DIVINI ILLIUS MAGISTRI: SOBRE LA EDUCACIÓN CRISTIANA DE LA JUVENTUD (2)

EN ESTA EDUCACIÓN CREEMOS

N.C.N.G.N.P.

 I. A QUIEN PERTENECE LA MISIÓN EDUCADORA

8. La educación no es una obra de los individuos, es una obra de la sociedad. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades de orden natural, la familia y el Estado; la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. En primer lugar, la familia, instituida inmediatamente por Dios para su fin específico, que es la procreación y educación de la prole; sociedad que por esto mismo tiene prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos respecto del Estado. Sin embargo, la familia es una sociedad imperfecta, porque no posee en sí misma todos los medios necesarios para el logro perfecto de su fin propio; en cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal; por lo cual, desde este punto de vista, o sea en orden al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, la cual alcanza solamente dentro del Estado su conveniente perfección temporal. La tercera sociedad, en la cual nace el hombre, mediante el bautismo, a la vida de la gracia, es la Iglesia, sociedad de orden sobrenatural y universal, sociedad perfecta, porque tiene en sí misma todos los medios indispensables para su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y, por lo tanto, suprema en su orden.

9. La consecuencia de lo dicho es que la educación, por abarcar a todo el hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, en el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia, pertenece a estas tres sociedades necesarias en una medida proporcionada, que responde, según el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación jerárquica de sus respectivos fines.

Misión educativa de la Iglesia

10. En primer lugar, la educación pertenece de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos de orden sobrenatural, exclusivamente conferidos a ella por el mismo Dios, y por esto absolutamente superiores a cualquier otro título de orden natural. 11. El primer título consiste en la expresa misión docente y en la autoridad suprema de magisterio, que le dio su divino Fundador: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo Mt 28,18-20). este magisterio confirió Cristo la infalibilidad juntamente con el mandato de enseñar a todos su doctrina; por esto la Iglesia «ha sido constituida por su divino Autor como columna y fundamento de la verdad, para que enseñe a todos los hombres la fe divina, y guarde íntegro e inviolado el depósito a ella confiado, y dirija y forme a los hombres, a las sociedades humanas y la vida toda en la honestidad de costumbres e integridad de vida, según la norma de la doctrina revelada» [3]

12. El segundo título es la maternidad sobrenatural, en virtud de la cual la Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, engendra, alimenta y educa las almas en la vida divina de la gracia con sus sacramentos y enseñanzas. Por esto con razón afirma San Agustín: «No tendrá a Dios por padre el que rehúse tener a la Iglesia por madre»[4].

13. Ahora bien, en el objeto propio de su misión educativa, es decir, «en la fe y en la regulación de las costumbres, Dios mismo ha hecho a la Iglesia partícipe del divino magisterio, y, además, por un beneficio divino, inmune de todo error; por lo cual la Iglesia es maestra suprema y segurísima de todos los hombres y tiene, en virtud de su propia naturaleza, un inviolable derecho a la libertad de magisterio»[5]. De donde se concluye necesariamente que la Iglesia es independiente de todo poder terreno, tanto en el origen de su misión educativa como en el ejercicio de ésta, no sólo respecto del objeto propio de su misión, sino también respecto de los medios necesarios y convenientes para cumplirla. Por esto, con relación a todas las disciplinas y enseñanzas humanas, que, en sí mismas consideradas, son patrimonio común de todos, individuos y sociedades, la Iglesia tiene un derecho absolutamente independiente para usarlas y principalmente para juzgarlas desde el punto de vista de su conformidad o disconformidad con la educación cristiana. Y esto por dos razones: porque la Iglesia, como sociedad perfecta, tiene un derecho propio para elegir y utilizar los medios idóneos para su fin; y porque, además, toda enseñanza, como cualquier otra acción humana, tiene una relación necesaria de dependencia con el fin último del hombre, y por esto no puede quedar sustraída a las normas de la ley divina, de la cual es guarda, intérprete y maestra infalible la Iglesia.

14. Dependencia declarada expresamente por nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X: «Al cristiano en su conducta práctica, aun en el orden de las realidades terrenas, no le es lícito descuidar los bienes sobrenaturales; antes al contrario, según las enseñanzas de la sabiduría cristiana, debe enderezar todas las cosas al bien supremo como a último fin; y todas sus acciones, desde el punto de vista de la bondad o malicia morales, es decir, desde el punto de vista de su conformidad o disconformidad con el derecho natural y divino, están sometidas al juicio y jurisdicción de la Iglesia»[6].

15. Y es digno de notar el acierto con que ha sabido expresar esta doctrina católica fundamental un seglar, tan admirable escritor como profundo y concienzudo pensador: «La Iglesia no dice que la moral pertenezca puramente (en el sentido de exclusivamente) a ella, sino que pertenece a ella totalmente. Nunca ha pretendido que, fuera de su seno y sin su enseñanza, el hombre no puede conocer alguna verdad moral; por el contrario, ha reprobado esta opinión más de una vez, porque ha aparecido en más de una forma. Dice solamente, como ha dicho y dirá siempre, que, por la institución recibida de Jesucristo y por el Espíritu Santo, que el Padre le envió en nombre de Cristo, es ella la única que posee de forma originaria e inamisible la verdad moral toda entera (omnem veritatem), en la cual todas las verdades particulares de la moral están comprendidas, tanto las que el hombre puede llegar a alcanzar con el simple medio de la razón como las que forman parte de la revelación o se pueden deducir de ésta»[7].

16. Por esto, la Iglesia fomenta la literatura, la ciencia y el arte, en cuanto son necesarios o útiles para la educación cristiana y, además, para toda su labor en pro de la salvación de las almas, incluso fundando y manteniendo escuelas e instituciones propias en todas las disciplinas y en todos los grados de la cultura[8]. Ni debe estimarse como ajena a su magisterio materno la misma educación física, precisamente porque también ésta tiene razón de medio que puede ayudar o dañar a la educación cristiana.

17. Y esta actividad de la Iglesia en todos los campos de la cultura, así como es de inmenso provecho para las familias y para las naciones, las cuales sin Cristo se pierden —como justamente observa San Hilario: «¿Qué hay más peligroso para el mundo que no acoger a Cristo?» [9]—, así también no causa el menor daño a los ordenamientos civiles en estas materias, porque la Iglesia, con su materna prudencia, acepta que sus escuelas e instituciones educativas para seglares se conformen, en cada nación, con las legítimas disposiciones de la autoridad civil, y está siempre dispuesta a ponerse de acuerdo con ésta y a resolver amistosamente las dificultades que pudieran surgir [10].

18, Además, es derecho inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable, vigilar la educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de estudio, por la conexión que éstos pueden tener con la religión y la moral.

19. El ejercicio de este derecho no puede ser calificado como injerencia indebida, sino como valiosa providencia materna de la Iglesia, que inmuniza a sus hijos frente a los graves peligros de todo contagio que pueda dañar a la santidad e integridad de la doctrina y de la moral. Esta vigilancia de la Iglesia, lejos de crear inconveniente alguno, supone la prestación de un eficaz auxilio al orden y al bienestar de las familias y del Estado, manteniendo alejado de la juventud aquel veneno que en esta edad inexperta y tornadiza suele tener más fácil acceso y más rápido arraigo en la vida moral. Porque, como sabiamente advierte León XIII, sin una recta formación religiosa y moral, «todo cultivo del espíritu será mal-sano: los jóvenes, no acostumbrados al respeto de Dios, no soportarán norma alguna de vida virtuosa y, habituados a no negar nada a sus deseos, fácilmente se dejarán arrastrar por los movimientos perturbadores del Estado»[11].

20. Por lo que toca a la extensión de la misión educativa de la Iglesia, ésta comprende a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, según el mandato de Cristo: Enseñad a todas las gentes (Mt 28,19); y no hay poder terreno que pueda legítimamente obstaculizar o impedir esta misión universal. Y en primer lugar se extiende a todos los fieles, de los cuales la Iglesia cuida solícitamente como amorosa Madre. Por esta razón ha creado y fomentado en todos los siglos, para el bien de los fieles, una ingente multitud de escuelas e instituciones en todos los ramos del saber; porque —como hemos dicho en una reciente ocasión— «hasta en aquella lejana Edad Media, en la cual eran tan numerosos (alguien ha llegado a decir que hasta excesivamente numerosos) los monasterios, los conventos, las Iglesias, las colegiatas, los cabildos catedralicios y no catedralicios, junto a cada una de estas instituciones había un hogar escolar, un hogar de instrucción y educación cristiana. A todo lo cual hay que añadir las universidades esparcidas por todos los países, y siempre por iniciativa y bajo la vigilancia de la Santa Serle y de la Iglesia. No ha habido edad que no haya podido gozar de este maravilloso espectáculo, que hoy día contemplamos mucho mejor porque está más cerca de nosotros y aparece revestido con la especial magnificencia que produce la historia; los historiadores y los investigadores no cesan de maravillarse ante lo que supo hacer la Iglesia en este orden de cosas y ante la manera con que la Iglesia ha sabido responder a la misión que Dios le había confiado de educar a las generaciones humanas para la vida cristiana, alcanzando tan magníficos frutos y resultados. Pero, si causa admiración el hecho de que la Iglesia en todos los tiempos haya sabido reunir alrededor de sí centenares y millares y millones de alumnos de su misión educadora, no es menor asombro el que debe sobrecogernos cuando se reflexiona sobre lo que ha llegado a hacer no sólo en el campo de la educación de la juventud, sino también en el terreno de la formación doctrinal, entendida en su sentido propio. Porque, si se han podido salvar tantos tesoros de cultura, civilización y de literatura, esto se debe a la labor de la Iglesia, que aun en los tiempos más remotos y bárbaros supo hacer brillar una luz tan esplendorosa en el campo de la literatura, de la filosofía, del arte y particularmente de la arquitectura» [12].

21. La Iglesia ha podido hacer y ha sabido hacer todas estas cosas, porque su misión educativa se extiende también a los infieles, ya que todos hombres están llamados a entrar en el reino de Dios y conseguir la salvación eterna. Y así como en nuestros días las misiones católicas multiplican a millares las escuelas en todos los países todavía no cristianos, desde las dos orillas del Ganges hasta el río Amarillo las grandes islas y archipiélagos del Océano, desde el continente negro hasta la Tierra de Fuego y la glacial Alaska, así en todos los tiempos la Iglesia con sus misioneros ha educado para la vida cristiana y para la civilización a los diversos pueblos que hoy día constituyen las naciones cristianas del mundo civilizado.

22. Con lo cual queda demostrado con toda evidencia cómo de derecho, y aun de hecho, pertenece de manera supereminente a la Iglesia la misión educativa, y cómo toda persona libre de prejuicios deberá considerar injusto todo intento de negar o impedir a la Iglesia esta obra educativa cuyos benéficos frutos está disfrutando el mundo moderno.

23. Consecuencia reforzada por el hecho de que esta supereminencia educativa de la Iglesia no sólo no está en oposición, sino que, por el contrario, concuerda perfectamente con los derechos de la familia y del Estado, y también con los derechos de cada individuo respecto a la justa libertad de la ciencia, de los métodos científicos y de toda la cultura profana en general. Porque la causa radical de esta armonía es que el orden sobrenatural, en el que se basan los derechos de la Iglesia, no sólo no destruye ni menoscaba el orden natural, al cual pertenecen los derechos de la familia, del Estado y del individuo, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona, ya que ambos órdenes, el natural y el sobrenatural, se ayudan y complementan mutuamente de acuerdo con la dignidad natural de cada uno, precisamente porque el origen común de ambos es Dios, el cual no puede contradecirse a sí mismo: Sus obras son perfectas, y todos sus caminos, justísimos (Dt 34,4).

24. Lo dicho quedará demostrado con mayor evidencia todavía si analizamos por separado la misión educativa de la familia y del Estado.

Misión educativa de la familia

25. En primer lugar, la misión educativa de la familia concuerda admirablemente con la misión educativa de la Iglesia, ya que ambas proceden de Dios de un modo muy semejante. Porque Dios comunica inmediatamente a la familia, en el orden natural, la fecundidad, principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, junto con la autoridad, principio del orden.

26. El Doctor Angélico dice a este propósito con su acostumbrada nitidez de pensamiento y precisión de estilo «El padre carnal participa de una manera particular de la noción de principio, la cual de un modo universal se encuentra en Dios... El padre es principio de la generación, de la educación y de la disciplina y de todo lo referente al perfeccionamiento de la vida humana» [13].

27. La familia recibe, por tanto, inmediatamente del Creador la misión, y por esto mismo, el derecho de educar a la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y derecho anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la sociedad, y, por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad terrena.

28. El Doctor Angélico declara así la inviolabilidad de este derecho: «El hijo es naturalmente algo del padre,..; por esto es de derecho natural que el hijo, antes del uso de la razón, esté bajo el cuidado del padre. Sería, por tanto, contrario al derecho natural que el niño antes del uso de razón fuese sustraído al cuidado de los padres o se dispusiera de él de cualquier manera contra la voluntad de los padres» [14]. Y como la obligación del cuidado de los hijos pesa sobre los padres hasta que la prole se encuentra en situación de velar por sí misma, perdura también durante el mismo tiempo el inviolable derecho educativo de los padres. «Porque la naturaleza —enseña el Angélico— no pretende solamente la generación de la prole, sino también el desarrollo y progreso de ésta hasta el perfecto estado del hombre en cuanto hombre, es decir, el estado de la virtud»[15].

29. Por esto en esta materia la sabiduría jurídica de la Iglesia se expresa con precisión y claridad sintética en el Código de Derecho canónico: «Los padres tienen la gravísima obligación de procurar, en la medida de sus posibilidades, la educación de sus hijos, tanto la religiosa y la moral como la física y la cívica, y de proveer también a su bienestar temporal» (CIC cn. 1113).

30. En este punto es tan unánime el sentir común del género humano, que se pondrían en abierta contradicción con éste cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la familia, pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre la educación un derecho absoluto. Es además totalmente ineficaz la razón que se aduce, de que el hombre nace ciudadano y que por esto pertenece primariamente al Estado, no advirtiendo que, antes de ser ciudadano, el hombre debe existir, y la existencia no se la ha dado el Estado, sino los padres, como sabiamente declara León XIII: «Los hijos son como algo del padre, una extensión, en cierto modo, de su persona; y, si queremos hablar con propiedad, los hijos no entran a formar parte de la sociedad civil por si mismos, sino a través de la familia dentro de la cual han nacido»[16]. Por consiguiente, como enseña León XIII en la misma encíclica, «la patria potestad es de tal naturaleza, que no puede ser asumida ni absorbida por el Estado, porque tiene el mismo principio de la vida misma del hombre». De lo cual, sin embargo, no se sigue que el derecho educativo de los padres sea absoluto o despótico, porque está inseparablemente subordinado al fin último y a la ley natural y divina, como declara el mismo León XIII en otra de sus memorables encíclicas sobre los principales deberes del ciudadano cristiano, donde expone en breve síntesis el conjunto de los derechos y deberes de los padres: «Los padres tienen el derecho natural de educar a sus hijos, pero con la obligación correlativa de que la educación y la enseñanza de la niñez se ajusten al fin para el cual Dios les ha dado los hijos. A los padres toca, por tanto, rechazar con toda energía cualquier atentado en esta materia, y conseguir a toda costa que quede en sus manos la educación cristiana de sus hijos, y apartarlos lo más lejos posible de las escuelas en que corren peligro de beber el veneno de la impiedad» [17].

31. Hay que advertir, además, que el deber educativo de la familia comprende no solamente la educación religiosa y moral, sino también la física y la civil, principalmente en todo lo relacionado con la religión y la moral (cf. CIC cn.1113).

32. Este derecho incontrovertible de la familia ha sido reconocido jurídicamente varias veces por las naciones que procuran respetar santamente el derecho natural en sus ordenamientos civiles. Así, para citar un ejemplo entre los más recientes, el Tribunal Supremo de la República Federal de los Estados Unidos de América del Norte, al resolver una gravísima controversia, declaró que «el Estado carece de todo poder general para establecer un tipo uniforme de educación para la juventud, obligándola a recibir la instrucción solamente de las escuelas públicas»; añadiendo a continuación la razón de derecho natural: «El niño no es una mera criatura del Estado; quienes lo alimentan y lo dirigen tienen el derecho, junto con el alto deber, de educarlo y prepararlo para el cumplimiento de sus deberes»[18].

33. La historia es testigo de cómo, particularmente en los tiempos modernos, los gobiernos han violado y siguen violando los derechos conferidos por el Creador del género humano a la familia; y es igualmente testigo irrefutable de cómo la Iglesia ha tutelado y defendido siempre estos derechos; y es una excelente confirmación de este testimonio de la historia la especial confianza de las familias en las escuelas de la Iglesia, como hemos recordado en nuestra reciente carta al cardenal secretario de Estado: «La familia ha caído de pronto en la cuenta de que es así como, desde los primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días, padres y madres aun poco o nada creyentes mandan y llevan por millones a sus propios hijos a los establecimientos educativos fundados y dirigidos por la Iglesia» [19].

34. Porque el instinto paterno, que viene de Dios, se orienta confiadamente hacia la Iglesia, seguro de encontrar en ésta la tutela de los derechos de la familia y la concordia que Dios ha puesto en el orden objetivo de las cosas. La Iglesia, en efecto, consciente como es de su divina misión universal y de la obligación que todos los hombres tienen de seguir la única religión verdadera, no se cansa de reivindicar para sí el derecho y de recordar a los padres el deber de hacer bautizar y educar cristianamente a los hijos de padres católicos; es, sin embargo, tan celosa de la inviolabilidad del derecho natural educativo de la familia, que no consiente, a no ser con determinadas condiciones y cautelas, que se bautice a los hijos de los infieles o se disponga de cualquier manera de su educación contra la voluntad de sus padres mientras los hijos no puedan determinarse por sí mismos a abrazar libremente la fe [20].

35. Tenemos, por tanto, como destacamos en nuestro citado discurso, dos hechos de gran trascendencia: «La Iglesia, que pone a disposición de las familias su oficio de maestra y educadora, y las familias que corren a aprovecharse de este oficio y confían sus propios hijos a la Iglesia por centenares y millares; y estos dos hechos recuerdan y proclaman una gran verdad, importantísima en el orden moral y social: que la misión educativa corresponde en primer lugar y de modo muy principal a la Iglesia y a la familia por derecho natural divino, y, por tanto, de modo inderogable, indiscutible e insubrogable»[21].

Misión educativa del Estado

36. Este primado de la Iglesia y de la familia en la misión educativa produce extraordinarios bienes, como ya hemos visto, a toda la sociedad y no implica daño alguno para los genuinos derechos del Estado en materia de educación ciudadana, según el orden establecido por Dios. Estos derechos están atribuidos al Estado por el mismo Autor de la naturaleza, no a título de paternidad, como en el caso de la Iglesia y de la familia, sino por la autoridad que el Estado tiene para promover el bien común temporal, que es precisamente su fin específico. De lo cual se sigue que la educación no puede atribuirse al Estado de la misma manera que se atribuye a la Iglesia y a la familia, sino de una manera distinta, que responde al fin propio del Estado. Ahora bien, este fin, es decir, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales las familias y cada uno de los individuos puedan disfrutar en el ejercicio de sus derechos, y al mismo tiempo en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible en esta vida mortal mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos. Doble es, por consiguiente, la función de la autoridad política del Estado: garantizar y promover; pero no es en modo alguno función del poder político absorber a la familia y al individuo o subrogarse en su lugar.

37. Por lo cual, en materia educativa, el Estado tiene el derecho, o, para hablar con mayor exactitud, el Estado tiene la obligación de tutelar con su legislación el derecho antecedente —que más arriba hemos descrito— de la familia en la educación cristiana de la prole, y, por consiguiente, el deber de respetar el derecho sobrenatural de la Iglesia sobre esta educación cristiana.

38. Igualmente es misión del Estado garantizar este derecho educativo de la prole en los casos en que falle, física o moralmente, la labor de los padres por dejadez, incapacidad o indignidad; porque el derecho educativo de los padres, como hemos declarado anteriormente, no es absoluto ni despótico, sino que está subordinado a la ley natural y divina, y, por esto mismo, queda no solamente sometido a la autoridad y juicio de la Iglesia, sino también a la vigilancia y tutela jurídica del Estado por razón de bien común; y porque, además, la familia no es una sociedad perfecta que tenga en sí todos los medios necesarios para su pleno perfeccionamiento. En estos casos, generalmente excepcionales, el Estado no se subroga en el puesto de la familia, sino que suple el defecto y lo remedia con instituciones idóneas, de acuerdo siempre con los derechos naturales de la prole y los derechos sobrenaturales de la Iglesia. En general, es derecho y función del Estado garantizar, según las normas de la recta razón y de la fe, la educación moral y religiosa de la juventud, apartando de ella las causas públicas que le sean contrarias. Es función primordial del Estado, exigida por el bien común, promover de múltiples maneras la educación e instrucción de la juventud. En primer lugar, favoreciendo y ayudando las iniciativas y la acción de la Iglesia y de las familias, cuya gran eficacia está comprobada por la historia y experiencia; en segundo lugar, completando esta misma labor donde no exista o resulta insuficiente, fundando para ello escuelas e instituciones propias. Porque «es el Estado el que posee mayores medios, puestos a su disposición para las necesidades comunes de todos, y es justo y conveniente que los emplee en provecho de aquellos mismos de quienes proceden»[22].Además, el Estado puede exigir, y, por consiguiente, procurar, que todos los ciudadanos tengan el necesario conocimiento de sus derechos civiles y nacionales y un cierto grado de cultura intelectual, moral y física, cuya medida en la época actual está determinada y exigirla realmente por el bien común. Sin embargo, es evidente que, al lamentar de estas diversas maneras la educación y la instrucción pública y privada, el Estado está obligado a respetar los derechos naturales ele la Iglesia y de la familia sobre la educación cristiana y observar la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo. Por tanto, es injusto todo monopolio estatal en materia de educación, que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a las escuelas del Estado contra los deberes de la conciencia cristiana o contra sus legítimas preferencias.

39. Esto, sin embargo, no impide que para la recta administración de los intereses públicos o para la defensa interna y externa de la paz, cosas tan necesarias para el bien común y que exigen especiales aptitudes y especial preparación, el Estado se reserve la creación de escuelas preparatorias para algunos de sus cargos, y especialmente para el ejército, con la condición, sin embargo, de que no se violen los derechos de la Iglesia y de la familia en lo que a ellas concierne. No es inútil repetir de nuevo aquí esta advertencia, porque en nuestros tiempos —en los que se va difundiendo un nacionalismo tan exagerado y falso como enemigo de la verdadera paz y prosperidad— suele haber grandes extralimitaciones al configurar militarmente la educación física de los jóvenes (y a veces de las jóvenes, violando así el orden natural mismo de la vida humana); usurpando incluso con frecuencia más de lo justo, en el día del Señor, el tiempo que debe dedicarse a los deberes religiosos y al santuario de la vida familiar. No queremos, sin embargo, censurar con esta advertencia lo que puede haber de bueno en el espíritu de disciplina y de legítima audacia, sino solamente los excesos, como, por ejemplo, el espíritu de violencia, que no se debe confundir con el espíritu de fortaleza ni con el noble sentimiento del valor militar en defensa de la patria y del orden público; como también la exaltación del atletismo, que incluso para la edad clásica pagana señaló la degeneración y decadencia de la verdadera educación física.

40. Ahora bien, es de la competencia propia del Estado la llamada educación ciudadana, no sólo de la juventud, sino también de todas las restantes edades y condiciones sociales. Esta educación ciudadana consiste, desde un punto de vista positivo, en proponer públicamente a los individuos de un Estado tales realidades intelectuales, imaginativas y sensitivas, que muevan a las voluntades hacia el bien moral y las inclinen hacia este bien como con una cierta necesidad moral. Desde un punto de vista negativo, la educación ciudadana debe precaver e impedir todo lo que sea contrario a ese bien moral[23]. Esta educación ciudadana, tan amplia y múltiple que casi abarca toda la actividad del Estado en pro del bien común, debe ajustarse a las normas de la justicia y no debe ser contraria a la doctrina de la Iglesia, que es la maestra, establecida por Dios, de esas normas de la justicia.

Relaciones entre la Iglesia y el Estado en materia educativa

41. Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre la misión educativa del Estado está basado en el sólido e inmutable fundamento de la doctrina católica sobre la constitución cristiana del Estado, tan egregiamente expuesta por nuestro predecesor León XIII, particularmente en las encíclicas Immortale Dei y Sapientiae christiane. «Dios —dice León XIII— ha repartido el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo, de donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero, corno el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. Las (autoridades) que hay, por Dios han sido ordenadas (Rom 13,1)»[24]. Ahora bien, la educación de la juventud es precisamente una de esas materias que pertenecen conjuntamente a la Iglesia y al Estado, «si bien bajo diferentes aspectos», como hemos dicho antes, «Es necesario, por tanto —prosigue León XIII—, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva, no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas, que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»[25].

42. Todo el que se niega a admitir estos principios y, por consiguiente, rechaza su aplicación en materia de educación, niega necesariamente que Cristo ha fundado su Iglesia para la salvación eterna de los hombres y sostiene que la sociedad civil y el Estado no están sometidos a Dios y a su ley natural y divina. Lo cual constituye una impiedad manifiesta, contraria a la razón y, particularmente en materia de educación, muy perniciosa para la recta formación de la juventud y ciertamente ruinosa para el mismo Estado y el verdadero bienestar de la sociedad civil. Por el contrario, la aplicación práctica de estos principios supone una utilidad extraordinaria para la recta formación del ciudadano. Utilidad demostrada plenamente por la experiencia de todos los tiempos; por lo cual, así como en los primeros tiempos del cristianismo, Tertuliano con su Apologético, y en su época San Agustín, podían desafiar a todos los adversarios de la Iglesia católica, así también en nuestros días podemos repetir con el santo Doctor: «Los que afirman que la doctrina de Cristo es enemiga del Estado, que presenten un ejército tal como la doctrina de Cristo enseña que deben ser los soldados; que presenten tales súbditos, tales maridos, tales cónyuges, tales padres, tales hijos, tales señores, tales siervos, tales reyes, tales jueces y, finalmente, tales contribuyentes y exactores del fisco cuales la doctrina cristiana forma, y atrévanse luego a llamarla enemigo del Estado. No dudarán un instante en proclamarla, si se observa, como la gran salvación del Estado» [26]. Y en esta materia de la educación es oportuno recordar con cuánto acierto en época más reciente, en pleno período renacentista, ha expresado esta verdad católica, confirmada por los hechos, un escritor eclesiástico benemérito de la educación cristiana, el piadoso y docto cardenal Silvio Antoniano, discípulo del admirable educador San Felipe Neri, maestro y secretario de cartas latinas de San Carlos Borromeo, a cuya instancia y bajo cuya inspiración escribo el áureo tratado De la educación cristiana de los hijos, en el cual razona de la siguiente manera: «Cuanto mayor es la armonía con que el gobierno temporal favorece y promueve el gobierno espiritual, tanto mayor es su aportación a la conservación del Estado. Porque la autoridad eclesiástica, cuando, de acuerdo con su propio fin, procura formar un buen cristiano con el uso legítimo de sus medios espirituales, procura al mismo tiempo, como consecuencia necesaria, formar un buen ciudadano, tal cual debe ser bajo el gobierno político. La razón de este hecho es que en la santa Iglesia católica romana, ciudad de Dios, se identifica completamente el buen ciudadano y el hombre honrado. Por lo cual, yerran gravemente los que separan realidades tan unidas y piensan poder formar buenos ciudadanos con otras normas y con métodos distintos de los que contribuyen a formar el buen cristiano. Diga y hable la prudencia humana cuanto le plazca; es imposible que produzca una verdadera paz o una verdadera tranquilidad temporal todo lo que es contrario a la paz y a la felicidad eterna» [27]. De la misma manera que ni el Estado, ni la ciencia, ni el método científico, ni la investigación científica tienen nada que temer del pleno y perfecto mandato educativo de la Iglesia. «Las instituciones católicas, sea el que sea el grado de enseñanza o ciencia al que pertenezcan, no tienen necesidad de apologías. El favor de que gozan, las alabanzas que reciben, las producciones científicas que promueven y multiplican y, más que nada, los sujetos plena y exquisitamente preparados que proporcionan a las magistraturas, a las profesiones, a la enseñanza, a la vida en todas sus manifestaciones, dan testimonio más que suficiente en su favor»[28]. Hechos que, por otra parte, no son más que una espléndida confirmación de la doctrina católica definida por el concilio Vaticano: «La fe y la razón no sólo no pueden jamás contradecirse, sino que se prestan una recíproca ayuda, porque la recta razón demuestra las bases de la fe e, iluminada con la luz de ésta, cultiva la ciencia de las cosas divinas; a su vez, la fe libera y protege de errores a la razón y la enriquece con múltiples conocimientos. Tan lejos está, por tanto, la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y de las disciplinas humanas, que de mil maneras lo ayuda y lo promueve. Porque no ignora ni desprecia las ventajas que de éstos derivan para la vida de la humanidad; antes bien, reconoce que, así como vienen de Dios, Señor de las ciencias, así, rectamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. Y de ninguna manera prohíbe que semejantes disciplinas, cada una dentro de su esfera, usen principios propios y método propio; pero, una vez reconocida esta justa libertad, cuida atentamente de que, oponiéndose tal vez a la doctrina divina, no caigan en el error o, traspasando sus propios límites, invadan y perturben el campo de la fe»[29]. Esta norma de la justa libertad científica es al mismo tiempo norma inviolable de la justa libertad didáctica o libertad de enseñanza rectamente entendida, y debe ser observada en toda manifestación doctrinal a los demás, y, con obligación mucho más grave de justicia, en la enseñanza dada a la juventud, ya porque, respecto de ésta, ningún maestro público o privado tiene derecho educativo absoluto, sino participado; ya porque todo niño o joven cristiano tiene estricto derecho a una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia, columna y fundamento de la verdad, y le causaría una grave injuria todo el que turbase su fe abusando de la confianza de los jóvenes en los maestros y de su natural inexperiencia y desordenada inclinación a una libertad absoluta, ilusoria y falsa [30]

Parte 3