(Continuación de la parte 1 de la Presentación)
Como en las postrimerías del Imperio Romano, nos encontramos al fin de un ciclo terminal y decadente. Por fuera la invasión de los bárbaros, por dentro de la corrupción y la disgregación espiritual. Pero éstos son los "signos de los tiempos" que nos señalan la misión concreta que Dios exige de nosotros, y ésta no es la de encerrarnos en nostalgias estériles, o convertirnos en guardianes sin esperanza de ruinas ilustres, tropas auxiliares de un "orden" que ha dejado de ser cristiano. Es la de construir un orden nuevo, fundado en los principios que tienen la perennidad y la frescura de la eterna verdad. Pues "si remedio ha de tener el mal que ahora padece la sociedad humana, este remedio no puede ser otro que la restauración de la vida e instituciones cristianas" y "cuando las sociedades se desmoronan, exige la rectitud que si se quieren restaurar, vuelvan a los principios que les dieron el ser" (León XIII, Rerum Novarum).
La magnitud de esta tarea está indicada en la célebre frase de Pío XII: "es todo un mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos; hay que transformarlo de salvaje en humano y de humano en divino, es decir, conforme al corazón de Dios".
Pero estaríamos derrotados de entrada si aceptamos el mito marxista del determinismo histórico, vulgarizado en expresiones que han llegado a ser hoy moneda corriente: "el proceso irreversible", "la marcha inexorable al socialismo del mundo o de la historia", etc. Estas frases pertenecen al acervo de la guerra psicológica, y su eficacia es tremenda para derrotar anímicamente a un adversario que, al aceptarlas, se considera vencido de antemano. La historia no es un cauce ciego, no existe en ella nada que sea en verdad "inexorable". Las revoluciones son el producto de minorías llenas de fe y audacia, y las situaciones más desesperadas pueden ser trastocadas por la voluntad férrea de otras minorías, capaces en un primer momento de resistir a la corriente, para remontarla luego.
***
Sirvan estas reflexiones introductorias para enmarcar los dos trabajos que, publicados como artículos en la revista MIKAEL, aparecen ahora reunidos en este volumen. Ambos tienen el mérito de atacar a la subversión global en su faz intelectual, poniendo en descubierto las líneas esenciales de dos de sus mentores, importantes ambos no tanto por la profundidad u originalidad de su doctrina, cuanto por la eficacia de su influjo revolucionario.
El primero se debe a la pluma de Alberto Caturelli, autor de numerosos trabajos de filosofía y profesor en la Universidad Nacional de Córdoba, y se titula "El marxismo en la pedagogía de Paulo Freire". Constituye un excelente estudio sobre el pensamiento del ensayista brasileño, inventor de la "Pedagogía del oprimido", que fuera sucesivamente asesor educacional en Brasil, Chile, Argentina y Perú, desempeñando actualmente las mismas funciones en Ginebra (UNESCO y Consejo Mundial de Iglesias). El objetivo de Freire consiste en transformar la educación para instrumentarla al servicio de la praxis revolucionaria. Presentándose como católico, Freire ha alcanzado un notable influjo -de trágicas consecuencias- en innúmeros institutos religiosos de enseñanza. Sus obras parecieran haberse convertido en un evangelio infalible para los clérigos despistados y religiosos "abiertos" a los slogans de moda y a las novedades excitantes. El trabajo del Prof. Caturelli demuestra acabadamente que el cristianismo de P.F. no pasa de ser una máscara para incautos.
En el segundo artículo, Enrique Díaz Araujo -profesor de la Universidad Nacional de Cuyo- analiza con peculiar estilo incisivo, salpicado de sana ironía. a "Herbert Marcuse, o el profeta de la subversión". La doctrina de Marcuse es una curiosa y contradictoria mezcla del monismo pansexualista de Freud con el monismo economicista de Marx, cuyo único punto de coincidencia reside en la visión unilateral y materialista del hombre y la sociedad. Pero esta síncresis absurda fue el detonante que conmovió a Francia y Europa con la rebelión estudiantil de París en mayo de 1968. Si Freire es el técnico de la concientización, Marcuse es el profeta, degradado y degradante, de la disgregación pre-revolucionaria. Ambos son ejemplos claros de que la inteligencia corrompida, al servicio de la praxis revolucionaria, constituye una fuerza más eficaz y peligrosa que las armas materiales empuñadas por los secuaces de la guerrilla marxista.
Son aspectos diversos de una guerra total, ante la que no podemos permanecer neutrales o indiferentes. No sólo porque nos duele la realidad de nuestra Patria amenazada y herida, sino, ante todo, por nuestra convicción fundada de que catolicismo y marxismo constituyen dos cosmovisiones irreconciliables, que se oponen no como contrarias, sino con la contradicción radical que existe entre el sí y el no, entre la Verdad y el error.
***
Permítasenos una última observación. Cuando alguien ataca o denuncia la penetración de la subversión marxista -lo que en su lenguaje casi esotérico constituye una "provocación"- los marxistas reaccionan acusándolo de "maccarthysmo" o de "cazador de brujas". Como estas palabras han sido dotadas por la propaganda de una carga psicológica negativa, a nadie le gusta verse etiquetado con ellas y son muchos los que retroceden ante lo que ha llegado a ser un verdadero terrorismo intelectual. Esto es parte del complejo de inferioridad de un Occidente psicológicamente derrotado. Pero reléase la cita de Lenin que encabeza estas líneas, y se podrá comprobar que si tendemos a "ver comunistas en todas partes", no es nuestra culpa. Es la momia sagrada de la Plaza Roja quien denunció el "contagio" generalizado. Nosotros -en esto- nos limitamos a darle la razón.
P. Alberto Ezcurra