JUAN MANUEL DE ROSAS: EL PRINCIPE CATOLICO (Primera parte) por Antonio Caponnetto

Es el primer gran encomio que nos merece Rosas, pero es preciso aclararlo. Porque esta categoría así enunciada –y cuyo análisis hicieron plumas eximias como las de Saavedra Fajardo, Rivadeneyra o Donoso Cortés– no supone un hombre libre de pecados, debilidades o miserias; aunque por cierto que la ausencia o la superación de estos males seguirá siendo siempre lo deseable y arquetípico. Puesto que el santo, como bien lo explicara Max Scheler, tiene prioridad óntica sobre el héroe, sin ser manifestaciones opuestas entre sí. Es la presencia de un hecho determinante lo que define al Príncipe Católico. No un hecho privado, como podrían serlo y para su gloria, la piedad, la devoción o la personal ascesis, sino un hecho público: la custodia de la Fe Católica en la sociedad cuyos destinos rige. Más precisamente aún, el hacer de esa custodia la primera política de Estado. Por eso, y a tales efectos, no ocupa el centro de la escena en este punto, escudriñar el alma del Restaurador con los ojos sobrenaturalmente atentos del confesor. Columbrar sus defectos, sopesar sus atriciones, discernir sus propósitos de enmienda o reprobar sin más sus faltas morales, sería tan ocioso ahora como la legítima confección de una nómina de sus muchas virtudes. Lo que queremos subrayar es algo distinto, y ya quedó dicho. Para Rosas –máculas o purezas individuales al margen– la defensa de la integridad religiosa de la nación fue un constitutivo prioritario de su acción política. Tenía a la Cristiandad como un ideal posible, legítimo y necesario. Sobran ejemplos, pero pondremos algunos.

 Hay una carta remitida a Quiroga, con fecha 3 de febrero de 1831. Dice en un párrafo Don Juan Manuel: “La consideración religiosa a los templos del Señor y a sus ministros conviene acreditarla. Antes de ser federales éramos cristianos, y es preciso que no olvidemos nuestros antiguos compromisos con ellos; así como protestamos respetar los que hemos contraído como buenos ciudadanos”. La prelación es clarísima y de estricta ortodoxia: antes de ser ciudadanos de la tierra lo somos del cielo. La enseñanza paulina (Fil. 3, 20)se deja ver con presteza tras este redondo enunciado. Hay asimismo un Dictamen del 20 de marzo de 1834 –que Rosas solicitó a Felipe Arana que remitiera a Manuel José García– de similar o mayor contundencia confesional: “No debemos olvidar que la Iglesia Romana es la Madre y Maestra de las demás iglesias, y que por institución de Jesucristo tiene el principado de la potestad ordinaria sobre todas ellas”. Concepto que aún con mayor fuerza, si cabe, le había enunciado al Coronel Agustín Pinedo, en carta fechada el 21 de abril de 1830, desde San Nicolás. “Nuestra religión” –le dice– “es la Católica, Apostólica y Romana; y si no queremos ser desgraciados, es necesario que los funcionarios se esfuercen para que sean respetados y cumplidos sus preceptos, en conformidad con lo que acuerdan los Evangelios”. Al igual que el Gral. San Martín, que pedía para los blasfemos el hierro candente que atravesara sus lenguas, el Restaurador le confiesa a Mansilla, en carta del 30 de diciembre de 1833, su profundo convencimiento sobre la necesidad de que “la justicia armada, cansada de sufrir, cuelgue alguna vez para ejemplar escarmiento a esos malvados sin patria, sin pudor y sin religión”. No se dirá que el hombre valíase de eufemismos. No hay rodeos en sus comunicaciones a frailes, jueces y funcionarios pidiéndoles el mayor esfuerzo posible para cristianizar las costumbres, desterrar los vicios sociales, incrementar los ejemplos de pías actitudes públicas y prohibir por la fuerza la circulación de libros heréticos. No se hallará tampoco alguna elipsis cuando en la carta a Guillermo Brent, encargado de negocios de los Estados Unidos, le escribía el 11 de febrero de 1846: “El origen de toda verdad y la fuente de felicidad del género humano, está en la Revelación Divina [...]. La filosofía política y moral se extraviaría confusamente sin la luz inefable de la Fe y el fervor de la caridad cristiana”. O cuando arengó a su tropa, con la Proclama del Río Colorado, del 23 de julio de 1833, enseñándole taxativamente: “La Religión muestra el camino a la felicidad de los Estados. Ella enseña el respeto y la sumisión a la Ley, tan necesaria para la felicidad común. Señala el horror a los crímenes e indica los medios de evitarlo. Muestra el camino a la felicidad de la vida y el único que puede conducir al hombre a gozar de la gloria verdadera”. Ni cuando en personal misiva a la señora Pascuala, posiblemente apellidada Garran, le hace llegar esta sabia regla pedagógica: “los federales, cuando la patria nos necesita, debemos ser los primeros en servirla, y los federales como Usted deben ayudar a aumentar el número de los defensores de las Leyes y de la Religión de nuestra amada patria”. Ningún laicismo de Estado regía la concepción política de Rosas. Ninguna concesión a pluralismos, sincretismos o indiferentismos religiosos. 

La Argentina es Católica. El poder político no se seculariza ni desacraliza. El omnia instaurare in Christo debe ser propuesto, por consiguiente, con la fuerza y el alcance de una misión políticamente irrenunciable. 

Y esto, reiteramos, es lo que distingue y caracteriza a un Príncipe Católico. El decreto del 15 de noviembre de 1831 podría completar el panorama de cuanto llevamos dicho. Según el mismo, el Gobierno considera un atentado a la moralidad pública tener abiertos los comercios los días domingos o fiesta de guardar. Porque de ese modo se estaría violando uno de los preceptos eclesiales básicos, e impidiendo a los ciudadanos el justificado derecho a las festividades sacrales. Delicadeza de un bautizado fiel, que no sólo toma la forma de una normativa pública sino de anhelos privados, como cuando le escribe a Don Vicente González suplicándole “que no disimule la misa todo día festivo o de precepto”.

Compárense estos procedimientos con el criterio moderno de multiplicar las ventas y la acción de los mercaderes, precisamente en las jornadas dominicales o religiosas, y se comprenderá rápidamente la distancia insalvable que media entre una patria cristiana y una factoría ruinosa. Bien ha filosofado Josef Pieper sobre el valor de la fiesta en la consolidación cristiana de las sociedades; y recíprocamente, cómo éstas se depravan a la par que sus fastos pierden tono sobrenatural y son sustituidas por jornadas comerciales. Pero no nos perdonaríamos omitir otros testimonios igualmente ilustrativos que abonan y profundizan nuestra hipótesis. Existe una carta de Rosas, escrita desde Arrecifes, el 3 de junio de 1830, cuyo destinatario es el cura párroco de Pilar. Como el escrito se comenta solo, valga transcribirlo: 


Respetable Párroco: 

El moralizar las clases de los pueblos, el hacer gustar a los fieles las preces y alabanzas que por su antigüedad y melodía son insinuantes al corazón: el acostumbrar la juventud de ambos sexos a los actos de piedad, entonando reunidos en el templo canciones sencillas, me han movido a recordar el uso que en la casa de Dios y en las de familia se frecuentaba antes diariamente en un rato del día o de la noche. Me complacería de que reviviese esa cristiana práctica, de modo que en todas las Iglesias parroquiales después de rezado el rosario, se oyesen entonar las buenas noches, y en los sábados la Salve, como se acostumbraba antiguamente. Me tomo la confianza de acompañar a V. un ejemplar de las buenas noches y otro de la Salve dolorosa por que considero que los sentimientos que fundan mi súplica, estarán de acuerdo con los de V; pues estoy persuadido que practicando diariamente este ejercicio devoto, al paso que por su medio presentaría un motivo que excitase a la asistencia, al mismo tiempo imprimiría una devoción muy provechosa. También la memoria del Jefe de la Provincia asesinado el trece de diciembre de 1828, y la de los que han fallecido en defensa de las leyes y en desagravio del atentado cometido contra la autoridad, sería muy conveniente recordarla diariamente después del Rosario, rezándose en público un Padre nuestro con este objeto. Este recuerdo ayudaría a afirmar en los fieles el odio necesario a las sediciones, y el respeto a las leyes. Espero que el Ministerio de V. recibirá con agrado mis súplicas. Ellas proceden del mejor deseo de su compatriota y atento servidor: Juan Manuel de Rosas.

Segunda parte