Martirio verdadero y falso (Adelantelafe.com)

Escribe San Cipriano: «cada uno debe estar pronto a confesar su fe, pero nadie debe buscar el martirio».

La Iglesia, desde el principio, sabe que el martirio es un bautismo de sangre, que produce la total purificación del pecado y la perfecta santidad.


 Desde hace unos años, nos irrumpen unos términos acuñados por los promotores de las ideologías: liberal, laicista, marxista, comuno-progresista, feminista o relativista.
Así, hay quienes emplean indistintamente –entre otros vocablos– la palabra pareja al referirse a su cónyuge, novio/a, concubino/a o amante; y así, hay quienes piensan que la palabra género es sólo un equivalente, un sinónimo, y hasta únicamente un vocablo técnico empleado para sustituir a la palabra sexo.
El modernismo da por supuesto que su lenguaje, con todo su contenido de planteamientos y orientaciones, conecta mucho mejor con el pueblo que el lenguaje de los tradicionalistas, que supone arcaico y superado.
Se han ido sustituyendo gradualmente las expresiones retiro espiritual por convivencia, autocrítica en vez de examen de conciencia, rol en vez de vocación.
Hasta el concepto de mártir es desconstruido y pretende ser devaluado por la anti-Iglesia. El difunto presidente venezolano Hugo Chávez y con él otros socialistas del siglo XXI han prostituido el concepto del auténtico martirio. Dijo de sí mismo Chávez: moriré como el Che, voy al martirio.
La palabra griega martus significa testigo que afirma un testimonio de máxima certeza, dando su propia vida por aquello que afirma, por lo tanto es el testimonio que un fiel rinde a Cristo y a su doctrina, por el que afronta la muerte, o, tormentos graves, infligidos en odio a Cristo y su religión.
Jesús envió a sus discípulos como a ovejas en medio de lobos, declarando con claridad que muchos de ellos serían perseguidos, maltratados y martirizados.
«Vosotros seréis testigos (mártires) de estas cosas».
«Seréis mis testigos en Jerusalén, Judea y Samaría, hasta los últimos confines de la tierra».
Más aún, predice con todo detalle su suerte futura:
«Os entregarán a los sanhedrines, y seréis flagelados en las sinagogas, y compareceréis ante gobernadores y reyes, a causa de Mí, para dar testimonio ante ellos».
El martirio de los Apóstoles y de sus más inmediatos discípulos y sucesores es una cruenta certificación de la realidad histórica del Evangelio, como hecho, y de su verdad como doctrina de Nuestro Señor.
«Pedro, después de dar su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido… Pablo, después de haber enseñado a todo el mundo la justicia… y dado su testimonio ante los príncipes, salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto ejemplo de paciencia».
Aquellos mártires atestiguan con su sangre lo que han visto y oído y lo que creen, en cambio el valor del martirio de los que murieron en siglos sucesivos es más moral que histórico.
Los discípulos del Señor no eran testigos corrientes, como los que prestaban declaración en un tribunal de justicia. Estos últimos no corrían ningún riesgo al atestiguar los hechos que habían observado, mientras que los testigos de Cristo se enfrentaban diariamente, desde el comienzo de su apostolado, con la posibilidad de sufrir graves castigos y aún la muerte misma. Consecuentemente desde los inicios de la Iglesia el uso de la palabra martus en la terminología cristiana ya es notable un nuevo matiz en su acepción, además del significado aceptado para el término.
La Iglesia, desde el principio, sabe que el martirio es un bautismo de sangre, que produce la total purificación del pecado y la perfecta santidad.



Ante el desafío de la persecución, del año 177, hallamos una distinción precisa, que se hace común en la Iglesia:
  • hay apóstatas, que por temor a la cárcel, al dolor y a la muerte, se niegan a confesar a Cristo;
  • hay confesores-homologoi, que habiendo confesado al Señor en la persecución, sobreviven a la prueba;
  • y hay testigos-mártires, aquellos que por dar «el buen testimonio», pierden su vida.
El martirio, entendido según su estricta significación etimológica no se conoció antes del cristianismo. No hay mártires en la historia de la filosofía:
«Nadie creyó en Sócrates hasta el extremo de dar la vida por su doctrina».
Tampoco el paganismo tuvo mártires. Nunca hubo nadie que, con sufrimientos y muerte voluntariamente aceptados, diera testimonio de la verdad de las religiones paganas. Los cultos paganos, a lo más, produjeron fanáticos, como los galos, que se hacían incisiones en los brazos y hasta se mutilaban lamentablemente en honor de Cibeles. El entusiasmo religioso pudo llevar en ocasiones al suicidio, como entre aquellos de la India que, buscando ser aplastados por su ídolo, se arrojaban bajo las ruedas de su carro. Pero éstos y otros arrebatos religiosos salvajes nada tienen que ver con la afirmación inquebrantable, reflexiva, razonada de un hecho o de una doctrina.
La Iglesia prohibió terminantemente que los cristianos se denuncien a sí mismos:
«Nosotros no aprobamos a los que espontáneamente van a presentarse: el Evangelio no enseña nada semejante».
Escribe San Cipriano: «cada uno debe estar pronto a confesar su fe, pero nadie debe buscar el martirio».En el siglo IV los cánones disciplinares promulgados por San Pedro de Alejandría reprendían a los laicos y castigaban a los clérigos que se ofrecían espontáneamente a los jueces (PG XVIII, 488).
Los mártires no son testigos de una opinión, sino de un hecho: el hecho cristiano.
El nombre sagrado de mártir no compete sino a quien da testimonio de la verdad divina, que se encuentra solamente en Cristo y en su Iglesia: este generoso testimonio de sangre fundado en la fe es tal que según la doctrina cristiana puede sustituir al Bautismo y hacer al alma del mártir digna de entrar inmediatamente al Paraíso. La Iglesia ruega a los mártires y nunca ha permitido que se rogase por ellos.
Fuera de la Iglesia no hay verdadero y propio martirio: un hereje de buena fe que muriese por Cristo podría tal vez ser puesto en el número de los mártires; pero no es mártir el hereje contumaz que muere por su secta, porque el suyo no es testimonio de la verdad divina, sino de una doctrina humana.
El historiador pagano Ammianus Marcellinus patentiza que a mediados del siglo IV el título se reservaba en todas partes exclusivamente a los cristianos que realmente habían muerto a causa de su fe. De ninguna manera se llamó mártires a los herejes y cismáticos ajusticiados como cristianos.
«Se proscriben a sí mismos sin ser mártires».
«Estos, aunque dieran la vida por la confesión del nombre, no lavarán su mancha siquiera con su propia sangre. Inexpiable y grave es el pecado de discordia, hasta el punto de que ni con el martirio se perdona».

Inicialmente el calificativo de mártir se aplicó algunas veces a personas todavía vivas. El mismo San Cipriano, dio el título de mártires a varios obispos, presbíteros y seglares que habían sido condenados a trabajos forzados en las minas (Ep. 76), también Tertuliano llama martyres designati a los arrestados por ser cristianos y aún no condenados.
En sentido lato se ha empleado término aplicándolo a veces a una persona que ha sufrido muchas y graves penalidades por la causa del cristianismo.
No fue sino a finales de la segunda centuria que se hizo la distinción entre mártires y confesores, título que se aplica a aquellos bautizados que sufrieron la tortura, el exilio, el encarcelamiento, pero sin llegar a dar la vida a causa de la fe.
Hoy mismo podemos patentizar el martirio de tantos seguidores de Cristo, y tantos confesores de la fe. Generalmente cuando se habla de las persecuciones actuales a la Iglesia sólo se citan los asesinados o martirizados, no los condenados a trabajos forzados y los maltratados en los campos de concentración ni los inhabilitados en la sociedad, ni los secuestrados lejos de sus familias, ni los incomunicados, ni los presos sin comunicación al exterior que son muchos miles y cuyos tormentos significan una especie de martirio continuado.
Es parte de la vocación de la Iglesia: se persigue a los misioneros, porque se persiguió a su fundador Cristo, y en ellos se perpetúa el odio contra Jesús y su doctrina, se les persigue porque su predicación puede descubrir lacras de muchas personas que no toleran las señales de sus propias miserias ni que se denuncien en público.
«Si me persiguieron a Mí, también os perseguirán a vosotros».
Miles de mártires y confesores, víctima del odio exacerbado de quienes no permiten el derecho natural de pensar religiosamente distinto y vivir con un culto especial.
Es una característica de la Iglesia. A través del sufrimiento y la de la persecución voluntariamente  aceptados y soportados, y manifestar que aman el Reino eterno de Dios, que viven como extraños en este mundo, que ambicionan los bienes eternos del Cielo, y que Dios conforta a sus apóstoles hasta el punto de que acepten martirios sorprendentes por su crueldad. Es el testimonio vivo, flagrante edificante de su espiritualidad, de su sobrenaturalidad.
La Iglesia no es el Reino de este mundo, por lo que se sostiene con la dulce esperanza de la consecución del Paraíso eterno.
Como afirmó el Papa Pío IX: el martirio es la quinta nota de la Iglesia.

Germán Mazuelo-Leytón 

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