Este libro, fruto de un ciclo de conferencias dictado por el autor durante 1997 en la Corporación de Abogados Católicos de Buenos Aires, quiere poner a nuestro alcance un conjunto de virtudes que el P. Sáenz califica de olvidadas. Algunas "pasadas de moda " y por eso preferidas, otras verdaderamente desconocidas para el hombre de hoy.
La consideración de las virtudes debe tomar como punto de partida el sentido propio y más profundo de esta realidad moral. Virtud, del latín "virtus", está emparentada con "vir", varón, y con "vires", fuerzas. Esta dependencia etimológica evoca una relación con la fuerza y el poder, una capacidad superlativa de obrar, de poner actos Esta posibilidad eficaz de realización, nos conduce al ser y al bien. Si la virtud es fuerza quiere decir que es expansión de ser, proyección hacía un fin que está más allá y que se conquista, se posee y se goza. Ese tal fin es el acto que es bueno, porque existe y todo lo que existe manifiesta la bondad y en la medida en que se realice con más perfección, mayor bondad podrá exhibir del ser.
La virtud es una disposición permanente que perfecciona las potencias del alma en orden al bien obrar. Este "bien obrar", o mejor obrar, esta optimización de la capacidad humana es lo que permite dar el concepto de virtud su sentido pleno.
Hablar de virtud, entonces, es hablar de apetito de superación, de vocación a la perfección, expansión inclaudicable hacia lo más noble, lo sublime, lo óptimo. Es indagar esa fuerza misteriosa que reside en lo más profundo del alma humana y la invita permanentemente a ir más allá, a conquistar lo más alto. Obrar según la virtud es buscar el desposorio con el bien, es vivir en un orden moral donde impera el señorío de lo mejor. La capacidad de tender incesantemente al mejor ser hace que la virtud, vivida con este sentido raigal y profundo, nos conecte permanentemente con el Bien sin fronteras a través de la realización particular y paulatina del bien que en cada instante se me requiere. Por el bien al Bien, verdadero fin último, Dios, Verdad, Bondad y Belleza infinitas. Por el triunfo en lo pequeño ir ascendiendo hasta lograr la conquista de la grandeza interior que prepara y dispone para la comunión real y efectiva con quien es la Grandeza y el Poder absolutos.
La connaturalidad con el bien consiguiente al ejercicio de la vida virtuosa, entonces, abre el alma a la perspectiva del bien absoluto, que es Dios. Paladeando el sabor de la santidad del Dios tres veces Santo el hombre se va empapando insensiblemente con el influjo bienhechor del que Es, es decir, pureza incontaminada, resplandor infinito de Verdad, luz plena sin mezcla alguna de obscuridad.
Así la atmósfera de las virtudes nos permite ir respirando poco a poco el hálito divino que se esconde en todo verdadero bien que podemos alconzar por el conocimiento, por el amor y por la acción. Esto nos lleva, asimismo, a centrar todo el esfuerzo moral en el impulso ascensional y positivo del bien que hay que conquistar, más que en el mal por evitar.
Sin soslayar el drama del pecado ni despreciar su nefasta influencia en nuestra vida, el acento puesto en la virtud le da a la moral toda la fuerza propia del que ataca, frente a las limitaciones propias del que sólo se defiende. Vivir la ética como un avance que siempre nos lleva más lejos es participar de esa mística triunfante, de esa aureola de gloria y de poder consiguiente a quien lleva la iniciativa. Frente a este cuadro de luminoso esperanza, limitarse solamente a evitar el mal es limitarse a quedar rodeado a merced del enemigo, es renunciar a desplazar las fuerzas hacia adelante. Una moral que privilegia la lucha contra el pecado frente a la conquista de la virtud es una moral teñida de pusilanimidad, es una moral que teme el riesgo y por eso renuncia ol triunfo de la santidad. A ia meta sin aristas del que ha dicho "Sed perfectos como es perfecto mi Padre celestial''.
Segunda parte