Recatolizar el catolicismo liberal

En dicha presentación, Alberto Bárcena citaba la justificación dada en el prólogo por monseñor Schneider: la recatolización de la sociedad europea empezando por un amplio sector de los católicos. ¿A quiénes se refería? Por supuesto, a los muchos católicos que vagan perdidos en medio de la humareda ideológica. Ese vasto sector al que aludía monseñor Schneider es lo que toda la vida se ha venido en llamar el catolicismo liberal; aquel cuerpo social (clero y feligresía incluidos) caracterizado por sus avenencias con la coyuntura política secularizante encaramada en las democracias occidentales. Lo que hoy podría delimitarse como el catolicismo afín al sistema.

Antes de continuar, fuerza poner en antecedentes a los católicos receptores de la mundanidad liberal: muchos ignoran que no hay nada más anticatólico que el luteranismo, y que la semilla de Lutero se halla en la génesis del pensamiento liberal. Lutero pergeñó la coartada perfecta para que la desobediencia a los mandatos divinos no pareciera inmoral, y para que la desobediencia a la ley natural no se antojara antinatural. Estableció los presupuestos básicos (entre otros, la separación de la fe y las obras, y el libre examen) para la sistematización posterior de una idea de libertad sugestiva, maniquea, y enaltecedora: sugestiva de la autonomía política, maniquea frente a la reprobación moral, y enaltecedora del egotismo.

Un concepto de libertad que, a buen seguro, es de los estrambotes más absurdos jamás concebidos en la historia del pensamiento. Hablamos de una libertad sin ley previa regidora, sin principio que la defina, sin regla intrínseca que la dirija… una libertad que se define a sí misma, que se pretende concepto originario. Pero la libertad, en contra de lo que comúnmente creen los católicos señalados por monseñor Schneider, no goza de autonomía conceptual; no se preceptúa por sí misma. Esa manera de entenderla es una arbitrariedad licenciosa denunciada desde siempre por los Papas y por la Doctrina Social de la Iglesia.

Para esbozarlo con mayor nitidez: ¿qué es el amor sin ley sino romanticismo? ¿Qué es la solidaridad sin ley sino filantropía? ¿Qué es la verdad sin ley sino relativismo? ¿Qué es la justicia sin ley sino revanchismo o (peor aún) represalia? ¿Qué es la religión sin Dios sino panteísmo en sus diversas modalidades? Idéntico paralelismo se cumple entre la libertad y el liberalismo, dejando aquella al albur de cada interlocutor y del Estado.

La libertad que demandan las mentes liberales, desde Lutero hasta nuestros días, es una libertad que nace de la negación en lugar de la afirmación, razón por la cual carece de un contenido expreso. En especial, tiene su origen en la negación de la autoridad en general, y de la auctoritas en particular. Es pues el producto de una voluntad nihilista que rechaza someterse al orden de las cosas. Una de sus producciones más surrealistas es la libertad de conciencia, a cuyo culto político se pliegan tantos y tantos católicos, sin sospechar que la conciencia, para ser tal, no puede darse libre en el sentido de autonomía y prescindencia de rumbo moral objetivo. De ser así, ya no sería conciencia sino apetito moral, que en lugar de elevar al hombre, le desciende a la categoría de operario de la sala de máquinas de sus pasiones; desde allí se ve empujado hacia el naturalismo que hará de él un ser maquinal.

La violación, el asesinato, la extorsión, la manipulación, el fraude y todos los desmanes causados por el enaltecimiento de la elección individual son actos fraguados en la libertad de conciencia. Por tanto, la libertad de conciencia es la arbitrariedad de la conciencia. Sepan los católicos liberales que semejante aberración ya viene inserta en las democracias sufragistas (otro subproducto del liberalismo) por el simple hecho de poderse tomar partido en unas elecciones con independencia del nivel de canallería que ostente un sujeto.

Observen los católicos afables con el liberalismo que detrás de esa devastadora ideología se esconde el mayor fraude intelectual de la historia: el intento por todos los medios de asociar la libertad a la fuente del deseo procedente del subjetivismo, siendo el deseo algo que no se puede legitimar ni jurídica ni moralmente. No existe ninguna ciencia jurídica, moral, ni menos aún teologal o filosófica, instituida para las pasiones. Contrariamente, las propias pasiones siempre trataron de instituirse a sí mismas bajo el remozo de los tratados ideológicos de racionalidad cosmética.

Aunque siempre hubo quien no se anduvo con contemplaciones; por ejemplo, el marqués de Sade confundió penosamente la felicidad con la excitación (cuya única ley es el instinto animal). Quizá no hubo nadie más consecuente con esa noción de libertad que Sade, quien sí supo hacer efectivas las licencias dadas a la conciencia. Para tapar ese inmenso agujero negro, los palafreneros del liberalismo tuvieron una idea limítrofe al desafuero de los instintos: aquella charada de apariencia ecuánime según la cual la libertad de cada uno acababa donde empezaba la de otro y viceversa (no fuera a ser que las futuras generaciones quisieran ser como Sade, y se viniera abajo el fraude liberal).

Vean los católicos liberales la imposibilidad de significar las cosas sin la contemplación del recorrido desde el origen hasta las últimas consecuencias. Es la única forma de concluir que el liberalismo no solo conduce a las faltas contra la sana doctrina, también es pecado de naturaleza, si nos atenemos a que considera imposición cualquier norma, sin excluir a las divinas. Nuestros primeros antecesores ya fueron expulsados del paraíso por hacer caso omiso del Creador. Con el liberalismo se reedita, en suma, una libertad para la cual la desobediencia expresa se legitima de antemano en la coartada de que toda norma es imposición. De esta manera el liberalismo, principal ideología descatolizadora, presenta la irregularidad de la voluntad, y reedita el pecado original con el prólogo de Martín Lutero y el inefable epílogo de “la democracia que nos hemos dado”.