LA JUSTICIA COMO ESPECTÁCULO

La revolución francesa llevó la iniquidad de los jurados populares al más alto grado del despotismo y las aberraciones alcanzaron lo inimaginable




Pederastas y violadores se inscriben en una categoría tan especial que encarcelarlos por sus crímenes nos suena a demasiado poco, para nosotros otra sería la pena para estos individuos más aun conociendo que las estadísticas indican que volverán a hacerlo una y otra vez.

Dicho esto, hemos visto en los últimos días, por todos los medios, aparecer algo llamado “colectivo de actrices argentinas” denunciando diversas formas de acoso y violación.


Las actrices hicieron su trabajo actoral en un escenario cuidado, con una puesta bien estudiada, cámaras y el apoyo irrestricto de los medios de difusión masiva. Se trataba de una suerte de ejercicio escénico orientado hacia el dudoso arte de lapidar.


Insistimos en que ni conocemos al acusado y menos aún, mucho menos tratamos defenderlo, habida cuenta de lo que recién dijimos sobre los violadores.


Pero nos preguntamos ¿es a través de una representación como se determina si es culpable una persona? Y también ¿qué vínculo une a ese colectivo con la verdadera justicia? Y si es que hay alguno, ¿quién otorgó poder a ese grupo para actuar en su nombre?


Y de ahora en más ¿seremos juzgados en los estudios de televisión? ¿Grupos de comediantes serán los que nos acusarán de cualquier cosa, de lo que la ideología les indique, de lo que convenga a cierto poderoso de la tierra?


Con el agravante por si algo faltase a esta justicia popular colectiva y mediática, que aún sin pruebas y sin defensa la condena es inmediata e irrevocable.


El ensayo lejos de ser novedoso, conserva intacto y aún perfeccionado por la técnica, el rasgo menos digno que caracterizara aquella revolución que tiñó de sangre a Francia, o sea su cruel arbitrariedad.


Una parecida sustitución de la justicia, por tribunales populares, venimos observando en nuestro país en los llamados “juicios” a algunos militares de los setenta.


Otra vez los medios, pero esta vez con la participación de organismos de DDHH, fueron los que acusaron y condenaron. Después los tribunales, en parodias sin tiempo ni apuro, se limitan a “actuar” un nuevo juicio, sabiendo de antemano como fallarán.


Desde la muerte de Sócrates la instalación de esas asambleas populares no han servido más que para institucionalizar el arbitrio, o la venganza, o los oscuros designios del poder.


La revolución francesa llevó la iniquidad de los jurados populares al más alto grado del despotismo y las aberraciones alcanzaron lo inimaginable.


Los soviets apenas si fueron capaces de mejorar un sistema al que le faltaban muy pocos elementos para alcanzar la más demoledora crueldad.


En nuestro país hemos visto transformarse a través del tiempo aquello de libertad igualdad fraternidad, en memoria verdad y justicia. Es cierto, hay otros protagonistas en escena, otros son los gestos, otra su retórica, lo que permanece inalterable es el odio y la voluntad de exterminio del otro.


Algo parecido a lo que describe Kafka en El Proceso; a su protagonista Joseph K lo procesan, pero en realidad ni él, ni los jueces saben cuál es su culpa. Y el sinsentido es tan grande que los jueces no obtienen beneficio con esa condena.


El checo M. Kundera hace notar que la palabra culpabilizar fue empleada por primera vez en francés en 1966 de la mano del psicoanálisis.


Pero mucho antes, la ingeniosa novedad que desarrolla Kafka, radica en que, con la sola acusación, solo con eso, ya todos sus conocidos lo consideran culpable, y se apartan de él, pero avanzando un paso más, con la culpabilización es el propio acusado quien siente como real, el peso de una culpa inexistente.


Para no dejar dudas, vale la pena insistir en la condena que para nosotros merece un pederasta o un violador, debería ser la pena de muerte, pena que en cualquier caso no bastará nunca para mitigar el irreparable dolor ni el daño causado, pero que asegura a la víctima que ese individuo no la volverá a atacar.


Nuestro Lugones lo dice de este modo “todo le clama justicia / todo le pide venganza / aquella es deuda que exige / saldarse a punta de lanza”.


En una extraña similitud con la obra de Kafka, el público que asiste al juicio, forma parte del mismo tribunal, en nuestro caso el “público” lo forman madres abuelas e hijos es decir los culpabilizadores que son una y la misma cosa que los jueces.


Por eso hablamos de parodias en lugar de juicios, por eso y porque ningún “colectivo” tiene derecho alguno a juzgar ni a culpabilizar a nadie.


Sabemos que la justicia en el país tiene poco que ver con el derecho, pero de ahí a pretender reemplazarla por tribunales populares interpretados por actrices hay un trecho.


La sola palabra elegida “colectivo” habla de ideología. Un “colectivo” que saluda con el brazo en alto y el puño cerrado inspira inquietantes dudas sobre sus intenciones últimas, un “colectivo” que se fotografía con sus pañuelos verdes y sonriendo con una imagen sacrílega en las manos no se diferencia mucho de un violador.


Los tribunales populares representan en todo tiempo la absoluta negación del derecho y la justicia, son la avanzada del totalitarismo y la persecución de los “distintos”, son la puesta en escena de lo que antes hacía el sofista con el discurso.  En ambos casos la definitiva y única ausente fue y es la verdad.



Miguel De Lorenzo