Lo religioso en el peronismo
Existen muy pocas dudas acerca de la existencia de elementos religiosos constitutivos de la
acción política en los orígenes del peronismo. Si tomamos el período que trascurre desde la
labor del Cnel. Perón al frente del Departamento Nacional del Trabajo, posterior Secretaría
de Trabajo y Previsión, y su ascendiente poder a partir de la relación con los sindicatos, la
cristalización del movimiento peronista en las jornadas de octubre de 1945, y los dos
primeros gobiernos -el segundo de ellos interrumpido por el golpe de setiembre de 1955-, los
discursos y acontecimientos de la época, en su cantidad y en su significación, apuntan en
gran medida a una dimensión religiosa que está presente, con singularidades y oscilaciones,
en la enunciación discursiva del peronismo.
Esto ha sido una constante que ha acompañado al peronismo durante su historia de más de
medio siglo. Las diferencias en el tiempo irán variando, como así también las características
de sus matices y radicalizaciones, de sus estrategias de integración y resistencia. Lo
religioso existió en la opción católica postconciliar que encuentra en el peronismo el vehículo
popular adecuado para la cristianización del mundo obrero y de los sectores populares:
Montoneros y los sacerdotes tercermundistas, como se ha demostrado en otro estudio, estuvieron imbricados a la perspectiva católica que, con variantes postconciliares diversas,
fueron planteando un reconocimiento con la adhesión y seguimiento popular a la conducción
carismática del entonces líder exiliado. Y también, aunque seguramente con otras
características, las justificaciones y trayectorias religiosas formaron parte de las herramientas
ideológicas de construcción política en Guardia de Hierro. Todo este horizonte, sin mencionar
las incidencias católicas en la concepción de la sociedad sostenida por organizaciones
sindicales; basta recordar el análisis de Daniel James sobre el vandorismo y su noción de
orden social, como así también podría rastrearse los orígenes religiosos del neoperonismo o
del «peronismo sin Perón», es decir, del discurso muchas veces proferido por católicos y que
postulaba la existencia de reivindicaciones «legítimas» en el peronismo, pero cuestionaba los
procedimientos de conducción verticalistas y personalistas.
Digamos que, a esta altura de los avances de los conocimientos socio- históricos producidos,
podemos aseverar que hubo una fuerte relación entre las dimensiones religiosas y el
justicialismo. Y esta relación, «afinidad electiva», o interacción a secas, ya está presente en
el lapso 1943- 1955. En las décadas sucesivas, tales afinidades se irán resignificando
diacrónica y sincrónicamente. Pero ya en sus años formativos, el peronismo adquirió cuerpo
a partir de pretensiones religiosas que están vinculadas al integralismo católico. Su
crecimiento político le permitió cada vez con más fuerza «dislocar» la autoridad religiosa de
la institución eclesiástica y autoproclamarse como versión auténtica del cristianismo.
Relacionarse, de alguna manera o de otra, con el catolicismo integral era inevitable para la
identidad peronista. Personalizando el tema, el entonces Secretario de Trabajo y Previsión,
Juan Perón, no podía soslayar un actor que había logrado una presencia pública notoria y
por sobre todo legítima. La existencia de un discurso político que se definía por su negación
de la política, tenía un precio de consideración al momento de proponer de manera
intransigente los canales adecuados, como también los adversarios con quienes no se debía
negociar, en el proceso de restauración cristiana de la sociedad argentina.
En este punto, el historiador italiano Loris Zanatta acierta en la imposibilidad de desconocer
la afinidad positiva entre Perón y el mito de la «nación católica». Pero esta afinidad no debe
hacernos olvidar que aún en sus orígenes, lo cual Zanatta parece omitir, la consolidación del
movimiento peronista supuso un auditorio amplio a partir del cual la identificación religiosa no
podía constreñir el abanico de incorporación de actores al esquema de poder. Y además, por
esta consubstancial vocación de autonomía existente en el movimiento, dicha identificación
no debía coincidir ni confundirse con la obediencia a la institución consagrada y reconocida
como poseedora monopólica o al menos dominante de los bienes religiosos. El resultado de
esta relación, no exenta de tensiones y fricciones que en la línea del tiempo fueron en
ascenso, es la producción de una lógica de acumulación religiosa dada por una
«rearticulación simbólica y desestructuración institucional» de lo religioso. Vayamos un poco
a las dimensiones de esta tesis.
En un modelo de combinación complejo entre dos esferas, una política y otra religiosa, y
partiendo del predominio de lo político en las sociedades modernas, pensemos en dos ases
de relaciones: uno el contenido de significación, digamos el mensaje, otro el contexto de
actuación, es decir, los actores que entran en juego y la validez de cada uno. Obviamente
que esta clasificación es meramente analítica, ya que el mensaje siempre refiere a los
actores, y los actores son en última instancia los que producen significados positivos y
negativos. No obstante, nos parece heurísticamente válida esta distinción porque, según
entendemos, el discurso peronista, en solidaridad con el tejido práctico real por él producido,
se movió en dos niveles: el del «mandato religioso» y el del «sujeto religioso». Digámoslo en
otros términos, el de la creencia y el de la organización.
Brevemente, sobre la idea de “rearticulación simbólica de lo religioso”, diremos que el
peronismo elaboró un posicionamiento no exento de polémicas con el bagaje cultural del
catolicismo hegemónico a mediados de siglo XX. Y aquí hubo dos estilos políticos
marcadamente diferenciados en la interpretación de «la» religión, y decimos «la» y lo
remarcamos porque cuando se ingresa bajo la égida de influencia de lo sagrado las
definiciones apelan a lo que es, a un tiempo, singular como excluyente. En estos estilos, el
presidente Perón ofrece una lectura en la cual, por lo general, naturaliza la continuidad entre
justicialismo y cristianismo. Es bastante obvio, desde su punto de vista, que los católicos, o
los «buenos hombres de la Iglesia», adhieran a su política ya que ésta no es otra cosa que la
continuación del espíritu cristiano, de las encíclicas papales en materia social, de la
postulación de la superación de soluciones unilaterales, sean individualistas o colectivistas.
La disidencia con su gobierno vendría más de los «malos católicos», o personas que
disfrazan sus intereses reales con intereses religiosos. No hay, en este sentido, un conflicto
entre religión y política sino una armonía plena, al realizar el gobierno de aquella época las
promesas evangélicas y las prescripciones ética- sociales del catolicismo. Este discurso es
irritante, o de consecuencias irritantes, en la medida que se postula inocente: no hay motivo
de peleas con los católicos, «los peronistas también somos católicos» según Perón, «todos
los de la unidad básica éramos católicos» nos decía un militante peronista sobre su
trayectoria en los cincuenta. Era «natural», en esta constelación imaginaria, ser peronista y
católico.
Y el otro estilo era el de Eva Perón, quien hacía más hincapié el efecto mordiente, incisivo
que el peronismo producía sobre el mundo de los intereses religiosos. Aquí también había
una afinidad entre justicialismo y cristianismo, y más fuertemente la primera dama se
encargaba de comparar a Perón con Jesucristo, pero esta nivelación era asumida desde una
verborragia que no ahorraba invectivas anticlericales y antioligárquicas. En la caso de la
crítica al clero, sus cuestionamientos eran en ocasiones tan contundentes que personajes
ligados a la Iglesia como el jesuita Benítez desligaba a Evita de la autoría de algunos textos.8
Retomando específicamente las transformaciones simbólicas producidas por el peronismo, la
vinculación establecida por éste entre mandato religioso y sectores populares y obreros fue
más ceñida y en ocasiones unilaterales a las que se efectuaron en nombre de la «nación
católica». Si existió, realidad innegable, un catolicismo que propició un orden social en el cual
los trabajadores tenían una importancia no menor, en el grupo político gobernante desde
1946 se comenzó a entronizar la defensa de un modelo de organización social rupturista con
una sociedad ordenada jerárquicamente, con arreglo a las elites intelectuales, políticas y
religiosas. Esto mismo se puede decir en otros términos: una vez que parte del catolicismo
adhiere al peronismo, los acentos populistas y obreristas ya existentes comienzan a cobrar
un relieve todavía mayor y decisivo: las figuras del Cristo obrero, del Jesús descamisado, del
pueblo oprimido que anhela su liberación, de una justicia integral como hori zonte de
esperanza en los gérmenes mismos de la organización cristiana, pasaron a ser el eje
simbólico de los elementos religiosos del peronismo.
La emergencia del peronismo desnuda aún más las disidencias internas del catolicismo. Un
sacerdote como Meinvielle no desconocía el valor del “trabajo” en su visión de la sociedad.
En este sentido, Julio Meinvielle tenía una concepción del orden social que bastante nos
recuerda al modelo trifuncional de los obispos franceses Adalberón y Gerardo retomados por
Georges Duby en su estudio sobre lo imaginario en las sociedades feudales europeas. 9
A la
división funcional de la sociedad en «los que rezan, los que pelean, los que trabajan»
concebida por los clérigos franceses, Meinvielle, que no desconocía el contexto histórico que
lo circunscribía, incluye los que realizan actividades económicas, es decir, el burgués. 10 El
orden cuatrifuncional del sacerdote argentino debe estar regido por la primacía funcional de
«los que mandan», es decir, del espacio político estatal y de la Iglesia Católica. Y dentro de
las funciones de poder la primacía debía estar centralizada en «los que rezan». Este tema se
repite en toda su trayectoria intelectual; bajo esta perspectiva no sólo objetó al
demoliberalismo de Rousseau, sino también el fisicismo de Maurras y la Acción Francesa.
Esta era una de las aristas de sus críticas al peronismo. En 1949, con motivo del Primer
Congreso Nacional de Filosofía realizado en Mendoza, su disertación establecía la primacía
del poder espiritual por encima del poder político y del Estado. Sin aludir explícitamente al
esquema de gobierno por aquellos años, destacaba siguiendo a Santo Tomás que la persona
depende del ámbito espiritual, y no así del Estado.11
Evidentemente, la cultura peronista significaba una controversial dislocación de este tipo de
concepción católica del orden social. El ordenamiento último de lo social en base a lo
supraterrenal, entendido esto como el actor institucionalmente legítimo, digamos «Iglesia
Católica», era trastocado por valores que tomaban como vector el «trabajo», los
«trabajadores», el «pueblo». Pero estos valores tenían una garantía real, en la óptica de los
protagonistas productores de tal discurso, que era el propio movimiento justicialista y la figura
prominente de Perón como nuevo axioma religioso y político. Es decir que la resignificación
de contenidos operada desde el discurso peronista se imbricaba directamente con la idea de
«desestructuración institucional». Si los ejes de lo religioso se reconfiguran a partir de las
representaciones del mundo del trabajo y del pueblo, y la ética que se postula antioligárquica
tiene esta característica encontrando su justificación en el evangelio, directa e indirectamente
se desautorizaba la Iglesia Católica como actor legítimamente hegemónico en la posesión y
distribución de lo religioso. Yendo más lejos, si el buen cristiano y el buen peronista es aquel
que sigue los preceptos establecidos en una ética plebeya vertebrada por los principios de la
acción «en el peronismo», lo que queda en gran medida relegado y en ocasiones
radicalmente negado es el «principio de Iglesia», es el «Magisterio» como núcleo orientador
de la conducta secular. Desde ya esta desestructuración no es homogénea, ni desestimó
vasos de cooperación entre Gobierno e Iglesia en el período 1946- 1955. Ni a nivel nacional
ni en otras realidades locales, como en nuestro caso pudimos apreciar en Mendoza,
desaparecieron relaciones positivas entre oficialismo y personajes católicos en tanto que
actores institucionales. Aún muy cerca del antagonismo agudo entre Iglesia y gobierno
presentado desde finales de 1954 hasta el derrocamiento del gobierno democrático casi un
año después, existieron puntos de contacto y cooperación entre ambos.
Sin embargo, esta significativa desestructuración de lo institucional no era una actitud
desprovista de polémicas. Muchas de las medidas de gobierno que afectaron al mundo de lo
religioso estuvieron concebidas desde el imaginario justicialista para el cual el órgano político
seguía las enseñanzas del cristianismo no porque debiera orientarse bajo la tutela
eclesiástica sino porque su objetivo, como el de las primeras comunidades cristianas,
consistía en arremeter contra los intereses de los poderosos y la defensa del trabajador y del
pueblo. Por esto mismo, permitir el proselitismo religioso a otros grupos no significaba
contradicción alguna.
En varios registros de la experiencia justicialista, las dimensiones religiosas constituían otro
espacio de acumulación política. El Estado peronista no era un Estado antirreligioso en su
origen simbólico de validación. Sin embargo, la continuidad con lo religioso se depositaba
dentro de un conflicto con diversos catolicismos, al mismo tiempo que eran también
personajes católicos los que defendían la adscripción al peronismo desde la verdad religiosa.
No solamente, de esta manera, un militar devenido en primer mandatario y su esposa eran
los que desechaban los anhelos clericalistas. Personajes del catolicismo que se suman a
esta experiencia político- popular, argumentarán tal opción en el sentido ético cristiano de la
misma. Arturo Sampay, Pablo Ramella, ambos constitucionalistas, Antonio Cafiero, quien
llega durante la segunda presidencia de Perón al Ministerio de Comercio, el diputado
nacional Raúl Bustos Fierro, son algunas de las trayectorias individuales que se pueden citar.
Y también, evitando las consonancias anticlericales de sus compañeros políticos sin
antecedentes en la militancia católica, irán propugnando una recomposición de la ética
religiosa relegando la lógica institucional del catolicismo argentino. Un ejemplo célebre fue
“La aristocracia frente a la Revolución”, libro del jesuita Hernán Benítez en el que se sostenía
que el catolicismo no tenía otro destino que el justicialismo peronista y viceversa, y que los
principios prácticos por éste detentado debían conducir inexorablemente a una obrerización
de los órganos católico- eclesiásticos.
De manera relevante, la avanzada católica sobre el espacio público que tiene sus orígenes
en los años veinte, que gana un crecimiento notable durante los treinta, por sobre todo en el
Congreso Eucarístico de 1934, y que alcanza su apoteosis en los años 1943- 1944 con el
golpe nacionalista de junio del ‟43, presenta en esa des- ritualización del catolicismo su
fortaleza como el germen de su ulterior debilidad. El catolicismo integral implicaba una
marcada racionalización ética, no en el sentido del análisis weberiano de las confesiones
protestantes ascéticas, ya que en éstas, sean calvinistas, cuáqueras, anabaptistas,
metodistas, pietistas, la racionalidad de la conducta religiosa se transportaba inmediatamente
a la conformación de una moral consagradora de la actividad económico- productiva. El
catolicismo argentino que terminará presenciando el nacimiento del peronismo, en su núcleo
dominante «racionaliza» la ética religiosa ya que desprecia las opciones rituales como
mecanismos de salvación. El rito es importante, y los sacramentos católicos no son en nada
subvalorados; al contrario, el respeto y la estricta observancia de los mismos siguen siendo
vitales en la vida del católico ya que refuerzan la autoridad sacro- burocrática. Sin embargo,
no son un elemento en sí mismo. Como decía repetidamente el entonces obispo de Mendoza
y Neuquén, Mons. Alfonso Buteler, “El formalismo ritualista... queda a medio camino de lo
profundamente religioso (...) La sublime verdad de la supervivencia de nuestro Redentor, en
que nos afianza el hecho de su Resurrección triunfal, esa es la que da un sentido
teológicamente a todas las actividades del hombre cristiano (...) Queremos recordar a
nuestro pueblo fiel, que su fe no se quede en la superficie (...) No es buen cristiano el que
goza con las bellezas del cristianismo, sino el que vive las verdades...”. La vida según el
evangelio es integral, abarca todas las actividades del hombre. El mandamiento católico no
es una cuestión meramente íntima: “No seremos católicos porque recemos poco o mucho. Ni
porque tengamos o no imágenes religiosas en nuestras casas. Nuestro catolicismo será real
si vivimos como manda la fe católica y la moral católica”. El sacramento es relevante en la
medida que pueda adquirir vida pública y desde este tipo de presencia logre cristianizar
integralmente la Argentina. La religiosidad privada no basta, ni es significativa. Penetrar el
cuerpo social es el motivo principal de los hombres y de las mujeres católicas.
Esta orientación supone soluciones históricamente variables. Pero justamente esta
variabilidad, esta «volatilidad» del dispositivo católico adoptado, explica la explosión de lo
religioso en la sociedad, y cómo esta diseminación de lo religioso va a verse tan interpelada,
cuestionada como desafiada por el movimiento peronista. Si hubo una idea que impregnó la
modernidad religiosa en la sociedad argentina de esos años era que el valor de lo religioso
se dirimía en espacios seculares a los cuales había que cristianizar. Desde ya que muchas
estas opciones incluían dosis nacionalistas autoritarias, o imbuidas de un clericalismo
acentuado. No obstante, de manera bastante imprevisible, la presencia pública significaba
una apertura con consecuencias múltiples. Desde ya la receta indicaba una autocomprensión
de la militancia católica que «convertiría» orgánicamente la sociedad sin mediar dificultades.
Pero en los hechos, como sostiene el historiador Denis Pelletier en su estudio del catolicismo
francés, se produjo una «antimodernización modernizante».14 Una vez que las ideas
descienden a la terrenalidad de los actores y se suceden encuentros con trabajadores,
universitarios, jóvenes, los resultados fueron más heterogéneos de lo que preconizaba el
modelo de cristianización en base a la Iglesia.
En este sentido, el peronismo se aprovecha, digámoslo de algún modo, de esta paradójica
fortaleza del discurso y la militancia católicas. El reinado de Cristo debía seguir un conjunto
de ideales elaborados por este «catolicismo con Iglesia», y que suponía el control espiritual
de los diversos órdenes de la vida social por parte del «Cuerpo Místico». No obstante, en una
sociedad que se iba modernizando en sus diversas áreas, esta presencia más que configurar
una conducta eclesiocéntrica y autoconsciente fue rearticulada por la política peronista
constituyéndose una ética secular, no porque en ella desaparezca lo religioso sino a) porque
esto mismo queda desregulado de la Iglesia Católica; b) porque a partir de la
desestructuración de las «verdades de la Iglesia y orden moral preconizado» se produjeron
significativos avances en la ciudadanía (recuérdese el voto femenino, la difusión de
actividades artísticas, la mayor posibilidad de acceso de la población a bienes y servicios, la
posibilidad de presencia pública de grupos no católicos); c) y porque esta desregulación va
de la mano de una inclinación, sensiblemente moderna, por la cual el orden político ocupa el
lugar sintético de lo religioso y el predominio de lo político sobre el poder eclesiástico queda
socialmente instaurado.
Hasta aquí, el problema de la relación entre religión y política se resuelve con relativa
claridad. Pero un punto debemos retomar y analizar sociológicamente. Vemos que el
peronismo representó así un paso modernizador, por utilizar una palabra tan necesaria como
imbuida de acepciones conceptuales bastante ligadas al evolucionismo y otros
etnocentrismos. Pero su «modernización religiosa», que como pensamos está vinculada a su
ampliación de la ciudadanía, y por ejemplo recordemos el proyecto de equiparación de los
hijos ilegítimos en el año 1954,15 es lo suficientemente particular ya que este Estado que se
dice poseedor de lo sagrado y que en nombre de una «nueva sacralidad» justifica sus
medidas y disposiciones, es un Estado compuesto por interpelaciones discursivas que se
remontan a la experiencia y los «valores de fondo» del cristianismo como horizonte cultural
de significación. Los actores de este espacio político, harán política en nombre de las
encíclicas, de la tercera posición, y de las promesas evangélicas. Y este «hacer-política-ennombre-del-evangelio» no implicó un avance de la Iglesia sino muchas veces todo lo
contrario. Un proyecto político que, aún sin hacerse cargo, «quemó templos» porque el
pueblo había sido masacrado horas antes por aviones con consignas de «Cristo Vence». Un
gobierno «auténticamente cristiano», digamos sin agotar los casos posibles de mención, que
avanzó notablemente en la separación de Iglesia y Estado, separación hoy impensada
incluso para cualquier denominación política progresista. 16
De esta manera, el problema que queremos abordar es el destino de la «desestructuración
institucional». Hasta el momento, esta desestructuración de la regulación institucional de lo
sagrado afectó a la Iglesia Católica. Pero podemos preguntarnos, ¿qué otros efectos acarreó
el peronismo en la reorganización de lo religioso? ¿En qué dirección pretendió desplazar el
poder institucional del catolicismo para cooptar la difusión de imágenes y valores culturales?
Cabe destacar que tales respuestas no pueden darse en un sentido acabado. Si nos
referimos al período 1946- 1955, momento de gobiernos peronistas, el lapso es demasiado
breve como para generar un desplazamiento total del «catolicismo- Iglesia». Con el ascenso
de Lonardi, y mucho más con Aramburu y Rojas, se iniciarían largos años de proscripción del
peronismo, y aparecerán nuevas rearticulaciones con lo religioso. Sin embargo, aún sin
poder ofrecer afirmaciones lapidarias sobre momentos y tendencias en ningún sentido
acabadas, dos explicaciones pueden desarrollarse al respecto:
- «Del catolicismo integral al misticismo plebeyo». La desestructuración de la lógica
«Iglesia» dio lugar, de manera predominante, a una religiosidad difusa que imponía la
sacralización de figuras heredadas del catolicismo pero permutadas por nuevas
combinaciones simbólicas, caracterizadas estas últimas por la tutela espiritual de la
«Nueva Argentina» iniciada en el 17 de octubre de 1945. Este misticismo se vinculaba
a todo un bagaje religioso cultural muy ligado a las experiencias católicas, pero le
desproveía de autoridad institucional, iniciando un culto por demás difuso y sincrético
de adoración de figuras religiosas tradicionales como así también de las figuras
políticas del cristianismo peronista. De esta manera, la interpelación prominente se
dirigía a un espíritu religioso de fondo, no «declamatorio» sino estrictamente práctico.
La devoción al líder del movimiento, que según Eva debía ser «fanática», era una
forma de hibridar lo religioso con lo político hipostasiando la persona de Juan Domingo
Perón.
- “Del catolicismo integral Iglesia a la Iglesia peronista”. Esta alternativa es bastante
diferente a la anterior y puede implicar dos versiones: la substitución de la Iglesia
Católica por un nuevo poder eclesiástico; o bien, la substitución del espacio religioso
por la re- institucionalización eclesiocéntrica bajo el modelo de un partido burocrático
centralizado. De manera distinta al caso del ítem previo, en cualquiera de estas dos
variantes el objetivo hubiera consistido en una reorganización burocrática de lo
religioso y en una nueva cristalización institucional del culto.
Para proseguir con esta indagación, debemos acudir al instrumental sociológico que nos
permite, investigación mediante, justificar dos explicaciones que si bien pueden ser solidarias
entre sí en un caso concreto, por ejemplo el que estamos indagando, exponen estrategias de
organización religiosa con ahíncos dominantemente diferenciales.
PERONISMO: LA MAYOR AMENAZA REVOLUCIONARIA DE ARGENTINA