Juan Facundo Quiroga es uno de esos hombres que sólo pueden evocarse épicamente. Tal vez fuera necesario escribir cabalgando, o cabalgar las letras hasta domar con ellas su figura. Porque todo en él fue combate: todo ruido de espuelas y de cascos; todo ir y venir marcialmente desde su alma hacia el mundo.
La bandera que causa TERROR cuando la ven los enemigos de Dios y la Patria |
Su lanza en ristre —siempre dispuesta a clavarse en el ofensor de Dios y de la Patria— fue el signo de una vida hecha milicia, como enseña la Biblia: por eso, no pudieron historiarlo los liberales, y lo redujeron a una leyenda oscura de bárbaro sanguinario. Pero otra cosa es la realidad.
Hay en Facundo una ascendencia noble, un lejano presagio de la sangre: la estirpe de Recaredo que convirtió a su pueblo y fue por eso llamado El Católico. Señor de la tierra, con ese señorío natural y heredado, la aristocracia era su rasgo definitorio. Cuesta decirlo a quienes han desfigurado las palabras y los hechos; pero eso era Quiroga: un aristócrata, que es decir un virtuoso, un enamorado del honor y de la hazaña.
“Sé que es Usted un buen patriota y un hombre de coraje —escribíale San Martín, de quien fuera destacado granadero—; …he apreciado y aprecio a Usted por su patriotismo y buen modo de conducirse”.(1) Y el mismo Sarmiento sostendrá de su admirado enemigo: “…ha pasado a la historia, y reviste las formas esculturales de los héroes primitivos, de Ayax y de Aquiles”.(2) Es que había en Facundo algo de mágico, que fascinaba aun al adversario. Una fuerza exuberante que sujetaba y arrollaba al mismo tiempo; una virilidad incontenible —desbordante en cien marchas y contramarchas, en arengas a los llanistas, en entreveros imprevistos— y ante la cual, hasta los mismo oficiales de Paz —lo reconoce éste en sus “Memorias”— no podían evitar palidecer. “El que habla —le escribe a Vélez Sarsfield— no conoce peligros que le arredren, y se halla muy distante de rendirse…”(3) Es el orgullo legítimo del guerrero, del Jefe que es capaz de plantearle a sus hombres esta opción de hierro: “¡Soldados!: no hay otro punto de reunión que el campo de batalla. Allí nos debemos encontrar todos, ¡todos!, de pie o caídos, ¡vencedores o muertos!”(4)
Y fue este ímpetu agreste el que lo movió indignado —con una fuerza que parecía sostenida por los ángeles— a enfrentarse con los peores enemigos de la Fe, los logistas rivadavianos.
Época difícil aquella, y similar en mucho a la nuestra; época de apostasías y claudicaciones, de deslealtades y reformas histéricas. Pero allí estaba Facundo, nunca como entonces caballero cristiano. “Sentado con honor en la balanza de la justicia —diría Marechal— …abriendo y cerrando el día con la Señal de la Cruz… así lo miro y su estatura crece. El sol está en su barba que no ha mesado nadie sino el viento…” Y se plantó seguro de sí mismo —tacuara en mano—, montó su moro legendario e hizo ondear una bandera que todavía recuerdan en Los Llanos: ¡RELIGIÓN o MUERTE! Era el grito de rabia de un pueblo sacudido por la impiedad, el grito alado de un Caudillo Católico dispuesto a no transar; era la voz de la raza que traía ecos de Lepanto contra los ruidos de la Revolución. Frente a ese pabellón irrepetible, bien podría decirse lo de Santa Teresa:
“Todos los que militáis
debajo de esta bandera
ya no durmáis, no durmáis
que no hay paz sobre la tierra…”
Vencedor aun en la derrota, su destino iba a jugarse trágicamente en un recodo polvoroso de la Patria. Sabía que iba a la muerte, y no la rechazó. Cuando le avisaron que lo aguardaban partidas de salteadores para asesinarlo, respondió duramente: “A una voz mía, se pondrán a mis órdenes”.
Y no se equivocaba totalmente…
Porque la cabeza ensangrentada de Facundo —hoy más que nunca— sigue preguntando imperativamente: “¿¡Quién manda esta partida!?” Nosotros que lo sabemos, porque sus muertes no han cesado todavía, nos hemos encolumnado decididamente, irreversiblemente, detrás de su bandera.
Antonio Caponnetto