Asalto a la Curia Metropolitana |
El 10 de noviembre de 1954 Perón desató una violenta campaña contra la Iglesia Católica, acusándola de interferir en la política nacional e incentivar la oposición al gobierno. Ese día, por la mañana, el primer mandatario organizó un plenario en la Quinta Presidencial de Olivos en el que anunció a sus ministros, legisladores, representantes sindicales y las autoridades del Partido Peronista, de la Confederación General Económica (CGE), de la Confederación General Universitaria (CGU) y la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), las medidas que iba a adoptar. En un largo monólogo de varias horas, el mandatario acusó a la Curia de fomentar la oposición y llevar a cabo maniobras desestabilizadoras tendientes a derrocar el gobierno, acusando de perturbadores a numerosos sacerdotes y religiosos entre los que se encontraban los obispos de Córdoba y Santa Fe al tiempo que anunciaba una serie de medidas para neutralizar su accionar.
El desconcierto se apoderó de buena parte de la población, aún dentro del régimen gobernante y pese a que mucha gente pensó que se trataba de palabras, en los días posteriores quedó en claro que el presidente de la Nación pensaba desatar una verdadera guerra contra la Iglesia.
Monseñor Manuel Tato |
Comprendiendo perfectamente su rol protector, los valerosos militantes de Acción Católica, abrían brechas entre sus filas para dejar pasar a los feligreses, cerrándolas de inmediato cuando trasponían el vallado humano que habían formado.
Repentinamente apareció un jeep en el que viajaban dos miembros de
La tensión fue creciendo hasta que, repentinamente, cuando arreciaban los insultos y las provocaciones, desde las filas peronistas partió un ladrillo que impactó en el rostro de un defensor. La víctima, un muchacho joven y rubio, rodó por los escalones dejando un reguero de sangre sobre ellos. Casi al instante, otro militante católico cayó de espaldas mientras se tomaba la cabeza. Sus compañeros levantaron a ambos y llevándolos a cuestas, comenzaron a retroceder en el preciso instante en que una lluvia de piedras, ladrillos, palos y botellas caía sobre ellos.
-¡¡Adentro!! - gritaron varias personas al mismo tiempo- ¡Todos adentro!
Cargando a los heridos, una veintena en total, los defensores retrocedieron hacia el interior de
Arnaudo fue el último en hacerlo, cerciorándose previamente, de que todo el mundo estuviera a cubierto. Una vez en el interior, numerosos brazos lucharon con denuedo por cerrar los pesados pórticos, forcejeando con los peronistas que pugnaban por abrirlos.
Varios disparos se escucharon afuera mientras un individuo que llevaba una bandera argentina, hacía esfuerzos sobrehumanos por ingresar. El mismo, fornido y de gruesas gafas, gritaba desesperadamente “¡Cristo Jesús!” al tiempo que varias manos lo empujaban hacia el exterior. Al ver su persistencia, Arnaudo se le acercó y le propinó varios golpes en el rostro, rompiéndole los anteojos y lastimándole un ojo. Sin embargo, el sujeto siguió forcejeando hasta que logró entrar, cayendo sobre el piso de
-¡Denle duro que este es de la Alianza! – gritó alguien, al tiempo que la gente le seguía pegando.
Afortunadamente, manos piadosas tomaron al individuo y lo retiraron hacia otro sector del templo, salvándolo de ser linchado.
Uno de sus compañeros le señaló la sacristía, donde Errecaborde era atendido por algunas mujeres junto a otros heridos y sin perder tiempo, corrió hacia el lugar. Una vez allí, encontró al pobre individuo con el pómulo izquierdo amoratado, la nariz sangrando y el ojo lastimado.
, Arnaudo se abalanzó sobre el grupo y sacando temerariamente parte de su cuerpo afuera, intentó retirar el obstáculo sin éxito pues una lluvia de proyectiles se lo impidió. Mientras eso sucedía, otro grupo de defensores dirigido por Humberto Podetti, destrozaba los bancos para proveerse de garrotes y apuntalar las puertas mientras las mujeres iban y venían asistiendo a los heridos. Finalmente el ladrillo logró ser quitado y la puerta principal se cerró, casi en el preciso momento en que la voz del padre Menéndez impartía directivas desde el púlpito.
-¡Atención por favor, atención!
Al escucharlo, varios jóvenes se le acercaron.
-¡Necesitamos organizarnos! ¡Alguien debe imponer el orden! ¡Elijan a un jefe!
No hubo dudas al respecto. La elección recayó en Arnaudo dada su estatura, su corpulencia, su fortaleza física y su presencia de ánimo.
-Si alguno de ustedes tiene un arma de fuego, que me vea cuando baje - indicó.
-¡No, eso no! – dijo el padre Menéndez confundido entre los defensores - ¡Armas de fuego aquí no!
Pese a ello, cuatro jóvenes se acercaron a Arnaudo cuando este bajó las escalerillas del púlpito para decirle que portaban armamento. Uno de ellos tenía un revolver calibre 32, otros dos un 22 cada uno y el cuarto una pistola de aire comprimido. No era gran cosa pero al menos era algo.
-¡Lafuente! – gritó desesperado - ¡Lafuente!
Cuando el aludido se acercó, los vidrios de aquel sector cayeron destrozados por el impacto de varios ladrillos.
-¡Tenemos que apuntalar las puertas urgentemente!
-Yo soy oficial de la Marina, señor! – dijo un joven, que se le acercó - ¿Qué quiere que haga?.
-Tome inmediatamente a diez hombres y apuntale esa entrada – ordenó Lafuente señalando los accesos de las cocheras.
Mientras el marino partía a cumplir la directiva, Arnaudo armado con un improvisado garrote, regresó al patio de la Curia, donde un joven lo detuvo y le dijo que diez mil obreros de la CGT marchaban armados hacia el lugar, dispuestos a todo. Entonces alguien propuso hacer sonar las campanas, cosa que los presentes aprobaron de manera unánime, dirigiéndose varios e ellos a la puerta del campanario para hacerlas repiquetear. La encontraron cerrada, por lo que el capitán Eduardo García Puló le dio una tremenda patada que la abrió violentamente.
-¡Si doctor! – fue la respuesta.
A esa altura de los acontecimientos era evidente que de nada servía el esfuerzo de aquel millar de asaltantes por apoderarse de la Catedral. Los defensores, guiados valerosamente por Arnaudo, resistían a más no poder mientras la Plaza de Mayo se iba llenando de curiosos que se habían acercado para observar.
Cerca de las 21.30 se hicieron presentes bomberos y policías, los primeros para controlar el fuego y los segundos, para dispersar a los manifestantes católicos que se habían agrupado en San Martín y Diagonal Norte para vivar a Nuestro Señor Jesucristo, a
y la libertad. Fue en ese preciso momento que, después de tres horas y media de lucha, el ataque cesó.
Finalizado el diálogo, Casares se acercó a Arnaudo y le comunicó que todo había terminado y que saldrían del lugar custodiados por los guardias del orden, previa entrega de las armas.
-Papá, andá hasta la biblioteca, agarrá las obras completas de Chesterton, sacá un papelito con direcciones que hay allí y quemalo inmediatamente – le dijo3.
Temía que durante alguno de los allanamientos que tendrían lugar ese mismo día, el comprometedor “documento” fuera descubierto y que implicase a todos los que figuraban en él.
-Acaten la orden – ordenó con voz apesadumbrada dirigiéndose a los defensores. No hay nada más que se pueda hacer.
Monseñor Tato solicitó a los defensores que depusieran su actitud mansamente y no creasen dificultades explicándoles que solo irían presos unas pocas horas ya que en breve se iniciarían las gestiones para lograr su liberación. Cuando dieron las doce, invitó a todos a comulgar, no solo para reconfortar espiritualmente a aquellos valientes, sino para evitar que el Sagrario con las hostias consagradas, quedasen a merced de los profanadores.
5 A las mujeres y los sacerdotes los dejaron en libertad después de tomarles sus nombres y números de documento.
* La mayor parte de la información fue extraída de El año que quemaron las iglesias, de Florencio Arnaudo y