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LA GUERRA DE PERÓN CONTRA LA IGLESIA CATÓLICA APOSTÓLICA ROMANA

LA MÁS GRANDE PERSECUCIÓN SUFRIDA POR LA IGLESIA CATÓLICA APOSTÓLICA ROMANA EN ARGENTINA

Asalto a la Curia Metropolitana



 El 10 de noviembre de 1954 Perón desató una violenta campaña contra la Iglesia Católica, acusándola de interferir en la política nacional e incentivar la oposición al gobierno. Ese día, por la mañana, el primer mandatario organizó un plenario en la Quinta Presidencial de Olivos en el que anunció a sus ministros, legisladores, representantes sindicales y las autoridades del Partido Peronista, de la Confederación General Económica (CGE), de la Confederación General Universitaria (CGU) y la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), las medidas que iba a adoptar. En un largo monólogo de varias horas, el mandatario acusó a la Curia de fomentar la oposición y llevar a cabo maniobras desestabilizadoras tendientes a derrocar el gobierno, acusando de perturbadores a numerosos sacerdotes y religiosos entre los que se encontraban los obispos de Córdoba y Santa Fe al tiempo que anunciaba una serie de medidas para neutralizar su accionar.

El desconcierto se apoderó de buena parte de la población, aún dentro del régimen gobernante y pese a que mucha gente pensó que se trataba de palabras, en los días posteriores quedó en claro que el presidente de la Nación pensaba desatar una verdadera guerra contra la Iglesia.

Dentro de ese contexto, Perón envió al Congreso la Ley Nº 14.394 cuyo artículo 31º incluía el divorcio; junto con ello, promovió la Ley de Profilaxis que fomentaba la apertura de prostíbulos y la suspensión de la enseñanza religiosa en las escuelas, prohibió todas las procesiones y mandó clausurar el diario católico “El Pueblo”, fundado el 1 de abril de 1900 por el padre Federico Grote.
Cuando en mayo de 1955 el catolicismo dejó de ser la religión oficial del Estado, la ciudadanía comprendió que un nuevo período de violencia y persecución se había desatado en la Argentina.

El 25 de abril de ese año el gobierno firmó el controvertido contrato petrolero con la Standard Oil Inc. Co. de California, otorgando a los norteamericanos una concesión especial en la lejana gobernación de Santa Cruz, con derecho a explotación y extraterritorialidad. De un plumazo Perón dejaba a un lado su reiterativa prédica de diez años en contra de los EE.UU. y adoptaba una medida netamente “entreguista”, palabra que sería muy utilizada por sus seguidores al referirse a la oposición, diez años después.

Las nuevas disposiciones tornaron extremadamente tenso el ambiente en Buenos Aires.

La persecución religiosa, algo realmente inaudito para la población argentina de aquellos días, cobró mayor vigor cuando el gobierno de La Rioja prohibió la tradicional procesión con las imágenes San Nicolás de Bari y el Niño Alcalde, que se venía efectuando desde tiempos inmemoriales, aumentando paralelamente las detenciones y cesantías en cargos públicos. El 21 de marzo de 1955, el gobierno suspendió por ley, varias fechas religiosas del calendario oficial, entre ellas el Día de Todos los Santos, el de los Fieles Difuntos, San Pedro y San Pablo, la Inmaculada Concepción y Corpus Christi, reemplazándolas por otras de carácter partidista, la principal, el 17 de octubre, “Día de la Lealtad"El 1º de mayo Eduardo Vuletich, secretario general de la CGT, exclamó ante una multitud concentrada en Plaza de Mayo: ¡Nosotros los trabajadores preferimos al que nos habla en nuestro idioma y no al que reza en latín, mirando hacia el altar y dando la espalda al pueblo!”.

Las hostilidades continuaron. Después de ese multitudinario acto en el que Perón insinuó que la cúpula clerical “debía irse”, la Cámara de Diputados suprimió el juramento “Por Dios y sobre los Santos Evangelios”, derogó la enseñanza religiosa, votó la Ley de Profilaxis e impuso pesadas contribuciones a los establecimientos católicos. Cuando el 17 de abril el Episcopado hizo leer en las iglesias una pastoral que hacía referencia a lo que estaba aconteciendo, fueron detenidos varios sacerdotes y militantes católicos, hecho que en días posteriores movió a algunos funcionarios del régimen a presentar sus renuncias. Lentamente, el régimen comenzaba a dar señales de fractura.

Llegó el día de la procesión de Corpus Christi que desde la segunda fundación de Buenos Aire se venía efectuando anualmente en Plaza de Mayo, con las autoridades de la ciudad siguiendo al Santísimo Sacramento bajo palio, hasta la Catedral.

La celebración había sido prohibida por la ley 14.400, que además, declaraba a esa fecha “Jornada laborable”, permitiendo a los patrones descontar el día a aquellos empleados que no acudiesen a sus puestos de trabajo. Sin embargo, en abierto desafío a las autoridades y al propio Perón, grupos católicos trabajaron febrilmente para que la misma se llevase a cabo. 

Enterado de la “maniobra”, el gobierno hizo saber a la ciudadanía que la conmemoración iba a ser permitida solo en el interior de la Catedral, clara tentativa de mitigar los ánimos, medida que, como era de esperar, no engañó a los católicos ni  les impidió movilizar sus fuerzas para que la procesión se llevase a cabo tal como se lo venía haciendo desde el siglo XVI. Era la primera vez que el omnipotente gobierno peronista era abiertamente desafiado. El hecho motivó una urgente reunión entre el gobierno y los representantes de la Iglesia a la que asistieron el ministro del Interior Ángel Borlenghi, el de Relaciones Exteriores y Culto, Julio Atilio Bramuglia, el jefe de Policía Miguel Gamboa y los representantes de la Curia Metropolitana, monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa. Durante la misma, los representantes del gobierno sugirieron no llevar a cabo el acto arguyendo que podían producirse hechos de violencia a los que iba a resultar imposible evitar, argumentos que en absoluto amilanaron a la grey católica. El 11 de junio de 1955, cerca de las 15.00, miles de hombres, mujeres y niños se concentraron frente a la Catedral Metropolitana, para asistir a la ceremonia.  

Encabezó la procesión monseñor Antonio Rocca, vicario general, quien llevó el Santísimo bajo palio mientras la multitud cantaba y coreaba himnos religiosos. Fue una manifestación imponente.


Al término de la misa (18.00), una larga columna de fieles tomó por Avenida de Mayo en dirección al Congreso de la Nación, que iba entonando el Himno Nacional e incorporando gente a medida que avanzaba. Consignas como “Cristo sí, otro no”“Argentina católica”“Perón o Cristo”“Libertad” y “También somos pueblo” se escucharon una y otra vez a lo largo del recorrido. Al llegar al Congreso los manifestantes permanecieron en el lugar unos instantes y al cabo de un tiempo se desconcentró en orden, tomando rumbos diversos. Sin embargo, pequeños grupos de enardecidos militantes comenzaron a proferir consignas contra el gobierno y arrancaron una placa contigua a una de las antorchas del gran edificio, que decía textualmente: “Justicialismo Integral. Esta llama fue encendida por la Sra. Eva Perón el 18-X-1950, Año del Libertador Gral. San Martín”. Otro militante hizo lo propio con dos placas que arrojó al interior del edificio, por debajo de las grandes puertas de hierro, mientras sus compañeros escribían en las paredes de Av. Callao y Rivadavia: “Fuera Nerón”“Cristo vence” “Zoológico Nacional” y pintaban una gran cruz sobre la “V” de la victoria. En el mástil del Congreso fue izada la bandera argentina y debajo ella la enseña papal y así, sin generar ningún incidente, el grupo se retiró.
Sin embargo, la cosa no terminó ahí.

El comisario Gamboa había infiltrado gente en la manifestación con el objeto de provocar disturbios y de ese modo, aprovechando el fervor y enardecimiento que dominaba a los manifestantes, fueron destruidos los vidrios del confiscado diario “La Prensa”, se profirieron insultos contra Perón, Evita, la CGT y el periódico oficialista “Democracia” y se destruyeron los parabrisas de algunos automóviles. Por la noche, militantes de la Alianza Libertadora Nacionalistas, activistas de la Confederación General del Trabajo e integrantes de la policía peronista, embadurnaron de tinta las estatuas de Sarmiento, Alberdi, Roque Sáenz Peña y Rivadavia así como los frentes de las embajadas de Israel y Yugoslavia y poco después destruyeron un vehículo de la embajada del Perú. Radio del Estado propaló la falsa información de que la manifestación religiosa había sido poco numerosa pero sumamente agresiva y le atribuyó los desmanes que, como se ha dicho, habían generado elementos ajenos a ella.

Pero lo peor ocurrió al día siguiente cuando los diarios, encabezados por “Democracia” con el titular “TRAICION”, dieron cuenta de la quema de la bandera nacional por las “turbas clericales”.

“Quemaron la bandera de la Patria e izaron en el Congreso la del Estado del Vaticano. Grupos clericales conducidos por curas de sotana, agraviaron a Evita, vociferaron contra la CGT y la UES, balearon Democracia y La Prensa, perpetrando a su paso una serie de graves desmanes”Por su parte, “El Laborista” dijo: “Quemaron nuestra bandera. Elementos clericales oligarcas promovieron disturbios en la ciudad. Se han puesto contra el pueblo” y así el resto, representantes todos de la prensa obsecuente".

Una foto de Perón junto a la enseña quemada, rodeado por altos funcionarios de gobierno, entre ellos Borlenghi y Gamboa, daba cuenta del terrible suceso, llevando a los ánimos a un estado de extrema alteración.

El domingo 12 de junio comenzó a circular la versión de que manifestantes peronistas iban a incendiar la Catedral. Ante semejante trascendido, grupos de la Acción Católica Argentina organizaron una suerte de cadena de comunicación para poner a la población en alerta y convocar a una concentración en Plaza de Mayo, con el objeto de defender el principal templo de la capital. Entre los primeros en acudir al llamado se encontraba el joven estudiante de ingeniería Florencio José Arnaudo, jugador de rugby del primer equipo del Club Obras Sanitarias y uno de los responsables del órgano clandestino “Verdad”. Un individuo realmente excepcional que ha dejado una detallada crónica de aquellas jornadas en un libro titulado El año que quemaron las iglesias.

Arnaudo, dotado de capacidad de liderazgo y mucha seguridad, fue uno de los primeros en llegar a la plaza, acompañado por varios amigos. Una vez allí, el grupo tomó contacto con los organizadores e inmediatamente después, se apostó con el grueso de la Acción Católica en las escalinatas del templo en espera de los acontecimientos.

Estuvieron allí cerca de una hora, conversando con un grupo de afiliados, cuando Arnaudo notó que una pequeña columna de manifestantes peronistas se aproximaba al lugar gritando, saltando y entonando vítores a su líder. Se trataba de gente humilde, típicos pobladores de los arrabales, pero entre ellos distinguió a varios matones y provocadores de la Confederación General del trabajo. Los primeros le dieron más pena que fastidio y en esos pensamientos se hallaba inmerso cuando alguien ordenó cerrar filas en las escalinatas para evitar que el grupo se acercase.

-¡Clericales, oligarcas!, ¡son todos traidores y vendepatrias! – gritaba los recién llegados.

Afortunadamente, a medida que pasaba el tiempo el grupo defensor fue incrementando su número y eso bastó para que los peronistas detuviesen la marcha.

-¡Perón, Perón! – coreaban mientras la situación se iba tornando tensa.

En ese momento, salió de la Catedral, monseñor Manuel Tato para impartir directivas e intentar calmar los ánimos.

-¡Nadie diga una palabra! – ordenó - ¡Nadie se mueva! ¡Solo nos defenderemos si nos atacan!

A eso de las 16.00 la manifestación peronista había crecido en número, duplicando al centenar de oponentes que, de brazos cruzados y con la mirada altiva, se mantenía firme en las escalinatas, estrechando filas. 
Fue en ese preciso instante que alguien se acercó a Arnaudo para decirle que individuos que lucían impermeables grises (era un día de pleno sol) se hallaban infiltrados entre los manifestantes. Arnaudo lo tranquilizó y permaneció en su lugar temiendo en su fuero interno que se tratase de sujetos armados de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), la temible fuerza de choque justicialista, responsable de los incendios de 1953 y de varias muertes y ataques violentos a la oposición. Mientras eso ocurría, monseñor Tato seguía repitiendo la orden de no reaccionar ni hacer movimientos amenazantes, en tanto la situación no lo exigiese. El clima se tornaba cada vez más preocupante ya que en esos momentos comenzaban a llegar los primeros fieles para asistir a la misa de la tarde.

Monseñor Manuel Tato

Comprendiendo perfectamente su rol protector, los valerosos militantes de Acción Católica, abrían brechas entre sus filas para dejar pasar a los feligreses, cerrándolas de inmediato cuando trasponían el vallado humano que habían formado.

Repentinamente apareció un jeep en el que viajaban dos miembros de la Alianza Libertadora Nacionalista, uno conduciendo y el otro arrojando volantes. El vehículo se detuvo frente a la Catedral y uno de los individuos que vestían impermeable se acercó para hablar brevemente con sus ocupantes. Eso confirmó las sospechas de Arnaudo de que los hombres de gris eran matones de la agrupación, y que estaban allí dispuestos a generar disturbios, pero prefirió no decir nada, de momento, para no despertar alarma. Cuando a las 16.30 se iniciaron oficios, el templo estaba colmado pese a que varias personas, temerosas de un estallido de violencia, optaron por retirarse.

El jeep con los miembros de la ALN se alejó pero al cabo de unos minutos aparecieron dos automóviles negros de los que descendieron varios sujetos de aspecto tenebroso. En esa tensión transcurrieron las horas hasta las 18.00, cuando casi de noche, los oficios finalizaron y la gente comenzó a retirarse presurosamente, permaneciendo en el interior unas pocas personas. Fue entonces que alguien propuso ingresar pero la decisión de permanecer firmes en el lugar fue terminante.

Para entonces los peronistas habían aumentado su número considerablemente rodeando a sus oponentes, que en total sumaban unas quinientas dieciséis personas de las cuales cuatrocientos treinta y cuatro eran hombres, casi todos afuera sobre las escalinatas del templo y el resto sesenta y cinco mujeres, más los diecisiete sacerdotes que permanecían con ellas en el interior de la Catedral.

La tensión fue creciendo hasta que, repentinamente, cuando arreciaban los insultos y las provocaciones, desde las filas peronistas partió un
 ladrillo que impactó en el rostro de un defensor. La víctima, un muchacho joven y rubio, rodó por los escalones dejando un reguero de sangre sobre ellos. Casi al instante, otro militante católico cayó de espaldas mientras se tomaba la cabeza. Sus compañeros levantaron a ambos y llevándolos a cuestas, comenzaron a retroceder en el preciso instante en que una lluvia de piedras, ladrillos, palos y botellas caía sobre ellos.

-¡¡Adentro!! - gritaron varias personas al mismo tiempo- ¡Todos adentro!

Cargando a los heridos, una veintena en total, los defensores retrocedieron hacia el interior de la Catedral, ingresando por la puerta principal que era la única que permanecía abierta.

Arnaudo fue el último en hacerlo, cerciorándose previamente, de que todo el mundo estuviera a cubierto. Una vez en el interior, numerosos brazos lucharon con denuedo por cerrar los pesados pórticos, forcejeando con los peronistas que pugnaban por abrirlos.
Varios 
disparos se escucharon afuera mientras un individuo que llevaba una bandera argentina, hacía esfuerzos sobrehumanos por ingresar. El mismo, fornido y de gruesas gafas, gritaba desesperadamente “¡Cristo Jesús!” al tiempo que varias manos lo empujaban hacia el exterior. Al ver su persistencia, Arnaudo se le acercó y le propinó varios golpes en el rostro, rompiéndole los anteojos y lastimándole un ojo. Sin embargo, el sujeto siguió forcejeando hasta que logró entrar, cayendo sobre el piso de la Catedral casi al mismo tiempo en que alguien le arrebataba la bandera. Sobre su cuerpo cayó una andanada de golpes, palos y patadas que lo dejó prácticamente inconsciente.

-¡Denle duro que este es de la Alianza! – gritó alguien, al tiempo que la gente le seguía pegando.

Afortunadamente, manos piadosas tomaron al individuo y lo retiraron hacia otro sector del templo, salvándolo de ser linchado.

Mientras tanto, en el atrio,
 los peronistas seguían presionando para abrir las puertas y los defensores hacían lo propio para cerrarlas.



Lejos de lo que todo el mundo creía, el individuo de las gafas no era un miembro de la fuerza de choque peronista sino un militante católico llamado Pin Errecaborde, que le había arrebatado la bandera a un agresor para precipitarse con ella en el interior del templo. Cuando Arnaudo lo supo, se tomó la cabeza desesperado y enseguida quiso saber a donde lo habían llevado para ir a pedirle disculpas. Había sido uno de los que más duramente lo había golpeado y se sentía terriblemente culpable por las lesiones que le había ocasionado.

Uno de sus compañeros le señaló la sacristía, donde Errecaborde era atendido por algunas mujeres junto a otros heridos y sin perder tiempo, corrió hacia el lugar. Una vez allí, encontró al pobre individuo con el pómulo izquierdo amoratado, la nariz sangrando y el ojo lastimado.

Arnaudo se le acercó y se deshizo en disculpas mientras aquel le explicaba que se había infiltrado entre en la turba peronista para arrebatarle la bandera a uno de sus integrantes.

En esos momentos la confusión imperaba en el sagrado recinto de la Catedral, donde el constante golpear de 
ladrillos, fierros y botellas contra las puertas y paredes del edificio se tornaba ensordecedor y el griterío espeluznante.

En los accesos, un grupo de defensores intentaba destrabar el portón principal que no se terminaba de cerrar porque un ladrillo atascado lo impedía. Ni la fuerza de una decena de fornidos muchachos parecía suficiente para lograr el cometido.

Temeroso de una irrupción a tiros por parte de 
la Alianza
, Arnaudo se abalanzó sobre el grupo y sacando temerariamente parte de su cuerpo afuera, intentó retirar el obstáculo sin éxito pues una lluvia de proyectiles se lo impidió. Mientras eso sucedía, otro grupo de defensores dirigido por Humberto Podetti, destrozaba los bancos para proveerse de garrotes y apuntalar las puertas mientras las mujeres iban y venían asistiendo a los heridos. Finalmente el ladrillo logró ser quitado y la puerta principal se cerró, casi en el preciso momento en que la voz del padre Menéndez impartía directivas desde el púlpito.

-¡Atención por favor, atención!

 Al escucharlo, varios jóvenes se le acercaron.

-¡Necesitamos organizarnos! ¡Alguien debe imponer el orden! ¡Elijan a un jefe!

No hubo dudas al respecto. La elección recayó en Arnaudo dada su estatura, su corpulencia, su fortaleza física y su presencia de ánimo.

Ante el pedido de quienes no lo conocían, Arnaudo subió al púlpito y arengó a los defensores, ordenando la formación de dos grupos, uno destinado a resguardar el templo y otro para hacer lo propio con la Curia, recayendo el mando del primero en el ingeniero Isidoro Lafuente y el del segundo en el dirigente de la Juventud Católica, Augusto Rodríguez Larreta. Acto seguido Arnaudo dispuso que las mujeres y los heridos permaneciesen en la sacristía y luego preguntó si alguien tenía armas. La respuesta fue negativa y por esa razón, se decidió improvisar cualquier cosa.

-Si alguno de ustedes tiene un arma de fuego, que me vea cuando baje - indicó.


-¡No, eso no! – dijo el padre Menéndez confundido entre los defensores - ¡Armas de fuego aquí no!

Pese a ello, cuatro jóvenes se acercaron a Arnaudo cuando este bajó las escalerillas del púlpito para decirle que portaban armamento. Uno de ellos tenía un revolver calibre 32, otros dos un 22 cada uno y el cuarto una pistola de aire comprimido. No era gran cosa pero al menos era algo.

Mientras tanto, en el exterior, los peronistas intentaban derribar las puertas utilizando un objeto pesado a modo de ariete.

Arnaudo se encaminó hacia 
la Curia para supervisar la situación y al pasar por la sacristía, vio a varias mujeres vendando a los heridos, algunos realmente graves; las menos lloraban por lo bajo al escuchar en el exterior los gritos de la turba enardecida y el ruido de los cristales rotos por la Pedrea, pero seguían con sus tareas valerosamente. En momentos en que atravesaba el patio, Arnaudo se cruzó con monseñor Tato, cuando se dirigía velozmente al templo. En la Curia, el ingeniero Lafuente, herido en la cabeza, apilaba muebles contra puertas y ventanas, asistido por sus primos y la gente a su cargo. 

Casi en ese mismo instante llegó también el padre Menéndez a quien Arnaudo preguntó si había otras entradas que cubrir. El religioso le señaló las cocheras y eso lo alarmó notablemente porque nadie, al parecer, había reparado en ellas. En medio de la obscuridad, Arnaudo se dirigió velozmente al lugar y al llegar,  comprobó con espanto que los peronistas estaban intentando derribar los portones.

-¡Lafuente! – gritó desesperado - ¡Lafuente!

Cuando el aludido se acercó, los vidrios de aquel sector cayeron destrozados por el impacto de varios ladrillos.

-¡Tenemos que apuntalar las puertas urgentemente!

-Yo soy oficial de la Marina, señor! – dijo un joven, que se le acercó - ¿Qué quiere que haga?.

-Tome inmediatamente a diez hombres y apuntale esa entrada – ordenó Lafuente señalando los accesos de las cocheras.

Mientras el marino partía a cumplir la directiva, Arnaudo armado con un improvisado garrote, regresó al patio de la Curia, donde un joven lo detuvo y le dijo que diez mil obreros de la CGT marchaban armados hacia el lugar, dispuestos a todo. Entonces alguien propuso hacer sonar las campanas, cosa que los presentes aprobaron de manera unánime, dirigiéndose varios e ellos a la puerta del campanario para hacerlas repiquetear. La encontraron cerrada, por lo que el capitán Eduardo García Puló le dio una tremenda patada que la abrió violentamente. Fue así como al intenso ruido del combate se le sumó el repicar de los bronces, claro pedido de auxilio impartido por los defensores.

Los peronistas concentraron su ataque sobre la Curia, creyendo que por allí les resultaría más fácil ingresar. 

Observadores apostados por Arnaudo en las azoteas y los techos, dieron cuenta de que la turba se había apoderado de un automóvil y que utilizándolo como un ariete, golpeaba los portones una y otra vez, con el prendieron fuego para que las llamas se extendiesen al edificio. Militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista y de la CGT desenfundaron sus armas y comenzaron disparar hacia las aberturas de la Curia cuando por ellas se asomaba o pasaba alguien. En vista de ello, Arnaudo ordenó apagar todas las luces y no asomarse, sabiendo que los forajidos tiraban a matar. Fue en ese preciso instante que en una de las habitaciones contiguas comenzó a sonar un teléfono. Mientras la campanilla sonaba insistentemente, uno de los vigías que había abandonado momentáneamente su puesto, se acercó a Arnaudo para informarle que en la esquina de San Martín y Diagonal Norte se estaban agrupando militantes católicos, al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, información que levantó el ánimo de los defensores.

A todo esto, el teléfono seguía sonando constantemente en la mencionada habitación por lo que un muchacho que se hallaba cerca le dio un violento empujón a la puerta y se apresuró a atender, pensando que se trataba de algo importante. Grande fue su sorpresa cuando del otro lado de la línea, una señora “paqueta” preguntaba sumamente preocupada, si era cierto que estaban incendiando la Catedral2. Los presentes se miraron azorados y casi enseguida, rompieron en risas que más que por lo absurdo de la situación, sirvieron para aflojar tensiones. Sin embargo, la risa duró poco porque los peronistas arreciaban en su arremetida.

De regreso en la sacristía, Arnaudo encontró al Dr. Tomás Casares, conocido militante y pensador católico que por expreso pedido de la jerarquía eclesiástica, seguía desempeñando las funciones de ministro de la Corte de Justicia, quien fuera de sí a causa de la indignación, le informó que acababa de hablar telefónicamente con las autoridades policiales y con el jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, para exigirles a ambos su mediación.

-Escúcheme bien, joven –le dijo a Arnaudo- Usted que está al mando, cuando llegue alguna de las autoridades, sea de la policía o el Ejército, debe avisarme inmediatamente, ¿me entendió? ¡Inmediatamente!.

-¡Si doctor! – fue la respuesta.

A esa altura de los acontecimientos era evidente que de nada servía el esfuerzo de aquel millar de asaltantes por apoderarse de la Catedral. Los defensores, guiados valerosamente por Arnaudo, resistían a más no poder mientras la Plaza de Mayo se iba llenando de curiosos que se habían acercado para observar.

Cerca de las 21.30 se hicieron presentes bomberos y policías, los primeros para controlar el fuego y los segundos, para dispersar a los manifestantes católicos que se habían agrupado en San Martín y Diagonal Norte para vivar a Nuestro Señor Jesucristo, a la Iglesia
y la libertad. Fue en ese preciso momento que, 
después de tres horas y media de lucha, el ataque cesóLa policía se acercó a las puertas del edificio para hablar con monseñor Tato y el Dr. Casares mientras los defensores aguardaban expectantes en el interior del templo y la Curia.

Finalizado el diálogo, Casares se acercó a Arnaudo y le comunicó que todo había terminado y que saldrían del lugar custodiados por los guardias del orden, previa entrega de las armas.

Mientras el Dr. Casares regresaba junto a monseñor Tato y el jefe de Investigaciones de la Policía Federal, los valerosos militantes que habían defendido el gran templo porteño procedieron a entregar su “arsenal”: el revolver 32, los dos 22 y la pistola de aire comprimido. Y mientras eso acontecía, Arnaudo, corrió hasta uno de los teléfonos para llamar a su padre con el objeto de avisarle lo que había ocurrido e informarle que posiblemente iría preso.


-Papá, andá hasta la biblioteca, agarrá las obras completas de Chesterton, sacá un papelito con direcciones que hay allí y quemalo inmediatamente – le dijo3.

 Temía que durante alguno de los allanamientos que tendrían lugar ese mismo día, el comprometedor “documento” fuera descubierto y que implicase a todos los que figuraban en él.

Casi en el mismo momento en que Arnaudo cortaba para ceder su lugar a un compañero, se le acercó su amigo y compañero de estudios, Gastón Bordelois, que no hacía mucho había salido de prisión, para decirle que había posibilidades de escapar por los techos. Arnaudo le agradeció el dato, pero le respondió que como jefe de la defensa, no era correcto abandonar su puesto. Sin embargo, le ordenó que junto a su otro amigo, Humberto Podetti, se fueran lo más pronto posible, a efectos de seguir editando “Verdad”, como venían haciéndolo desde que Perón desatara su persecución contra la Iglesia.
Ni Podetti no Bordelois lograron fugarse porque cuando se disponían a hacerlo, aparecieron por la salida efectivos de la policía y les cortaron el paso. Podetti regresó junto a Arnaudo y Bordelois se escondió, sin ser visto.

A todo esto, monseñor Novoa condujo a unos quince muchachos hasta una habitación secreta, ubicada detrás de un falso panel situado en el segundo nivel de la biblioteca y allí los introdujo, diciéndoles que aguardasen sin moverse ya que, por estar cumpliendo con el servicio militar unos y pertenecer al Colegio Militar y la Escuela Naval otros, su situación era extremadamente comprometida. A eso de las 23.00 se hizo presente el juez Carlos A. Gentile con una orden de arresto para todos los defensores, medida que el Dr. Casares (que no iría preso), intentó impedir intercediendo por ellos. Según sus palabras, no había razones que justificaran las detenciones, pero no logró evitarlas.


-Acaten la orden – ordenó con voz apesadumbrada dirigiéndose a los defensores. No hay nada más que se pueda hacer.

Monseñor Tato solicitó a los defensores que depusieran su actitud mansamente y no creasen dificultades explicándoles que solo irían presos unas pocas horas ya que en breve se iniciarían las gestiones para lograr su liberación. Cuando dieron las doce, invitó a todos a comulgar, no solo para reconfortar espiritualmente a aquellos valientes, sino para evitar que el Sagrario con las hostias consagradas, quedasen a merced de los profanadores.

Hombres y mujeres formaron fila y uno a uno fueron abandonando la histórica Catedral, sepulcro del Libertador de América, del Soldado Desconocido de nuestra Independencia y de grandes personajes del pasado argentino, escenario de hechos trascendentales de la historia y pieza de incalculable valor artístico y espiritual.

Dentro de los camiones policiales aunque satisfechos por el deber cumplido y reconfortados por 
la Sagrada Comunión, aquel puñado de espartanos fue conducido a la Penitenciaría Nacional, bajo severa custodia y estricta vigilancia.


Notas

1 Años después actor, cómico y efímero sacerdote.
2 Florencio Arnaudo, El año que quemaron las iglesias, Cap. XVII “La defensa de la Catedral”.
3 Ídem.
La habitación desaparecería cinco días después cuando la Curia fue incendiada por las turbas enardecidas, después del bombardeo aéreo a la capital.
5 A las mujeres y los sacerdotes los dejaron en libertad después de tomarles sus nombres y números de documento.


* La mayor parte de la información fue extraída de El año que quemaron las iglesias, de Florencio Arnaudo y La Revolución del 55, Tomo I, de Isidoro Ruiz Moreno.