Un poco de realismo: el pecado más característico de nuestro tiempo es la negación de la realidad


Cuando Descartes dijo, inflado de soberbia ególatra, aquello de «¡Pienso, luego existo!», lo que en realidad quería decir es: «¡Pienso, luego las cosas existen!» Y, desde entonces, a los hombres les dio por la locura de creer que su mente crea las cosas. Pero lo cierto es que las cosas existen independientemente de que nosotros las pensemos e independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ellas; y todas las mentiras salidas de nuestra mente (no olvidemos que ‘mente” y “mentira” tienen la misma etimología) no cambian la realidad. Pero el pecado más característico de nuestro tiempo es la negación de la realidad, la convicción de que las cosas no existen en sí mismas, sino tan sólo como proyección de nuestra mente, de nuestra subjetividad.

Sobre este postulado demente, el idealismo pudo afirmar impunemente que el mundo se forma y reforma mediante “ideas”. Así nacieron las ideologías, estructuras de pensamiento (o, en su versión más degenerada, meras colecciones de consignas para masas cretinizadas) que niegan la realidad de las cosas y pretenden moldearla a su antojo, hasta instaurar un paraíso en la Tierra. Pero la realidad es tozuda y no se inmuta ante los delirios humanos, sino que se queda en su sitio, dejando que los hombres se extravíen, como el padre de la parábola del hijo pródigo se queda en casa, dejando que su hijo se despeñe por el barranco. En la parábola evangélica, sin embargo, el hijo terminaba rectificando el error y regresaba a la casa paterna, después de alimentarse con las algarrobas de los cerdos. Las ideologías, en cambio, han logrado modelar personas menos humildes que el hijo pródigo de la parábola; personas fanatizadas que, después de darse de bruces contra la tozuda realidad, en lugar de arrepentirse, se siguen dando coscorrones contra ella, en su afán desquiciado de abrirle un boquete desde el que se pueda contemplar ese quimérico paraíso en la Tierra que su ideología les promete.

Naturalmente, debemos confiar en nuestra razón; pero siempre que nuestra razón confíe en la realidad, algo que los idealistas no están dispuestos a hacer. Chesterton afirmaba que habíamos perdido por completo el sentido común que nos permite aceptar la realidad de las cosas, para abrazar un «sinsentido fuera de lo común». Y añadía que la recuperación del sentido común —de la realidad de las cosas— sólo sería posible recuperando una filosofía que volviese a la humilde contemplación de la realidad.

Frente al filósofo egoísta que se aparta de la realidad del mundo para vivir sólo (y también solo) en su propia mente, Chesterton celebra la generosidad de Santo Tomás, que nos enseña que la verdadera libertad de la mente consiste en encontrar una vía de salida hacia la realidad. «En el idealista —escribe Chesterton—, la presión del mundo fuerza a la imaginación a dirigirse hacia dentro. En el tomista, la energía de la mente fuerza a la imaginación hacia fuera, porque las imágenes que busca son las cosas reales. […] El mundo real existe fuera de la mente o en ausencia de la mente. Y, por lo tanto, amplía la mente de la que pasa a formar parte. La mente conquista una nueva provincia, como un emperador, pero sólo porque la mente ha respondido al timbre, como un criado».

Esta actitud humilde de la filosofía tomista, que no tiene rebozo en empezar su estudio registrando los hechos y las sensaciones del mundo material, para ir ascendiendo luego y llegar a las más altas construcciones del pensamiento, es exactamente la contraria a la del filósofo idealista. Chesterton se identificaba tanto con Santo Tomás porque había descubierto que su filosofía se asentaba en un sentido común descomunal, en el reconocimiento de una realidad cierta. Y también en la valentía de atreverse a vivir en ella. Pues reconocer la realidad y vivir en ella es precisamente lo que la locura idealista (madre de todas las ideologías) pretende que no hagamos, para introducir en nuestras mentes fantasías enloquecedoras que tratamos de hacer realidad pegándonos coscorrones contra una pared. Por supuesto, en la realidad nunca se abren boquetes; en cambio, uno siempre se descalabra intentando horadarla. Y en eso estamos.

Por Juan Manuel de Prada

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