VII.-
La sociedad política necesita de una autoridad pública que se ocupe de
las cosas comunes y que tenga la potestad de legislar, de juzgar y de castigar.
Esa potestad que ejerce la soberanía viene de Dios al gobernante, pues
Él creó al hombre con una peculiar naturaleza que sólo puede alcanzar su
plenitud en el seno de la sociedad política, y esa sociedad no puede subsistir y
desarrollarse sin alguien que la gobierne. Este origen divino de la soberanía es confirmado por las palabras de Cristo a Poncio Pilato: “No tendrías ningún
poder sobre mí sino se te hubiere dado de arriba” (San Juan, 19, 11).
En cambio, es de derecho positivo, de humana determinación, el
régimen político. No existe forma política alguna que se derive por vía de
conclusión de la ley natural o que sea “eco temporal del Evangelio”. La
legitimidad esencial estriba en el respeto al orden moral y en la búsqueda
eficaz del bien común político.
En los hechos, el régimen mixto de Santo Tomás se concreta cuando
uno es el depositario de la suprema autoridad y del ejercicio del poder
personal; una minoría dirigente abierta al mérito a la cual se puede entrar y de
la cual se puede salir, participa en el ejercicio del poder y un pueblo virtuoso,
como dice San Agustín, elige a sus magistrados.
Sin embargo, esto que es tan sencillo, hoy está escarnecido por la
aparición de la “democracia religiosa” o de “la religión de la democracia”.
No es la democracia como forma de gobierno, como un sistema para
seleccionar a los gobernantes, sino una panacea universal aplicable a todos los
pueblos y en todos los tiempos. Ella no necesita ningún justificativo finalista,
ni debe ajustarse al orden moral objetivo. Es autónoma en el sentido estricto
del término, se justifica y se basta a sí misma, por ser expresión de la voluntad
general que “es siempre recta”.
El Padre Meinvielle critica el “mito de la soberanía popular”, y se
refiere a nuestra época sombría, “fruto maduro de aquella semilla que cultivó
Rousseau y que hoy conocemos como el dogma intangible de la
Democracia… solución universal de todos los problemas”. Los argentinos tenemos memoria frágil, pero todavía recordamos las palabras del más
ideológico de los presidentes que hemos soportado: “con la democracia no
sólo se vota, sino también se come, se educa, se cura”, y los resultados
concretos en el campo de la economía, de la educación, de la salud. La
Comisión Permanente del Episcopado Argentino, en el año 2003, utilizó el
argumento pragmático para evaluar las consecuencias de nuestro régimen
político, y el error de los dichos de Alfonsín: “Lamentablemente durante estos
años, la democracia recibida con tanto entusiasmo, no ha logrado resolver
problemas tan vitales como el trabajo, la alimentación, la salud y la
educación para todos”.
VIII.-
No hay posibilidad alguna de sanear los regímenes políticos, si no
recuperamos la auténtica noción de pueblo. El pueblo existe si existen
hombres arraigados a Dios, a su tradición, a su familia, a su trabajo, a su
contorno geográfico, a su Patria. Hombres con interioridad, que sepan
discernir y juzgar por ellos mismos; que tengan conciencia de sus derechos, de
sus deberes y de sus responsabilidades; por lo tanto que sean capaces de una
verdadera participación en la cosa pública.
Muy distintas son las masas de nuestro tiempo, de las que habla
Meinvielle: “son sociedades de esclavos, en las que la multitud trabaja para el
goce de unos pocos que usufructúan todos los privilegios; pero una multitud,
por otra parte sin conciencia de sus verdaderos derechos y de su verdadero
bien, desorganizada, incapaz de exigir ni de reclamar eficazmente nada,
embrutecida y satisfecha con algunos desahogos, tales como el sufragio
universal… sus miembros son víctimas de los consorcios financieros
internacionales, los cuales después de haber corrompido las conciencias,
acordando prebendas a las personas influyentes de la colectividad, manejan
por medio de éstas, la misma cosa pública”. Esto, escrito hace muchos años, no ha perdido vigencia, y ¿no es acaso un ajustado retrato de nuestra
actualidad?
Tampoco ha perdido vigencia lo previsto en un texto de nuestra
Conferencia Episcopal de hace veinte años: “Otra desviación posible, a la que
es proclive la vida pública, es la soberbia del poder y la corrupción. El
hombre, en su acción política, debe estar siempre atento para impedir que el
movimiento que integra pueda… caer en la defensa de intereses mezquinos,
particularismos egoístas, ambiciones ilegítimas o corrupción económica. El
ciudadano ha de denunciar todas las formas de corrupción y no ha de
transigir con forma alguna de venalidad, latrocinio o abuso de poder o
autoridad”. ¿Podrían hoy nuestros pastores recordarlo al gobierno?
Pero Meinvielle no se agota en la crítica, sino también incluye un
programa positivo para mejorar la vida política, que como un eco de la
convocatoria socrática, debe comenzar por la renovación y catarsis del alma.
Y si no se dan las condiciones para la restauración de la cosa pública señala
que “es preferible limitarse a una acción en lo religioso y social intensificando
la vida cristiana de las multitudes, consolidando los hogares cristianos,
fomentando las agrupaciones de trabajadores y las corporaciones de
profesionales, estimulando la autarquía económica del propio país, de suerte
que todo este mejoramiento que se vaya operando en la vida social acabará
por mejorar la propia vida política”.
La autoridad estatal tiene importantes e indelegables funciones y debe
ser gestora del bien común, regulando, promoviendo y ayudando la acción de
los grupos infrapolíticos.
El Estado debe estar al servicio de la Nación histórica. Aquí, distingue
Meinvielle al primero, como el régimen político de un pueblo, y a la segunda,
como la totalidad de todas las fuerzas de la sociedad, que vinculan un pasado a
conservar y un futuro a construir.
En un capítulo de la citada “Concepción católica de la política”, estudia
el papel del Estado con relación a la familia, en la educación y en la cultura,
en la economía, y en su inserción en la comunidad internacional.
Finaliza el mismo abordando el tema de las relaciones entre el Estado y
la Iglesia, y afirma que los deberes recíprocos “se han de armonizar por medio
de un régimen concordatario estipulado entre la Santa Sede y los respectivos
gobiernos… La separación es inadmisible en tesis, y en las hipótesis
corrientes. La unión substancial, tal como la conoció la Edad Media, por la
plena subordinación de lo temporal a lo espiritual, es imposible por el
desquicio que en las conciencias y en las instituciones ha sembrado el virus
liberal. Sólo es posible, entonces, que ambos poderes se pongan de acuerdo y
traten de armonizar sus intereses en un concordato”.