Iglesia enseña y cuando la Iglesia gobierna y dispone pastoralmente ciertos medios. Por eso respecto de este segundo aspecto de la infalibilidad eclesial creo conveniente recordar una doctrina clásica que expone el P. Faynel:
«En las decisiones de orden general (grandes leyes de la Iglesia, disposiciones permanentes del derecho canónico, impedimentos del matrimonio de derecho eclesiástico [promulgación de Ritos litúrgicos renovados sobre la Misa y los Sacramentos, añado yo], la Iglesia goza de una asistencia prudencial infalible, entendiendo por ella una asistencia [de Cristo] que garantiza la prudencia de cada una de esas decisiones; no solamente en el sentido de que no pueden contener nada de inmoral o de contrario a la ley divina, sino que serán todas ellas positivamente benéficas. No traduzcamos, sin embargo, mal estas palabras, en el sentido de “serán decisiones perfectas”».
«En las decisiones de orden particular (organización sinodal de una diócesis, procesos de nulidad de un matrimonio, etc.), la Iglesia goza de una asistencia prudencial relativa, entendiendo por ella una asistencia que garantiza el valor del conjunto de esas decisiones, pero que no lo garantiza considerada en particular cada una (collective sed non divise)» (L’Église, vol. II, Desclée 1970, 100).
Las barbaridades dichas por Mons. Lefebvre y sus seguidores sobre la Liturgia católica postconciliar y sobre el Derecho Canónico renovado, concretamente, siendo éstos unos documentos promulgados por el Papa y recibidos de forma unánime por los Obispos de la Iglesia, son absolutamente inadmisibles.
4. Es contrario a la Tradición católica rechazar públicamente las enseñanzas y normas establecidas por los Concilios, especialmente por los Concilios Ecuménicos, aunque éstos hayan tratado predominantemente de asuntos pastorales y disciplinares. Por eso la actitud lefebvriana es incompatible con la Tradición católica.
En el concilio de Jerusalén, por ejemplo, se toman acuerdos puramente disciplinares, pero que son obligatorios (Hch 15,22-29) y que son recibidos por las Iglesias como un don que Dios les concede por mediación de los Apóstoles. San Pablo, acompañado de sus colaboradores, «atravesando las ciudades, les comunicaba los decretos dados por los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, encargándoles que los guardasen» (16,4).
La antigüedad cristiana venera siempre los sagrados cánones acordados en los sagrados Concilios, y más los Ecuménicos, aunque sean a veces exclusivamente disciplinares y no gocen de la infalibilidad propia de las declaraciones doctrinales y dogmáticas. En la autoridad de los Obispos presididos por Pedro o su delegado alcanza a ver la Tradición católica la autoridad de Cristo y de los Doce. Cuando el sagrado Concilio de Elvira (306), por ejemplo, acuerda 81 cánones conciliares, todos disciplinares, establece 81 sagrados cánones que deben ser respetados y cumplidos. Y más aún cuando los Concilio menores son confirmados por la Sede romana. La obra monumental de Joannes Dominicus Mansi, que recoge en más de 50 enormes volúmenes todos los grandes y mínimos Concilios, lleva el significativo nombre de Sacrorum Conciliorum Nova Amplissima Collectio.
Por tanto, la actitud católica hoy verdaderamente tradicional es respetar en sumo grado los acuerdos y enseñanzas del sagrado Concilio Vaticano II, Ecuménico XXI, como también todo el Magisterio apostólico precedente. Decir contra el Concilio, contra «Roma», palabras tan terribles como las dichas y escritas por Mons. Lefebvre y todavía difundidas hoy por la FSSPX –algunas palabras quizá no escuchadas desde los tiempos de Lutero–, constituye un grave escándalo, un gran daño para la Iglesia de Cristo.
Pueden ustedes ver algunos de los comentarios prolefebvrianos puestos a mis artículos anteriores (126), (127) y (129). Cito de entre ellos dos ejemplos: No vale decir «que se puede ser tradicionalista admitiendo una misa bastarda», «Una de las maldades del Concilio»… Cuando escuchamos hablar así a un buen cristiano, ejemplar esposo y padre, celoso de la educación cristiana de sus hijos, de misa y rosario diarios, trabajador, compasivo con los pobres, no necesitamos investigar mucho para descubrir de dónde procede esa actitud tan contraria a la Tradición católica, esos modos de hablar que jamás hubieran admitido nuestros antepasados.
5. El lefebvrismo conduce al sedevacantismo. Afirma Tissier de Mallerais que Mons. Lefebvre nunca aceptó incurrir en el sedevacantismo, porque, según decía, «ese espíritu es un espíritu cismático». A la «lógica teórica» de un P. Guérard des Lauriers, para quien Pablo VI era Papa «materialmente, pero no formalmente», él prefería atenerse a «una sabiduría superior: la lógica de la caridad y de la prudencia» (Tissier 534).
Sin embargo, es necesario reconocer que resulta muy difícil afirmar al mismo tiempo 1.-que «Roma» ha caído en la herejía y 2.-que el Papa sigue siendo el Vicario de Cristo. Si el Papa está envenenado de modernismo –síntesis de todas las herejías–, si la Sede de Pedro está bajo el poder del Anticristo, eso significa que no tenemos Papa, ya que «Roma ha caído en la herejía». La Cátedra romana está, por tanto, sede vacante, pues un Papa hereje no es verdaderamente el Papa. Y en efecto, notemos que ya muy pronto dudó Mons. Lefebvre de la verdadera identidad de Pablo VI como Papa:
«¿Cómo un sucesor de Pedro ha podido en tan poco tiempo causar más destrozos en la Iglesia que la Revolución del 89?… ¿Tenemos verdaderamente un papa o un intruso sentado en la sede de Pedro?» (8-XI-1979; Tissier 533). Y la misma pregunta continuó viva respecto de Juan Pablo II: «¿Cómo es posible, habiendo sido dadas las promesas de asistencia de Nuestro Señor Jesucristo a su Vicario, que este mismo Vicario haya podido al mismo tiempo, por sí mismo o por otros, corromper la fe de los fieles?» (Tissier 534).
Si efectivamente el lefebvrismo no fue y no es sedevacantista, es preciso reconocer sin embargo que conduce derechamente al sedevacantismo, como se ha podido comprobar al paso de los años en grupos ajenos a la FSSPX, y a veces duramente contrarios a ella, porque no llega a tanto como ellos quisieran.
6. El lefebvrismo se aproxima también en algunas cuestiones al «libre examen», concretamente cuando, sujetándose a sus propios modos de entender la Tradición y el Magisterio anterior al Vaticano II, se enfrenta abiertamente en graves materias con «la Iglesia conciliar». Y también cuando las decisiones de Mons. Lefebvre prevalecen sobre los discernimientos y mandatos de la Santa Sede. El Roma locuta, causa finita, queda así vaciado de sentido. Recordemos varios casos concretos: la Santa Sede estima necesaria la supresión de la FSSPX y el cierre de su Seminario; suspende a divinis a Mons. Lefebre; considera y declara cismáticas las ordenaciones episcopales que realiza; excomulga al Obispo ordenante y a los ordenados… Pero Mons. Lefebvre estima que todos esos discernimientos, lo mismo que las decisiones que les acompañan, son falsos, injustos y por tanto nulos. Él es consciente, por otra parte, de que la Santa Sede está perfectamente informada y posee todos los datos precisos para juzgar del asunto. Pero estima que no es la «Iglesia conciliar» la que ha de juzgarle a él, sino que es él quien debe juzgar a esta Iglesia. Y así es como su juicio prevalece sobre el de la Autoridad apostólica.
Por otra parte, en la estimación de Mons. Lefebvre aquellos católicos, Papa, Obispos y laicos, que hemos recibido sin reservas el Concilio Vaticano II y las reformas litúrgicas postconciliares, hemos «roto con la Tradición y caído en la herejía». «Le coup de maître de Satan» ha sido conseguir que nosotros, por la obediencia a las Autoridades romanas, hayamos sido conducidos a la perdición, a la corrupción de la fe. En fin, prefiero no seguir, y termino estas consideraciones aplicándolas a una de las cuestiones centrales de la disputa lefebvriana, la Misa de Pablo VI.
–La Misa postconciliar del Novus Ordo (1970), promulgada por el Papa Pablo VI y recibida por todos los Obispos católicos, es verdadera, santa y santificante, «porque así lo enseña y lo manda la Santa Madre Iglesia». Cuando el Papa da una aprobación solemne a unos Ritos litúrgicos renovados –Misa, Sacramentos, Horas–, está ejercitando al mismo tiempo su autoridad docente y su autoridad de gobierno pastoral. Y en los dos aspectos compromete la infalibilidad de la Sede de Pedro.
1.-La liturgia es el modo máximo del Magisterio ordinario de la Iglesia. El Papa es bien consciente de que al entregar unos libros litúrgicos a 4.000 Obispos, cientos de miles de sacerdotes y mil millones de bautizados católicos, para que ateniéndose a ellos celebren los Divinos Misterios, compromete la infalibilidad de su Magisterio pontificio, pues lex orandi, lex credendi. Sabe perfectamente que la liturgia «es el órgano más importante del Magisterio ordinario de la Iglesia» (Pío XI, al abad Capelle, 12-XII-1935; cf. Mediator Dei 1947,14). Se comprende por eso que en el Concilio de Trento fuera tan fuerte la reacción de la Iglesia frente a las terribles impugnaciones de Lutero contra de la Misa católica: «si alguno dijere que el Canon de la Misa contiene errores y que por esta causa se debe abrogar, sea anatema» (1562, Dz 1756, canon 6). Eso por un lado, pero por otro:
2.-La Autoridad apostólica de la Iglesia goza de una asistencia prudencial infalible cuando promulga unos Ritos litúrgicos, que siempre son evoluciones homogéneas de Ritos precedentes.
En consecuencia, por ambas razones a la vez, la Liturgia renovada después del Concilio Vaticano II ha de ser «creída» –Credo in Ecclesiam– y ha de ser «aceptada» como santa y santificante, como exenta de todo error y como positivamente benéfica para el pueblo cristiano. No es perfecta, por supuesto, y admite perfeccionamientos ulteriores que, muy probablemente, la Providencia divina nos concederá a su tiempo.
Es, pues, objetivamente un grave pecado y un escándalo rechazar de plano la Misa del Novus Ordo, calificándola públicamente de «Misa bastarda», «Misa de Lutero», «Misa de Bugnini», etc. Y tal barbaridad no puede ser justificada en modo alguno aduciendo infiltraciones masónicas, reuniones con expertos protestantes, Bugninis y relatos verídicos de los Cardenales Antonelli y Stickler. Es cierto, sin embargo, que Mons. Lefebvre, a pesar de los gravísimos calificativos que dedicó a la Misa nueva, no la consideraba propiamente herética, pero sí estimaba que conducía a la herejía –que no es poco– y que por tanto debía evitarse en todo lo posible (Tissier 489). Tal fue su resistencia a la Misa nueva, que antes de aceptarla, prefirió ver suprimida canónicamente la FSSPX; supresión, por supuesto, que consideró nula y sin efecto alguno.
–La Misa antigua y la Misa nueva, lamentablemente, se han visto duramente enfrentadas. Benedicto XVI, al comienzo de la Summorum Pontificum, hace historia de las vicisitudes de la Misa nueva y de la Misa antigua, y declara que ambas formas, ordinaria y extraordinaria, son el único Rito romano de la Misa.
De un lado, una de las causas principales de las prohibiciones o limitaciones del uso de la Misa antigua se da precisamente en el combate durísimo de Mons. Lefebvre y de otros con él contra la Misa nueva. No se veía otro modo de afirmar en la práctica la vigencia de la nueva Misa en la Iglesia Católica del postconcilio. Existió y todavía «existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano II y de que una de sus decisiones esenciales, la reforma litúrgica, se ponga en duda. Este temor es [hoy] infundado».
Y de otro lado, el combate contra la Misa renovada se produjo «sobre todo porque en muchos lugares no se celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo Misal, sino que éste llegó a entenderse como una autorización e incluso como una obligación a la creatividad, lo cual llevó a menudo a deformaciones de la Liturgia que llegaban al límite de lo soportable» (Summorum Pontificum).
El nuevo rito de la Misa, celebrado con fidelidad, sentido de lo sagrado y desarrollo de todas las modalidades que ofrece, es grandioso y lleno de majestad y belleza. Cumple con fidelidad la norma establecida por el Concilio Vaticano II: “los ritos deben resplandecer (fulgeant) con una noble sencilleza” (SC 34). Los abusos innumerables que la Misa nueva ha sufrido y sufre colaboran sin duda a su desprestigio. Pero no nos engañemos. Sería una trampa mental comparar la Misa nueva mal realizada con la Misa antigua celebrada con toda dignidad. Es cierto que de hecho los que pasan hoy al Misal antiguo, escapando del Misal nuevo mal celebrado, suelen normalmente celebrar la Misa mucho mejor que como suelen celebrarse muchas de las Misas nuevas. Pero esto depende mucho más del espíritu del sacerdote y de la comunidad que de la estructura misma de los ritos celebrados. A los admiradores de la Misa antigua, entre los cuales me cuento, les llevaría yo a participar en la Misa nueva celebrada en ciertas comunidades parroquiales y monásticas con todo su esplendor y belleza sagrada. A ver si se atrevían a considerarla como una Misa masónica y protestante, devaluada y secularizada.
No es tampoco del todo cierto –aunque algo tiene de verdad– que el Misal antiguo dejase menos margen a la mala celebración que el nuevo. Yo fui ordenado sacerdote en 1963, y podría recordarles algunos modos, no infrecuentes, de celebración de la Misa antigua que eran muy precarios. Recuerdo Misas durante las cuales se rezaba el Rosario, se hacían novenas desde el púlpito, se formaban filas de penitentes ante los confesonarios, un sacerdote predicaba durante toda la misa, guardando silencio solo durante la consagración y la comunión, los fieles con más formación «seguían la Misa» concentrados en sus misalitos bilingües. Mientras tanto, el sacerdote celebrante estaba allá al fondo de un presbiterio alto, revestido con una casulla relativamente moderna, ésa que deja los brazos descubiertos, desconocida antes del XVI, mucho menos tradicional que la casulla antigua y medieval, que cubre al sacerdote completamente como una casita (casula) o una capa (casubla)…
–Colaboremos con Benedicto XVI para alcanzar la Pax liturgica. Las dos formas de la Misa romana deben ser aceptadas por unos y por otros. En la Summorum Pontificum se manifiesta claramente esta intención y esperanza. «Se trata de llegar a una reconciliación interna en el seno de la Iglesia… No hay ninguna contradicción entre una y otra edición del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso, pero ninguna ruptura». Los sacerdotes, pues, que celebran la Misa en su modo ordinario deben respetar y apreciar la Misa antigua. Y del mismo modo, «obviamente, para vivir la plena comunión tampoco los sacerdotes de las Comunidades que siguen el uso antiguo pueden, en principio, excluir la celebración según los libros nuevos. En efecto, no sería coherente con el reconocimiento del valor y de la santidad del nuevo rito la exclusión total del mismo».
Credo in Ecclesiam. En el próximo artículo, que ruego a Dios sea el último de la serie, aplicaré estos mismos principios teológicos a otras quæstiones disputatæ del mundo lefebvriano.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– La Sala de Comentarios queda cerrada. Estoy dando unos Ejercicios a un grupo de buenos cristianos. Y tengan en cuenta que si tiene Dios que hacer un milagro grande para que los malos se conviertan en buenos, todavía es necesario que haga un milagro mayor para que los buenos pasen a ser santos, plenamente configurados a Jesucristo. Así que pido oraciones por mí y por ellos. Para que el Señor, en este tiempo de Cuaresma, en estos Ejercicios, haga el milagro de la plena conversión de estos benditos. La Iglesia necesita santos; no le basta con cristianos buenos.