2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades
no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el
homicidio voluntario. “La acción de defenderse [...] puede entrañar un doble efecto:
el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor”
(Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7). “Nada impide
que un solo acto tenga dos efectos, de los que uno sólo es querido, sin embargo
el otro está más allá de la intención” (Santo Tomás de Aquino, Summa
theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
2264 El amor a sí mismo constituye un principio
fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio
derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso
cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
«Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita [...] y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
2265 La legítima defensa puede ser no solamente un
derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro. La
defensa del
bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar
prejuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el
derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la
sociedad civil confiada a su responsabilidad.
2266 A la exigencia de la tutela del bien común
corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión dem comportamientos
lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia
civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar
penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la
finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es
aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La
pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la
seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo
posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.
2267 La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye,
supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del
culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible
para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.
Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor
la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del
bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.
Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene
el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que
lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los
casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy [...]
rara vez [...], si es que ya en realidad se dan algunos» (EV
56)