No manipulemos más las palabras y de
una buena vez digámoslo todo, blanco sobre negro, muy negro porque en eso
consiste un aborto, en una impiadosa negrura del alma, de esto se trata la
famosa “interrupción”, consiste en destrozar instrumentalmente a un bebé.
Todos pudimos ver cómo abortistas de
todo pelaje y profesión, reunidos en la común obsesión por matar, salieron a tratar
de explicar por qué se debía abandonar al bebé de Concordia en una cubeta,
hasta morir.
Tenían la vida misma delante de sus ojos,
bastaba abrirlos y ahí estaba el prodigio de un nuevo ser, único en dignidad, biológicamente
irrepetible, el pequeño y deslumbrante momento de una vida que empieza.
No les alcanzó a los abortistas el
fanatismo y la furia no los autoriza a mirar la vida de frente.
Embrollados en esa masa oscura, sin
misericordia y sin culpa, preanunciaron la muerte del bebé, de
ahí los malabarismos verbales, por eso esquivan llamar a las cosas por su
nombre: “si estaba vivo ‒empezaron diciendo‒ pero no era vida “en serio”, era
una semivida precaria e inestable, no podía sobrevivir, porque la “ciencia”
dice que en esas condiciones es imposible.
En realidad estaban
anunciando sus propios deseos. Lo de la supuesta ciencia, puro cuento nomás.
Revisando últimos
estudios sobre el tema de recién nacidos de muy bajo peso y también de
extremado bajo peso, resulta que la información médica, la verdadera, aporta
datos bien diferentes. Un trabajo publicado en la revista American Journal of Obstetric destaca
que las tasas de supervivencia de los bebés prematuros han aumentado entre cinco y nueve por ciento en las
últimas tres décadas, debido a las mejoras en la atención neonatal.
Por ejemplo, los
bebés que nacen antes de las 22 semanas ‒que no hace mucho tiempo era improbable
que sobreviviesen, ahora en cambio, gracias a diversos enfoques de tratamiento y
nuevos aportes científicos‒ un 23% de esa población sigue con vida ‒y dos
tercios de ellos no tienen deterioro serio del desarrollo neurológico.
Un ejemplo de lo que
decimos, sucedió hace cuatro años en Texas, una mujer con 20 semanas y media de
gestación dio a luz a Lyla, una nena que al nacer pesaba menos de 400 gramos.
También a la mamá le anunciaron que la hija moriría. Claro que una madre, no
queda inmóvil como estatua al ver agonizar a su hija. Usó desesperadamente
todas las palabras imaginables, una detrás de otra, rogó, suplicó a los médicos
que asistieran a la beba, tal vez, de alguna imposible manera sabía que
viviría.
Y los médicos de Texas escucharon.
Después de 126 días de
cuidados en neonatología, finalmente pudo ir con sus padres a conocer su casa.
Hoy Lyla ‒la nena de la
que hablamos‒ tiene 4 años y salvo un leve defecto en el habla lleva una vida
normal.
Claro, Lyla tuvo la dicha de nacer
lejos de Entre Ríos y más lejos aún, de la jueza Estévez.
Ahora nos enteramos que una chica
jujeña de 12 años fue abusada por un tipo de más de 60. Ahí está el mayor
agravio a la razón. Bien visto el único acto de justicia posible sería castigar
duramente al violador, pero no, ellos quieren la otra sangre, la que colma el
odio, la del más completo inocente, quieren la sangre de la víctima.
Son los mismos que se aterran cuando
hablan de pena de muerte.
Una sociedad enredada en confusión tan
descomunal, en la que cualquiera opina sobre todo, con aires de saber demasiado, cuando en
realidad su única demasía es la ignorancia, un grupo humano que ama las formas más
groseras y vulgares, desconoce los límites y llama problema moral complejo a
exigir que los médicos, en lugar de proteger la vida se vuelvan criminales.
Volviendo al
artículo, nos indica que pasa con los bebés nacidos entre las 22 y las 23 semanas de gestación, sorprende
encontrar que ellos lleguen a alcanzar casi un 75% de supervivencia y
sin deterioro grave.
Claro que la mayoría de los medios hacen
lo imposible por incentivar esa inquietante sed de crueldad. Son datos normales
‒explican‒ esa es una realidad deseable en una sociedad progresista,
revolucionaria, de avanzada.
A la curiosa degradación, desde Cambiemos,
la llaman “chau tabú”.
Nosotros creemos que la escena del
bebé en aquel quirófano de Concordia, desde ahora deberá ser imprescindible en
un álbum sobre las formas menos humanas del odio. Como algunos la creyeron
“inapropiada” fue rápidamente retirada de los medios y culparon a quienes la
difundieron, a los mensajeros, en lugar de juzgar a los responsables del
crimen.
Parecería que una cosa es hablar del
aborto y otra distinta ver las consecuencias.
De acuerdo, dejemos de lado por un
momento el tema del aborto, pero vayamos al otro aspecto ‒por las razones que
fueran‒ el hecho esencial, lo determinante es que nos encontramos con un bebé
que respira y se mueve, llora, su corazón late, o sea muestra su vitalidad de
manera clara y manifiesta.
Entonces, ¿qué se debe hacer con él? ¿Lo
asistimos como a una persona más necesitada de ayuda, lo protegemos como a
cualquier otro recién nacido o hay que dejarlo morir? ¿Tiene derecho a la vida?
Y la pregunta última: ¿quién dice quién vive y quién muere?
Hemos escuchados múltiples comentarios
acerca del caso de Jujuy. Vimos en la tele a periodistas indignadas porque no
se había cumplido con el protocolo del aborto no punible.
Es decir: protestaban no por la
jovencita violada, ni por su salud, la furia era porque le practicaron una cesárea
en lugar de un aborto, es decir estaban indignadas porque no se había consumado
la carnicería.
Es desolador escucharlas, hay mucho de
terrible y oscuro, hay un derrumbe moral estruendoso que sucede cuando un
hombre vocifera porque no mataron a un recién nacido. Pero cuando como ahora,
las que gritan son mujeres en nombre de sus derechos, esos derechos en cierto
modo, son como los vientres de la muerte y huelen menos a triunfo que a cadáver.
No manipulemos más las palabras y de
una buena vez digámoslo todo, blanco sobre negro, muy negro porque en eso
consiste un aborto, en una impiadosa negrura del alma, de esto se trata la
famosa “interrupción”, consiste en destrozar instrumentalmente a un bebé.
Un médico, digo, un sirviente de
Planned Parenthood, declaró que: una vez que una mujer decide abortar, a la
única que hay que proteger es a la mujer.
Como si nos dijera, hay un “otro” pero
qué valor tiene, a quien le importa, es una nada. Rezuma el veneno sartreano: “el
infierno son los otros”.
Miguel De Lorenzo
Buenos Aires, 19 de enero de 2019