UNA DIFÍCIL RELACIÓN
Según algunas opiniones, Evita habría sido una sincera católica romana, pero esta apreciación, quizás nacida desde una subjetividad benévola, podría ser cuestionada. Sin poner en duda ni la autenticidad ni la legitimidad de su preocupación lacerante por la justicia, es posible en cambio abrir un interrogante sobre si la misma respondía verdaderamente al sentido evangélico más profundo del amor cristiano.
Las apariencias pueden así engañar. En el gnosticismo, por ejemplo, puede advertirse, como en el cristianismo, una preocupación por los otros. Pero ambas preocupaciones no responden, sin embargo, a la misma naturaleza. El gnóstico, convencido de la novedad y la bondad absoluta de su ideal utópico, se siente un elegido. En realidad es un iniciado convencido de su capacidad de amor, por estar dispuesto a sacrificarse por su idea: sin embargo, no se encuentra en una relación oblativa sino posesiva con los otros. Es posible de este modo dar la vida sin caridad y confundir el amor con una ética social: luchar por la justicia, la preocupación por los demás, repartir los bienes entre los pobres, todo ello forma parte del ámbito moral y no necesariamente de la esfera interpersonal del amor. El mismo San Pablo nos lo ha aclarado:
"Ya puedo dar en limosnas todo lo que tengo, ya puedo dejarme quemar vivo, que si no tengo amor, de nada me sirve".
En realidad su formación cristiana fue muy reducida y ello se evidencia en su sentido de lo religioso, que podría calificarse de casi primitivo, incluso supersticioso. Poseía una fe inmadura, básicamente emotivista y atada a conceptos bastante primarios sobre la divinidad, propias de la religiosidad popular, que por otra parte caracterizaba en líneas generales a gran parte del pueblo humilde de su tiempo, del que Evita no era sino su expresión más auténtica. Lo dicho se transparenta en su actitud ante el rezo del rosario de Lilian Guardó, su dama de compañía durante la estancia europea y a quien dirigía en reiteradas oportunidades súplicas de oraciones, aunque con un sentido más bien fetichista.
Mi interpretación de esta actitud es que Evita se sentía más segura sabiendo que su amiga rezaba, aunque ella misma aparentemente no lo hiciera, más que nada por su propia incapacidad para una vida religiosa profunda. Estas circunstancias de una pronunciada inmadurez personal especialmente en su vida religiosa explican también su sacralización política del peronismo y de su jefe. Lo cierto es que las formas con las que ella buscó que los valores evangélicos fueran insertados en la vida social fueron, sin embargo, evidentemente inadecuadas a esos mismos valores. Resulta elemental comprobar cómo el peronismo adquirió en ella el perfil de una doctrina absolutista que debía admitirse obligatoriamente con evidente menosprecio de la libertad de las conciencias, lo cual expresa la medida de la distorsión que se vivió entre los años 1946 y 1955 en el país.
El estilo personal de Evita, mediante el cual ella ejercería su rol dentro del peronismo, adquirió una forma institucional en la Fundación que se constituyó en el instrumento para la realización de lo que se dio en llamar su obra social. Más de una vez se ha señalado el significado profundamente taumatúrgico encarnado en la mujer que recibía en una suerte de extraña corte de los milagros a los desheredados de la tierra para implementar de una manera que aparecía a los ojos del pueblo como casi sobrenatural o mágica, soluciones prácticas a acuciantes necesidades humanas. Esta realidad guarda un notable paralelo con el ambiente humano que había caracterizado años atrás la presidencia Hipólito Yrygoyen, de tantas similitudes por lo demás en muchos aspectos con la figura de la "Señora" de los desamparados.
Conviene tener muy en cuenta que en el corazón de esas criaturas que llegaban hasta ella casi como ante una divinidad aparecía, bajo la fórmula de una dádiva, quizás algo más que una máquina de casero un empleo que resolvía un mero problema material: se encendía así en esas pobres gentes una conciencia hasta entonces desconocida en amplísimos estamentos sociales, que los enmarcada en una nueva categoría política de la historia nacional. Si no se entiende esto no se entiende el peronismo.
Ha de recordarse que varias hispánicas advocaciones, entre ellas la de la Virgen del Pilar, recogieron sus oraciones durante su tan comentada incursión europea. A ella le ofrece sus pendientes en espontáneo gesto la viajera. Antes había homenajeado a la Macarena en la Iglesia del Santo Óleo y visitado el camarín de la Virgen del Buen Aire, según el testimonio de su propia hermana. En Sevilla también ofrenda a la Virgen sus aros, siguiendo el consejo de Benítez, que no formó parte de la comitiva pero se encontraba presente durante la gira y había preparado su viaje. Recibiría entre otros homenajes del gobierno español la Orden de Isabel la Católica, que más de dos décadas después le sería impuesta también a María Estela Martínez de Perón, la tercera esposa de Perón.
El momento más importante de ese viaje, desde un enfoque religioso y social, lo representa sin duda su entrevista con Pío XII. Había sido precedida por su asesor espiritual, quien gestionó la audiencia con el Papa. Este tipo de misiones especiales ha sido frecuente en las relaciones internacionales entre la Santa Sede y las naciones. Una visita análoga durante el franquismo puede encontrarse en la entrevista que mantuvo el después designado cardenal Ángel Herrera Oria con Pío XII.
Sin duda, Evita había cifrado muchas esperanzas en esa entrevista (tal ves más de las que hubiera sido prudente admitir), fundamentalmente porque no resulta aventurado suponer que esperaría un al menos discreto respaldo del pontificado para sus preocupaciones sociales que tan explícitamente se hacían sobre una fundamentación evangélica. La entrevista de Benítez, por su parte, brindaba alas a esa expectativa. Significativamente, el relato biográfico ya mencionado de Erminda Duarte omite toda referencia a la estancia romana.
La visita se efectuó el 27 de junio de 1947 por la mañana y duró unos veintisiete o treinta minutos, lo habitual conforme al protocolo. Mientras algunas referencias apuntan que el anfitrión la sometió a una espera de veinte minutos, otras indican que Evita habría llegado con unos veinte minutos de retraso, luciendo en su pecho la cruz azul y plata de Isabel la Católica con que la había condecorado Franco. Fue recibida en el vestíbulo por Mons. Mario Masalli Rocca de Cornellano, chambelán secreto de Su Santidad. Inmediatamente la saludaron el príncipe Alejandro Ruspoli, Gran Maestre de la Orden del Santo Hospicio, y el cardenal Nardone, secretario privado del Papa. La acompañaban en la ocasión Lilian Lagomarsino de Guardó, quien no entró en el recinto por considerarse que la entrevista revestía un carácter estrictamente privado, aunque se guardó el protocolo correspondiente a una reina.