Perón tenía una visión voluntarista de la economía, ingenua y limitada
Lo que se conoce como «los años más felices» del peronismo fueron, en realidad, apenas tres, desde 1946 hasta 1949, el tiempo en que Perón puso los pilares de su modelo de transformación, que no fuetanto económico como social, porque se trató de una fenomenal distribución de la riqueza —que se había acumulado durante los años de la guerra— entre los trabajadores a niveles nunca vistos, ni antes ni después. A partir de entonces, ante la gran dificultad de generar riqueza genuina y equilibrar las cuentas, Perón lo intentó todo.
Desde amigarse con la oligarquía del campo en 1950 hasta realizar un acuerdo con la California
Standard Oil para explotar el petróleo local en 1954, pasando por meter presos a almaceneros como
método para combatir la inflación, duplicar la presión tributaria y finalmente animarse a realizar un
feroz ajuste de la economía, hay que reconocer que la gran transformación la hizo consigo mismo,
que pasó de una visión distribucionista ingenua, que le sirvió para obtener un sólido respaldo
popular, a una mirada realista de la economía que, de todos modos, no le alcanzó para evitar el golpe de la Revolución Libertadora.
Es que para retomar el camino del crecimiento había impuesto un gobierno de neto corte
totalitario, que ya era poco tolerado no solo por los partidos de la oposición, sino también por la
Iglesia, que lo había respaldado enérgicamente desde su primera campaña electoral, y por sus pares
del Ejército, que hubieran querido cualquier cosa antes de enfrentarse al liderazgo carismático de
Perón.
Convocado por la Revolución Libertadora a realizar un diagnóstico de la situación económica de
la Argentina, el economista de la CEPAL Raúl Prebisch presentó el 7 de octubre de 1955 un informe
preliminar donde dio un duro panorama:
Argentina atraviesa por la crisis más aguda de su desarrollo económico; más que aquella
que el presidente Nicolás Avellaneda hubo de conjurar «ahorrando sobre el hambre y la
sed» y más que la de 1890 y que la de hace un cuarto de siglo, en plena depresión mundial.
El país se encontraba en aquellos tiempos con sus fuerzas productivas intactas. No es este
el caso de hoy; están seriamente comprometidos los factores dinámicos de su economía y
será necesario un esfuerzo intenso y persistente para restablecer un vigoroso ritmo de
desarrollo.
¿Cómo se llegó a este estado de cosas?
Por tres razones: se comprometió innecesariamente la eficiencia de la producción
agropecuaria; no se siguió una política acertada y previsora de sustitución de
importaciones, y no se hallado a la explotación de petróleo nacional el fuerte estímulo que
necesitaba ineludiblemente. La intervención excesiva y desordenada del Estado ha
perturbado seriamente el sistema económico en detrimento de su eficiencia y, juntamente
con la inflación, ha generado fuentes de beneficios extraordinarios.
Sobre el rol del Estado fue taxativo.
El Estado ha pervertido burocráticamente la actividad económica privada, y alentado
ciertas desprolijidades que perturban sobremanera el sano desenvolvimiento de la
economía y la administración. No es el Estado incorpóreo, infalible y omnisciente el
que actúa en la realidad económica, sino funcionarios concretos que al intervenir en el
juego de las actividades privadas, adquieren un considerable poder discrecional que
trasciende de la órbita puramente económica.
Y sentenció que por el agotamiento de la infraestructura, de las maquinarias y equipos, de las
reservas internacionales y el estrangulamiento externo:
Hay 25 años de atraso en la renovación del material ferroviario. El desarrollo de la red de
caminos se ha estancado. En obras sanitarias las necesidades insatisfechas son
considerables. También se impone el mejoramiento de los puertos, que están en muy
precaria situación.
Todo empezó en 1946, cuando se lanzó el Primer Plan Quinquenal, liderado por el empresario
Miguel Miranda, conductor del equipo económico hasta 1949. Como bien dicen Pablo Gerchunoff y
Lucas Llach en El ciclo de la ilusión y el desencanto, «a pesar de las buenas relaciones entre el
gobierno y los gremios durante el período entre 1943 y 1945, los salarios reales apenas habían
aumentado», pero a partir de entonces, «los salarios reales crecieron a una tasa récord, aumentando
62 por ciento entre 1946 y 1949», que por primera vez en la historia llevó a los salarios al 47 por
ciento de la renta nacional.
En un trabajo que Gerchunoff realizó con Damián Antúnez, «De la bonanza peronista a la crisis
del desarrollo», se asegura que la política de expansión salarial se debió a una necesidad política,
afianzar el liderazgo político entre quienes lo apoyaron, y un diagnóstico económico, la convicción
de que «la reconstrucción europea sería lenta y costosa, signada por la escasa liquidez de las
naciones que habían participado del conflicto y por un esquema de comercio internacional
básicamente cerrado», lo que hizo que Argentina se refugiara en su mercado interno.
Para otros autores, como Pedro Santos Martínez en La política internacional en el pensamiento
de Juan Perón, tanto el Presidente como Miranda estaban convencidos de que era inevitable una
tercera guerra mundial, quizás con la esperanza de que una equidistancia en los bandos en disputa
beneficiaría económicamente al país, como ocurrió con la neutralidad que se observó durante la
Segunda Guerra.
En enero de 1948 le manifestó al embajador español que un preludio de esa guerra era la
actitud de la Unión Soviética por su ayuda a los guerrilleros griegos y su participación en
los conflictos de Checoslovaquia, Norte de Italia y Persia.
Era tan profunda la convicción del Presidente al respecto, que le dijo, textualmente: (cuando eso
pase) «hay que dejar incluso la realización del Plan Quinquenal […] para consagrarse por entero a
una preparación moral y psicológica del país ante la guerra».
En el artículo «La economía política del peronismo (1946/1955)», Roberto Cortés Conde dice
que en 1944, en Bretton Woods, donde se establecieron las reglas para relaciones comerciales y
financieras entre los países más industrializados y se decidió la creación del Banco Mundial y del
Fondo Monetario Internacional, «los aliados prepararon la transición a una paz distinta a la de la
Primera Guerra» y, a pesar de marchas y contramarchas, «los países occidentales abandonaron
gradualmente las restricciones de la guerra y evitaron caer en pasados extremos con resultados
relativamente exitosos». Pero en la Argentina, Perón hizo las cosas a su modo, manteniendo «las
restricciones y regulaciones del tiempo de la crisis y la guerra». Y mientras el mundo volvía a la
normalidad, nuestro país continuó su camino «tomando un camino excéntrico», donde «se aislaba aun
más».
Dice el profesor de la Universidad de San Andrés que las decisiones que tomó Perón partieron
«de una evaluación equivocada de las tendencias futuras», ya que no solo estaba convencido de que
aumentaría el poder negociador de las materias primas argentinas en el mundo cuando la tercera
guerra fuera una realidad, sino que creyó que era más conveniente producir en rubros donde nuestro
país no tenía ventajas comparativas, haciéndole pagar al campo el desarrollo de industrias que jamás
fueron competitivas, algo que ni siquiera hizo Australia, otro país que también era exportador de
alimentos, pero logró desplegar la manufactura industrial sin cargarle los costos a la producción
agropecuaria.
Las condiciones en las que Perón asumió eran óptimas. Lo explican Gerchunoff y Antúnez: entre
1939 y 1948 hubo, «como nunca antes ni después durante un siglo», diez años consecutivos de
superávit de balanza comercial. Entre 1941 y 1948 hubo otros años consecutivos de superávit de
cuenta corriente. Entre 1949 y 1946 hubo siete años consecutivos de acumulación de reservas.
La Argentina había estado ahorrando en exceso y disponía de un sobrante de divisas; era,
por lo tanto, una invitación a gastar, fuera para consumir, fuera para invertir, fuera para
repatriar deuda.
Y agregaron: «Nadie rechaza una invitación así, y Perón no lo hizo».
Así fue que empezó la fiesta. Los salarios reales se incrementaron un 40 por ciento en el trienio,
la participación de los asalariados en el ingreso total pasó del 37 al 47 por ciento, las ventas de
aparatos de radio crecieron 600 por ciento entre 1945 y 1948, las de heladeras 218 por ciento, las de
discos fonográficos más de 200 por ciento, las de indumentaria para señoras y niños 125 por ciento,
las de calzado en 133 por ciento, las ventas de cocina en 106 por ciento, las de indumentaria para
hombres en 100 por ciento.
En El ciclo de la ilusión y el desencanto, los autores explican que «en los años 1946, 1947 y
1948 “la clase trabajadora argentina experimentó el mayor aumento de bienestar de toda su historia”,
“ni en la esplendoroso década que culminó con el Centenario, ni en los plácidos tiempos de Alvear,
la bonanza económica había sido generosa con todos” porque, esta vez, “el bienestar era de todo el
pueblo argentino”».
«Los comerciantes de todos los ramos vivieron su momento de euforia», cuentan Gerchunoff y
Antúnez, el país dejó de acumular reservas «y eliminó lo que para Perón era, con justicia, un
indeseado superávit comercial», ya que también se sextuplicaron las importaciones, con lo que se
retomó un proceso de producción nacional de manufacturas para el consumo. En este ambiente,
apuntan los autores, nacieron cientos de empresas nuevas y se consolidaron otras. Entre otros,
Agostino Rocca, que emigró a la Argentina después de la derrota de Italia en la Segunda Guerra
Mundial, fundó en 1947 una pequeña empresa a la que le puso de nombre Techint, pero recién en
1954 pudo inaugurar Dalmine Safta en Campana, a orillas del río Paraná, una empresa que sería la
base de la siderurgia argentina, ya era la fábrica pionera en América latina de tubos sin costura para
la industria petrolera. También en 1947, Leiser Madanes lanzó FATE, y Franco y Antonio Macri
comenzaron a participar en el «Plan Eva Perón de Viviendas» en 1948. Arcor también nació en los
años peronistas, en Arroyito, Córdoba. Fue en 1951, cuando la recesión dominaba el panorama
económico, pero la mano de obra más barata y materia prima cercana, fueron un incentivo para el
mercado cordobés y santafesino cercanos. [1]
Claro que hubo impulso industrialista, protegiendo la producción de manufacturas de «interés
nacional», no solo a través de la restricción de importaciones para el consumo, sino a través de una
generosa política crediticia. El Banco Central fue nacionalizado en 1946 junto al sistema bancario, lo
que le permitió manejar el crédito a voluntad y con gran discrecionalidad. «Entre 1946 y 1948, la
industria se encontró con fondos abundantes a su disposición, redimibles en plazos largos y con tasas
de interés muy favorables», negativas en relación a la inflación.
Sin embargo, la tasa de crecimiento industrial no estuvo a la altura de las expectativas, que
estuvo en el orden del 3,4 o 7,5 por ciento promedio anual, según los datos que se utilicen. Lo que sí
hubo, claro, es una mayor participación del Estado como empresario, ya que hubo una importante
estatización o nacionalización de los ferrocarriles, los teléfonos, las usinas eléctricas, las empresas
de gas, los puertos con sus elevadores, las plantas de servicios sanitarios, los seguros, los silos de
campaña y el transporte urbano de pasajeros de la Capital Federal. Todos estos servicios públicos y
de transporte estaban en manos extranjeras (inglesas, norteamericanas, alemanas) y pasaron a formar
parte del tronco central del modelo económico peronista, «el sistema nervioso de la economía»,
como diría Perón.
El Estado empresario pasó a tener el 36 por ciento de participación en 1946 a 47 por ciento en
1950, y el gasto del Estado pasó de 19,5 por ciento del PBI entre 1940-1944 a 29,5 por ciento entre
1945-1949. La economía peronista tuvo la ayuda de los aportes jubilatorios obligatorios creados por
su antecesor, Edelmiro Farrell, en el mismo decreto en el que creó el aguinaldo, ambos como parte
de un programa de campaña anticipada después que Perón formalizó su candidatura. Para Gerchunoff
y Antúnez se trataba de un verdadero «maná del cielo», ya que prácticamente no había erogaciones
por jubilaciones, solo entraban los aportes y casi no salían. De todos modos, los problemas no
tardarían en aparecer.
Obviamente, con los mayores salarios, el mayor consumo y el insuficiente crecimiento industrial,
la inflación empezó a aumentar a niveles cada vez más preocupantes. Entre 1945 y 1949 alcanzó el
66,4 acumulado. Aunque este no fue el único impuesto indirecto que reinó durante los años
peronistas. También se le dio gran impulso al impuesto a las exportaciones, que surgían del
diferencial del tipo de cambio que recibían las exportaciones agropecuarias, que se lo quedaba el
Estado a través del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI). Así, la producción
agropecuaria argentina gozaba por el aumento de los precios internacionales, pero como era
considerado «excesiva» por las autoridades económicas, las principales ganancias se las quedaba el
Estado, que podía financiar mejor el aumento de los gastos. Los problemas surgieron cuando a la
sequía local se le sumó la caída de precios internacionales. Los productores ya no tenían incentivo
para sembrar, dejó de haber trigo para el consumo interno, solo había pan negro para el consumo
interno, una mezcla de mijo con centeno, y Perón tuvo que cambiar su política agrícola. Pasó de
quedarse con el diferencial a darle subsidios. Y así terminó la fiesta.
En efecto, a partir de 1949 la economía paró de crecer y vivió un estancamiento que continuó hasta 1952. También cambió al responsable del área económica. Pasó del voluntarista empresario Miranda al perfil técnico de Alfredo Gómez Morales, un economista de 40 años que lideró el ajuste de la economía, aumentando las tasas de interés para los créditos, congelando salarios, disminuyendo la presión y subsidiando la producción agropecuaria.
La tercera guerra no había llegado y Argentina había sido marginada del Plan Marshall, el
programa de reconstrucción de las economías europeas que creó Estados Unidos en 1947, después de
la Segunda Guerra Mundial, que tuvo su capítulo latinoamericano. Recibió el nombre del secretario
de Estado George Marshall, y fue diseñado por los expertos William Clayton y George Kenan. En
1947, de regreso en barco desde Europa, Evita se encontró con Marshall en Río de Janeiro, pero eso
no alcanzó para que el Congreso norteamericano incluyera la preferencia de compra europea de
bienes y productos de la Argentina, como sucedió con Canadá, Australia y Brasil, lo que le dio gran
estabilidad a esos países y precipitaría el deterioro de la economía del nuestro.
Perón esperó durante todo 1948 que nuestro país fuera incluido en el Plan Marshall. Miranda fue
el responsable principal de esas negociaciones que tuvieron un momento clave entre marzo y abril de
ese año en Bogotá, donde se celebró una Cumbre Interamericana, y continuaron en forma más
informal a lo largo del año. En enero de 1949, lo cambió por Gómez Morales, y se preparó para
encarar uno de los tiempos más difíciles de su gestión.
Ese año, 1949, las exportaciones cayeron a 933 millones de dólares, contra 1.600 que habían
alcanzado en 1948. La industria sufrió por las dificultades para importar insumos y también cayó,
igual que el crédito. Sin embargo, no hubo cambios de fondo. Continuó la emisión monetaria y el
aumento de salarios, por lo que no se pudo contener la inflación, que alcanzó el 31 por ciento ese
año, el mayor desde la crisis de 1890, lo que empezó a configurar lo que se conoce como «la puja
distributiva» entre obreros y empresarios, un concepto de la economía heterodoxa, que considera que
la inflación es producto de la mayor presión salarial ante el aumento de precios de los sectores
concentrados. Por cierto que no había concentración económica en tiempos de Perón, pero igual se
dio inicio a un período de huelgas declaradas ilegales y combatidas con represión.
Perón saldó personalmente su «puja distributiva» en 1952, luego de tres años de estancamiento
económico y ya obtenida la reelección. Aceptó el plan de austeridad económica que prepararon
Gómez Morales y su equipo, que se puso en marcha en su totalidad apenas terminado el sepelio de
Evita. El 18 de febrero del 52 anunció el Plan de Emergencia con el que buscaba estabilizar la
economía, por el que congeló por dos años los salarios, los precios y las tarifas públicas. Al volver la renegociación salarial, dijo, se haría con pautas de productividad. Ahora, se trataba de no gastar, de consumir menos, de «no derrochar»:
Economizar en las compras, adquirir lo necesario, consumir lo imprescindible. No
derrochar alimentos que llenan los cajones de basura. No abusar en la compra de vestuario.
Efectuar las compras donde los precios son menores, como cooperativas, mutuales y
proveedurías gremiales o sociales. Desechar prejuicios y concurrir a ferias y proveedurías
en vez de hacerse traer mercaderías a domicilio, a mayor precio. No ser «rastacueros» y
pagar lo que le pidan, sino vigilar que no le roben denunciando en cada caso al comerciante
inescrupuloso. Evitar gastos superfluos, aun cuando fueran a plazos. Limitar la concurrencia
al hipódromo, los cabarets y las salas de juego a lo que permitan los medios, después de
haber satisfecho las necesidades esenciales…
El lema de la hora es producir, producir, producir. El justicialismo solo puede asegurar una
justicia distributiva en relación con el esfuerzo y la producción.
La campaña contra «el agio y la especulación», que se había iniciado años atrás, se lanzó con
nuevos bríos. De hecho, se radicalizó, y los comerciantes fueron tomados como enemigos, lo que
obligó a muchos almaceneros, carniceros y dueños de mercaditos de barrio a cerrar sus negocios por
temor, como lo cuenta la investigadora Carolina Barry en su artículo «Mujeres peronistas: centinelas
de la austeridad»:
La propaganda oficial deliberadamente culpaba a los comerciantes, acusándolos de
recargar los precios, provocar escasez de productos para cobrar más de lo debido, engañar
a los clientes sobre la calidad, cantidad y peso de los productos y reservar alimentos
escasos para quienes pagaran un poco más.
Las directivas de Perón, dice Barry, eran muy claras, y se resumían en la Guía Doctrinaria de
Mundo Peronista, que estipuló:
Cada comprador debe ser un inspector del gobierno, para mandar preso al comerciante que
no cumpla con los precios que se han comprometido a respetar… es menester que cada
ciudadano se convierta en un observador minucioso y permanente, porque hoy la lucha es
subrepticia… Aumentan los precios y se hacen los angelitos… Organizan la falta de carne y
dicen que ellos no tienen la culpa.
No sabemos si Perón creía en la eficacia de esas directivas, aunque seguramente Gómez Morales
no las tomaba en serio. Lo que parece más plausible es que para no asumir frente a la opinión
pública que el gobierno era el responsable de la inflación, prefería echarle la culpa a los pequeños
comerciantes. Es que detener el tren en marcha de una expansión inédita del Estado no sería algo
automático. Según Gerchunoff, el gasto público bajó entre 1950 y 1953 un 23 por ciento y el déficit
fiscal disminuyó considerablemente, descendió drásticamente la emisión, y aunque «subsistieron
como fuente de problemas presupuestarios los desequilibrios financieros de las empresas
recientemente estatizadas, ya que se intentó retrasar las tarifas para evitar el impacto inflacionario»,
los fondos de la seguridad social siguieron siendo una herramienta de gran ayuda frente al déficit.
Como se dijo más arriba, el IAPI comenzó a subsidiar a los productores agropecuarios; les
compraba granos a precios superiores a los que se vendían en el exterior. Pero, además, ansiosos por
inversiones, comenzó un cambio de actitud frente al capital extranjero.
Dicen Gerchunoff y Llach:
Con el plan de 1952, el gobierno desbancó el esquema que había estado vigente a partir de
1946 y había tenido un impresionante éxito inicial. Cada uno de los elementos que
constituían ese sistema fue eliminado o atenuado a partir de la segunda presidencia de
Perón, la expansiva política salarial de 1946-50 dejó paso a un sistema de negociaciones
bianuales que empezó con una drástica caída de los salarios reales; la liberal política de
crédito para la industria fue moderada en nombre de la estabilidad monetaria; y el virtual
impuesto a las exportaciones agropecuarias que estaba implícito en la política del IAPI
hasta 1948 no solo desapareció, sino que fue reemplazado por una deliberada política de
aliento al sector rural.
Así, la inflación fue de 39 por ciento en 1952, pero pasó a 4 por ciento en 1953 y llegó a 3,8 por
ciento en 1954; la balanza comercial pasó a ser superavitaria en 1953 y 1954, el ahorro interno que
fue de 12 por ciento del PBI en 1949 pasó a 17 por ciento en el trienio 1953-1955, incluso la
inversión creció del 14 por ciento del PBI en la segunda mitad de los 40 a 17 por ciento durante la
primera mitad de los 50. Después de una caída del PBI de 0,55 por ciento entre 1949/1952, la
actividad volvió a crecer al 5,49 entre 1953/1955, y el empleo que había tenido una caída del 2,47
entre el 49/52, se recuperó al 3,63 por ciento entre el 53/55.
Y si bien Perón, por influencia de Gómez Morales, no aceptó la recomendación de devaluar por
la que insistía el ministro de Comercio Exterior, Antonio Cafiero, se incorporó «un sistema inédito
para proporcionar a algunos exportadores un tipo de cambio más satisfactorio y más rentable para
vender al exterior». Ahora, de lo que se trataba, era que el crecimiento no fuera efímero, como
sucedió entre 1946/1949, los años felices.
Según explican Gerchunoff y Antúnez:
[…] se trataba de un mecanismo por el que se combinaban las cotizaciones de los mercados
básico, preferencial y libre en porcentajes que variaban según el producto. […]
Naturalmente, las presiones particulares no dieron respiro a las autoridades. Cada sector,
cada empresa, reclamaba su propio tipo de cambio. Pero por entonces parecía no haber otro
camino para incentivar exportaciones sin reducir en exceso los salarios reales.
Lo más curioso es que «el sector rural pasó a contar nuevamente con el favor oficial» que,
además de créditos y subsidios, recibió «un plan de inversiones del Estado para fomentar la
investigación, difundir innovaciones en los modos de producción y mejorar la sanidad animal y
vegetal, entre otras cosas».
Citado por Gerchunoff y Llach, Gómez Morales reconoció en 1955, después del golpe de la
Libertadora:
Nosotros mismos hicimos la autocrítica del Primer Plan Quinquenal de gobierno y podemos
afirmar, sin que nadie pueda seriamente desmentirnos, que en el Segundo Plan Quinquenal,
que abarcaba el período 1952-1957, las inversiones previstas y el desarrollo de las
distintas actividades fueron reajustadas de modo que quedaba asegurada una evolución
armónica de los distintos sectores que componen la economía nacional.
Básicamente, cayeron las inversiones en defensa (de 23,7 a 9,7 por ciento), las de carácter social
(de 18,3 a 12,5 por ciento) y crecieron las siderúrgicas (0,5 a 2,1 por ciento) y las de energía (16,7 a
24,4 por ciento). «El énfasis en la cuestión distributiva de los primeros años del peronismo ahora
dejaba paso a un esfuerzo por poner en orden las bases productivas de la economía», dicen los
autores. En 1954, dos años después del congelamiento salarial, vendría la renegociación salarial,
con énfasis en la productividad.
En marzo de 1955 se reunió el Congreso de la Productividad y el Bienestar Social (CNP), una
iniciativa que Perón promovió para mostrar la armonía social y exhibir en una misma mesa a
empresarios y sindicalistas discutiendo sus problemas comunes, pero la verdad es que hubo muy
pocos acuerdos.
Ahora, de lo que se trataba era de que el crecimiento no fuera efímero, como sucedió entre
1946/1949, los años felices. Recién en 1955 pudo incorporarse el alto horno de la planta siderúrgica
SOMISA, luego de un crédito con el Eximbank que finalmente decidió tomar el gobierno argentino.
La industria pesada nacional y estatal parecía ponerse en marcha. Pero en otros sectores, sobre todo
en los servicios públicos, las consecuencias del congelamiento tarifario fueron visibles, ya que hubo
cortes de energía eléctrica persistentes en Capital Federal y en el Gran Buenos Aires, que consumía
el 70 por ciento del total del país.
«Los esfuerzos del gobierno, que incluyeron la puesta en marcha de varias centrales
hidroeléctricas, no alcanzaron para satisfacer la creciente demanda de la expansión industrial»,
señalaron Gerchunoff y Antúnez, algo parecido a lo que ocurrió con los ferrocarriles y el sistema de
transporte. «Pero el caso más discutido y más polémico, el que terminaría constituyéndose en el
centro del mayor ente de política económica desde mediados de los 50 hasta principios de los 60 fue
el del petróleo». Y agregaron que durante el primer quinquenio peronista, el petróleo representaba
menos del 10 por ciento de las importaciones totales, en tanto durante el segundo quinquenio, casi el
20 por ciento, por lo que «cada vez eran más las voces, en el oficialismo y en la oposición, que
denunciaban la insuficiencia de la producción petrolera como el principal factor explicativo de la
vulnerabilidad exterior argentina».
Para eso, Perón presentó en 1953 ante el Congreso de la Nación un proyecto de ley de
inversiones extranjeras que iba en el sentido exactamente contrario al que había proclamado hasta entonces, estipulando el trato igualitario entre compañías nacionales y extranjeras y ofreciendo la posibilidad de transferir utilidades al exterior libre de impuestos. Entró el 15 de julio de ese año y
obtuvo aprobación de ambas Cámaras el 21 de agosto, que se publicó en el Boletín Oficial el 28 de
agosto, quedando sancionada como ley 14.222. Pero aunque hubo un debate express, dejó profundas
heridas en el oficialismo y le permitió a la oposición radical quedarse con las banderas de la defensa
nacionalista de los recursos naturales, que habían sido la marca con la que el peronismo ascendió al
poder.
Después de un intento de acuerdo en 1954 con la compañía norteamericana Atlas, el 24 abril de
1955, el secretario de Industria, Orlando Santos, y el ingeniero O. J. Haynes de la Standard Oil,
como titular de la California Argentina de Petróleo, firmaron un contrato de explotación que fue aprobado por Perón el 6 de mayo y quedó bajo la aprobación final en manos del Parlamento argentino, una exigencia que pidieron los extranjeros. De otro modo, el acuerdo carecía para ellos de
un mínimo de seguridad jurídica, ya que la Constitución Nacional de 1949 «consideraba los
yacimientos petrolíferos propiedad del Estado».
Por el contrato, YPF compraría todo el petróleo que necesitara hasta cubrir la demanda nacional,
y le daría a la empresa norteamericana 5 por ciento por debajo del precio en Texas. Luego de
pasados los 40 años, YPF recibiría el 50 por ciento de la compañía. En el acuerdo, se concedió a la
empresa estadounidense la explotación por cuarenta años de cincuenta mil kilómetros cuadrados en
Santa Cruz, que podría construir y usar en exclusividad caminos, embarcaderos y aeropuertos
propios, podrían repatriar utilidades sin restricciones y no acatar, dentro del área otorgada, la
legislación laboral argentina.
Sin embargo, Perón ya había perdido la fuerza para imponer el drástico cambio de política, y se
fue expulsado del gobierno sin lograr que el proyecto llegara al recinto. En 1955 no había
infraestructura ni transportes suficientes, tampoco industria pesada y continuaban la importación de
combustibles y los cortes de luz, pero iba a terminar con un crecimiento del 7 por ciento y, «aunque
todavía nadie lo sabía, el país se estaba expandiendo al 5 por ciento anual durante seis años
consecutivos, entre 1953 y 1958», gracias al ahorro, la baja del consumo, la caída del gasto público
y la tímida inversión extranjera que había empezado a volver.
No era, lo que se dice, peronismo en estado puro. Quizás por eso, porque en su propia gestión
dio un giro de 180 grados de lo que siempre creyó y ejecutó, Perón no tuvo la misma fuerza para
resistir a los golpistas ni demasiado respaldo de la central obrera, convertida después de diez años
de gobierno en una burocracia domesticada, sin capacidad de lucha.
¿Perón tenía una visión voluntarista de la economía, ingenua, limitada? Entrevistado para este
libro, el historiador Roberto Cortés Conde, experto en historia económica argentina, dijo:
En sus comienzos, las políticas de Perón fueron las de todo el mundo para salir de la crisis
y la guerra en 1939, como la ley de abastecimiento. Pero en 1946, cuando todo el mundo
derogaba, él las hacía más estrictas. Los bancos centrales de todo el mundo crearon
expansión monetaria en tiempo de recesión, pero en la Argentina se descubrió que podía
haber financiamiento ilimitado, lo que se usó para financiar los déficit y el modelo
corporativista de sociedad organizada.
El Relato Peronista - Silvia Mercado