EL PERONISMO COMO NEOCRISTIANISMO (Parte 9): PERÓN, EL "REALIZADOR" HISTÓRICO DE CRISTO

 

El fanatismo político

Para los argentinos, Dios es argentino. Para Evita, Dios es peronista:

"Hablaba de religión muy a menudo sobre todo con su hermano, enfermo de sífilis y en plena rebelión contra la injusticia divina. 'Al contrario -decía ella-, Dios es justo ¡Hasta es justicialista!'."

Si en Perón encontramos una personalidad vigorosa, en Evita se evidencian reflejos definitivamente contratantes. Aparece aquí, independientemente del juicio que se quiera trazar sobre su persona, el sentido trágico, absoluto, casi apocalíptico y profundamente transido de un verdadero fanatismo con que Evita encaró una vida pública intensa como pocas en la historia argentina. Sólo una muerte cuajada de dramatismo como la suya pudo constituir la rúbrica adecuada a esa existencia singular.

Por eso parece más adecuado inscribir la personalidad de Evita en la categoría del fanatismo que en la de un espíritu estrictamente religioso. Es el fanatismo de quien no sólo proclama que su opinión y actitud son fruto de una revelación divina, sino que además sostiene que ese mensaje es exclusivista y que debe ser impuesto violentamente contra todos y contra toda razón.

El fanatismo conduce a una irracionalidad inhumana. Aunque esté inspirado en los más altos ideales resulta claramente destructivo de la dignidad de la persona. La personalidad fanática se caracteriza por un sistema de ideas, creencias y opiniones que son defendidas con tal apasionamiento y tenacidad que su comportamiento se vuelve ciego e incapaz de contemplar otras perspectivas. Su raíz está en lo que se denomina en psiquiatría "ideas sobrevaloradas", que son las que se instalan en nuestra mente con tal fuerza, presión y jerarquía, que borran a los demás y terminan convirtiendo a la víctima de este espíritu en una persona intolerante e intransigente, y poseedora de un entusiasmo exaltado que conduce a la obstinación.

En muchas ocasiones el fanático arrastra tras de sí a muchos sujetos con la bandera de la libertad, la justicia, la religión o la rebeldía ante determinadas situaciones. Se alinean en su trayectoria el encasillamiento y el empeño cerril para no ver otro panorama que el propio. Se trata de un planeamiento persistente e irreductible por el camino del diálogo. El fanático se empeña en que no hay más razón que la suya, hasta tal punto que le es difícil aceptar otras posturas, por muchos argumentos que se le ofrezcan. Aferrado a sus posiciones, no admite la menor duda de que está en posesión de la verdad y la defenderá hasta el final, es decir, cualquier posibilidad mínima de pluralismo no tiene cabida en él. Evita no sólo fue fanática, a través del fanatismo insuflaba una verdadera mística que hizo del fanatismo una virtud y un estilo de vida:

"Al fin de cuentas, la vida alcanza su verdadero valor no cuando se la vive de manera egoísta, nada más que para uno mismo, sino cuando uno se entrega a la vida toda íntegra, fanáticamente, en aras de un ideal que vale más que la vida misma. Yo contesto que sí soy fanática de Perón y de los descamisados de la Patria".

En una distinción entre un fanatismo pragmático y un fanatismo dogmático, como categorías de un mismo género común que es la mentalidad fanática. Evita respondería a los caracteres del segundo. Sin embargo, en su caso está presente el deseo de ser considerada por la sociedad, que sería propia del fanatismo pragmático. Los rasgos de este fundamentalismo dogmático serían: creencia en una verdad que una vez aceptada no puede ser puesta en discusión, sentimiento de pertenencia, recurso a la fuerza para someter el juicio de los demás, impulso incoercible interior, que lleva a una entrega irrestricta incluso, de la propia vida, y necesidad de obtener un reconocimiento público de su personalidad.

El fanatismo de Evita no era inocente: cumplía una función homogeneizadora de las voluntades hacia los dictados de la figura deificada de su cónyuge. Cabalgando sobre esa sensibilidad, ella sería la primera abanderada del culto a la personalidad. Cumplía así entre sus prosélitos, y por extensión en todo el movimiento, una función de estricta subordinación política al poder central de Perón. Se puede decir que el fanático es intolerante, apasionado por el triunfo de su propia fe, insensible a cualquier otra causa y dispuesto a utilizar la violencia contra los que no comparten su idea. El fanatismo, por último, no es cristiano.

Desgraciadamente, ese espíritu en el que anida el odio y la exclusión de las personas sería un legado de Evita, que veinte años después fructificaría en la locura de sangre y de violencia expresada por los Montoneros y otras "formaciones especiales" del movimiento peronista. Con ese mismo sentido radical y definitivo concibió a Perón y al peronismo, como una verdadera representación temporal de lo sagrado, según pudo comprobarse al tratar sobre el mesianismo en el capítulo anterior. Así lo manifiesta con una claridad meridiana:

"Para tomar un poco la doctrina religiosa, vamos a tomar la doctrina cristiana y el peronismo, pero sin pretender hacer aquí una comparación que escapa a mis intenciones. Perón ha dicho que su doctrina es profundamente cristiana y también ha dicho que su doctrina no es una doctrina nueva; que fue anunciada al mundo hace dos mil años, que muchos hombres han muerto por ella, pero que quizá no ha sido realizada aún por los hombres".

Con todo y pese a las salvedades que ella misma se adelanta a realizar, parece evidente que la comparación deviene inevitable en su planteamiento, así como su también obligada conclusión:

Perón es el realizador histórico de Cristo, el nuevo Constantino y el nuevo carlomagno que ha venido a realizar la ciudad cristiana: la Civitas Dei.

Resulta innegable que la forma como Evita entendía a Perón y al peronismo, se inspiraba en un sentido claramente providencial y mesiánico. Toda su actitud de vida no expresa sino lo que entendió -con toda la fuerza de su propia autenticidad- como una verdad que no admitía discusiones, así como tampoco las admiten los dogmas. Una verdad que sólo se resolvía en lo que ella misma comprendía como la realización histórica del peronismo: la conformación de una sociedad según los valores evangélicos entendidos en sentido tolstoiano, o más precisamente, como la interpretación justicialista de la doctrina de Jesús según un cuño tolstoiano.

El sacerdote jesuita Hernán Benítez -quien la conoció en su intimidad religiosa como asesor espiritual- muestra como ella se sentía radicalmente comprometida a gastar su vida en la consecución de estos ideales:

"Estaba dispuesta, y lo decía, a dar su vida por la redención del pobre".