La libertad es un gran don de Dios, que comporta una enorme responsabilidad personal, y que los hombres —las autoridades humanas, civiles y eclesiásticas— no deben limitar más allá de lo exigido por la justicia y por claros imperativos del bien común de la sociedad civil y de la eclesiástica
A este propósito escribía san Josemaría:
«Es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos —está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo— que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse […]. Hemos de defender la libertad. La libertad de los miembros, pero formando un solo cuerpo místico con Cristo, que es la cabeza, y con su Vicario en la tierra»
También las relaciones interpersonales, fuera ya del ámbito del gobierno humano, han de estar presididas por el respeto de la libertad y la comprensión de los puntos de vista diferentes. Y este mismo estilo ha de ser el del apostolado cristiano.
«Amamos la libertad, en primer lugar, de las personas a las que tratamos de ayudar a acercarse al Señor, en el apostolado de amistad y confidencia, que san Josemaría nos invita a realizar con el testimonio y la palabra […] La verdadera amistad comporta un sincero cariño mutuo, que es verdadera protección de la libertad y de la intimidad recíprocas».
El respeto de la libertad ajena no significa pensar que es bueno todo lo que otras personas hacen libremente. El recto ejercicio de la libertad presupone el conocimiento de lo que es bueno para cada uno. Proponer o enseñar a otros lo que es verdaderamente bueno no es un atentado contra la libertad ajena. Que una persona libre proponga a otra igualmente libre la verdad, explicando las razones que la sostienen, es siempre algo bueno. Lo que no se debe hacer es imponer la verdad mediante la violencia física o psicológica. Sólo la legítima autoridad puede usar la coacción en los casos y con las modalidades previstas por las leyes justas.
(del libro: "Síntesis de la Fé Católica" de Javier Fernández y Gerard Clopés)