SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO (Parte 6)


La Iglesia, defensora de la verdadera libertad social


9. La Iglesia, aleccionada con las enseñanzas y con los ejemplos de su divino Fundador, ha defendido y propagado por todas partes estos preceptos de profunda y verdadera doctrina, conocidos incluso por la sola luz de la razón. Nunca ha cesado la Iglesia de medir con ellos su misión y de educar en ellos a los pueblos cristianos. En lo tocante a la moral, la ley evangélica no sólo supera con mucho a toda la sabiduría pagana, sino que además llama abiertamente al hombre y le capacita para una santidad desconocida en la antigüedad, y, acercándolo más a Dios, le pone en posesión de una libertad más perfecta. De esta manera ha brillado siempre la maravillosa eficacia de la Iglesia en orden a la defensa y mantenimiento de la libertad civil y política de los pueblos.
No es necesario enumerar ahora los méritos de la Iglesia en este campo. Basta recordar la esclavitud, esa antigua vergüenza del paganismo, abolida principalmente por la feliz intervención de la Iglesia. Ha sido Jesucristo el primero en proclamar la verdadera igualdad jurídica y la auténtica fraternidad de todos los hombres. Eco fiel de esta enseñanza fue la voz de los dos apóstoles que declaraba suprimidas las diferencias entre judíos y griegos, bárbaros y escitas[6], y proclamaba la fraternidad de todos en Cristo. La eficacia de la Iglesia en este punto ha sido tan honda y tan evidente, que dondequiera que la Iglesia quedó establecida la experiencia ha comprobado que desaparece en poco tiempo la barbarie de las costumbres. A la brutalidad sucede rápidamente la dulzura; a las tinieblas de la barbarie, la luz de la verdad. Igualmente nunca ha dejado la Iglesia de derramar beneficios en los pueblos civilizados, resistiendo unas veces el capricho de los hombres perversos, alejando otras veces de los inocentes y de los débiles las injusticias, procurando, por último, que los pueblos tuvieran una constitución política que se hiciera amar de los ciudadanos por su justicia y se hiciera temer de los extraños por su poder.
10. Es, además, una obligación muy seria respetar a la autoridad y obedecer las leyes justas, quedando así los ciudadanos defendidos de la injusticia de los criminales gracias a la eficacia vigilante de la ley. El poder legítimo viene de Dios, y el que resiste a da autoridad, resiste a la disposición de Dios[7]. De esta manera, la obediencia queda dignificada de un modo extraordinario, pues se presta obediencia a la más justa y elevada autoridad. Pero cuando no existe el derecho de mandar, o se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios. Cerrada así la puerta a la tiranía, no lo absorberá todo el Estado. Quedarán a salvo los derechos de cada ciudadano, los derechos de la familia, los derechos de todos los miembros del Estado, y todos tendrán amplia participación en la libertad verdadera, que consiste, como hemos demostrado, en poder vivir cada uno según las leyes y según la recta razón.