EN ESTA EDUCACIÓN CREEMOS
N.C.N.G.N.P.
IV. FIN Y FORMA DE AL EDUCACIÓN CRISTIANA
80. El fin propio e inmediato de la educación cristiana es cooperar con la gracia divina en la formación del verdadero y perfecto cristiano; es decir, formar a Cristo en los regenerados con el bautismo, según la viva expresión del Apóstol: Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gál 4,19). Porque el verdadero cristiano debe vivir la vida sobrenatural en Cristo: Cristo, vuestra vida (Col 3,4), y manifestarla en toda su actuación personal: Para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal(2Cor 4,11).
81. Por esto precisamente, la educación cristiana comprende todo el ámbito de la vida humana, la sensible y la espiritual, la intelectual y la moral, la individual, la doméstica y la civil, no para disminuirla o recortarla sino para elevarla, regularla y perfeccionarla según los ejemplos y la doctrina de Jesucristo.
82. Por consiguiente, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, es el hombre sobrenatural que siente, piensa y obra constante y consecuentemente según la recta razón iluminada por la luz sobrenatural de los ejemplos y de la doctrina de Cristo o, para decirlo con una expresión ahora en uso, el verdadero y completo hombre de carácter. Porque lo que constituye el verdadero hombre de carácter no es una consecuencia y tenacidad cualesquiera, determinadas por principios meramente subjetivos, sino solamente la constancia en seguir lo principios eternos de la justicia, coma lo reconoce el mismo poeta pagano, cuando alaba inseparablemente iustum ac tenacem propositi virum [44], es decir, la justicia y la tenacidad en la conducta justicia que, por otra parte, no puede existir en su total integridad si no es dando a Dios lo que a Dios se debe como lo hace el verdadero cristiano.
83. Este fin de la educación cristiana aparece a los ojos de los profanos como una abstracción inútil, o más bien corno un propósito irrealizable, sin suprimir o mermar las facultades naturales y sin renunciar, al mismo tiempo, a la actividad propia de la vida terrena, y, en consecuencia, como cosa extraña a la vida social y a la prosperidad temporal y como ideal contrario a todo progreso en la literatura, en las ciencias, en el arte y en toda otra manifestación de la civilización. A esta objeción, que ya fue planteada por la ignorancia o por los prejuicios de los paganos eruditos de su tiempo —objeción repetida, por desgracia, con más frecuencia e insistencia en los tiempos modernos— había respondido Tertuliano: «No somos ajenos a la vida. Nos acordamos de que debemos gratitud a Dios, Señor y Creador; no rechazamos fruto alguno de sus obras; solamente limitamos el uso de estos frutos para no incurrir en vicio o extralimitación. Vivimos, por tanto, en este mundo con vuestro mismo foro, con vuestro mercado, con vuestros baños, casas, tiendas, caballerizas, con vuestras mismas ferias y vuestro mismo comercio. Navegamos y hacemos el servicio militar con vosotros, cultivamos los campos, negociamos; por lo cual intercambiamos nuestros trabajos y ponernos a vuestra disposición nuestros productos. Francamente, no veo cómo podemos pareceros inútiles para vuestros negocios, con los cuales y de los cuales vivimos»[45]. Por esto, el verdadero cristiano, lejos de renunciar a la acción terrena o debilitar sus energías naturales, las desarrolla y perfecciona combinándolas con la vida sobrenatural, de tal manera que ennoblece la misma vida natural y le procura un auxilio más eficaz, no sólo de orden espiritual y eterno, sino también de orden material y temporal.
84. Estos efectos del orden sobrenatural en el natural están demostrados por la historia entera del cristianismo y de sus instituciones, que se identifica con la historia de la verdadera civilización y del genuino progreso hasta nuestros días; y particularmente por las vidas de los santos, engendrados perpetua y exclusivamente por la madre Iglesia, los cuales han alcanzado, en un grado perfectísimo, el ideal esencial de la educación cristiana y han ennoblecido y aprovechado a la sociedad civil con toda clase de bienes. Porque los santos han sido, son y serán siempre los más grandes bienhechores de la sociedad humana, como también los más perfectos modelos de toda clase y profesión, en todo estado y condición de vida, desde el campesino sencillo hasta el hombre de ciencia, desde el humilde obrero hasta el general de los ejércitos, desde el padre de familia hasta el monarca gobernador de pueblos, desde las niñas ingenuas y las mujeres consagradas al hogar hasta las reinas y emperatrices. Y ¿qué decir de la inmensa labor realizada, aun en pro del bienestar temporal, por los misioneros del Evangelio, quienes, con la luz de la fe, han llevado y llevan a los pueblos bárbaros los bienes de la civilización? ¿Qué decir de los fundadores de innumerables obras de caridad y asistencia social y del interminable catálogo de santos educadores y santas educadoras, que han perpetuado y multiplicado su obra en fecundas instituciones de educación cristiana para el bien de las familias y de las naciones?
85. Estos, éstos son los frutos benéficos de la educación cristiana, precisamente por la virtuosa vida sobrenatural en Cristo que esta educación desarrolla y forma en el hombre; porque Cristo Nuestro Señor, Maestro divino, es el autor y el dador de esta vida virtuosa y, al mismo tiempo, con su ejemplo, el modelo universal y accesible a todas las condiciones de la vida humana, particularmente de la juventud, en el período de su vida escondida, laboriosa y obediente, adornada de todas las virtudes individuales, domésticas y sociales, delante de Dios y delante de los hombres.
86. Por consiguiente, todo este conjunto de tesoros educativos de infinito valor que hasta ahora hemos ido recordando parcialmente, pertenece de una manera tan intima a la Iglesia, que viene como a identificarse con su propia naturaleza, por ser la Iglesia el Cuerpo místico de Cristo, la Esposa inmaculada de Cristo y, por lo tanto, Madre fecundísima y educadora soberana y perfecta. Por esto el genio extraordinario de san Agustín —de cuyo dichoso tránsito vamos a celebrar pronto el decimoquinto centenario— pronunciaba, lleno de santo amor por la Iglesia, estas palabras: «¡Oh Iglesia católica, madre verdadera de los cristianos! Con razón predicas no sólo que hay que honrar pura y castamente a Dios, cuya posesión es vida dichosa, sino que también abrazas el amor y la caridad del prójimo, de tal manera que en ti hallamos todas las medicinas eficaces para los muchos males que por causa de los pecados aquejan a las almas. Tú adviertes y enseñas puerilmente a los niños, fuertemente a los jóvenes, delicadamente a los ancianos, conforme a la edad de cada uno, en su cuerpo y en su espirito... Tú con una libre servidumbre sometes a los hijos a sus padres y pones a los padres delante de los hijos con un piadoso dominio. Tú, con el vínculo de la religión, más fuerte y más estrecho que el de la sangre, unes a hermanos con hermanos... Tú, no sólo con el vínculo de la sociedad, sino también con el de una cierta fraternidad, ligas a ciudadanos con ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, unes a todos los hombres con el recuerdo de los primeros padres. Enseñas a los reyes a mirar por los pueblos y amonestas a los pueblos para que obedezcan a los reyes. Enseñas diligentemente a quién se debe honor, a quién afecto, a quién reverencia, a quién temor, a quién consuelo, a quién aviso, a quién exhortación, a quién corrección, a quién represión, a quién castigo, mostrando cómo no todo se debe a todos, pero sí a todos la caridad y a ninguno la ofensa»[46].
87. Elevamos al cielo, venerables hermanos, los corazones y las manos, suplicando al Pastor y Obispo de nuestras almas (1Pe 2,25), al Rey divino, Señor de los que dominan, para que Él, con su virtud todopoderosa, haga de modo que estos egregios frutos de la educación cristiana se recojan y multipliquen en todo el mundo con provecho siempre creciente de los individuos y de los pueblos.
Como prenda de esta gracias celestiales, impartimos con paterno afecto a vosotros, venerables hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre de 1929, año octavo de nuestro pontificado.
PIUS PP. XI
Notas
[1] San Agustín, Confessiones I 1: PL 32,661.
[2] San Juan Crisóstomo, In Mt hom 60: PG 57,573.
[3] Pío IX, Enc. Quum non sine, 14 de juliio de 1864: AP 3,328ss.
[4] San Agustín, De symbolo ad catechumenos 13: PL 40,668.
[5] León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20 de junio de 1880: ASS 20 (1888) 607.
[6] San Pío X, Enc. Singulari quadam, 24 de septiembre de 1912: AAS 4 (1912) 658.
[7] A. Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica III.
[8] Cf. CIC cn 1375.
[9] San Hilario, Commentarium in Mt. 118:PL 9,910.
[10] Cf. CIC cn. 1381-1382.
[11] León XIII, Enc. Nobilissima Gallorum gens, 4, 8 de febrero de 1884: ASS 16 (1883-1884) 242.
[12] Pío XI, Discurso a los alumnos del Colegio de Mondragone, 14 de mayo de 1929. cf. OR., 16 de mayo de 1929.
[13] Santo Tomás, Summa theologica II-II q. 102 a. l.
[14] Santo Tomás, o.c., II-II q.10 a.12.
[15] Santo Tomás, o.c., Suppl. q.41 a.l.
[16] León XIII, Enc. Rerum novarum, 15 de mayo de 1800: AAS 23 (1890-1891) 658.
[17] León XIII, Enc. Sapientia christianae [22], 10 de enero de 1890: ASS 22 (1889-1890) 403.
[18] «The fundamental theory of liberty upon which all governments in this union repose excludes any general power of the State to standardize its children by forcing them to accept instruction from public teachers only. The child is not the mere creaure of the State; those who nurture him and direct his destiny have the right coupled with the high duty, to recognize, and prepare him for additional duties». (U.S. Supreme Court Decision in the Oregon School Case, June 1, 1925).
[19] Carta al cardenal secretario de Estado, 30 de mayo de 1929: AAS 21 (1929) 302.
[20] Cf. CIC. cn 750 § 2; Santo Tomás, Summa Theologica II-II q. 10 a.12.
[21] Pío XI, Discurso a los alumnos del Colegio de Mondragone, 14 de mayo de 1929. Véase nota 12.
[22] Pío XI, Discurso a los alumnos del Colegio de Mondragone, 14 de mayo de 1929. Véase nota 12.
[23] P. L. Taparelli, Saggio toeretico di diritto naturale n. 922, «obra que supera toda alabanza y que debe recomendarse a los jóvenes universitarios». Véase el discurso de Pío XI del 18 de diciembre de 1927.
[24] Léon XIII, Enc. Immortale Dei [6], 1 de noviembre de 1885: ASS 18 (1885) 161-180.
[25] Ibíd.
[26] San Agustín, Epist. 138,15: PL 33, 532.
[27] Silvio Antoniano, Dell'educazione dei figliuoli I 43.
[28] Pío XI, Carta al cardenal secretario de Estado, 30 de mayo de 1929: AAS 21 (1929) 302.
[29] Concilio Vatican sess.3 c.4: DB 1799.
[30] Véase la aloc. consist. de 24 de marzo de 1924, en la que Pío XI. exhorta al episcopado, clero y padres católico de Italia a defender los derechos de la Iglesia y de la familia en materia de educación: «Un Estado recoge lo mismo que siembra, la verdad o el error, la fe cristiana o la inmoralidad pagana, la civilización humana o una horrible barbarie, que no puede quedar disminuida por el brillo exterior y el oropel aparente que el progreso y el curso de los acontecimientos recientes han traído» (AAS 16 [1924] 125-126).
[31] Cf. el decreto del Santo Oficio sobre Educación sexual y eugenesia, de 18 de marzo de 1931: AAS 23 (1931) 118; DB 2251-2252.
[32] Silvio Antoniano, Dell'educazione cristiana dei figliuoli II 88.
[33] N. Tommaseo, Pensieri sull'educazione I 3,6.
[34] Pío IX, Enc. Quum non sine, 14 de julio de 1864; Syllabus prop. 48. León XIII, Aloc. Summi pontificatus, 20 de agosto de 1980; Enc. Nobilissima Gallorum gens, 8 de febrero de de 1884; Enc. Quod multum, 22 de agosto de 1886; Carta Officio sanctissimo, 22 de diciembre de 1887; Enc. Caritatis, 19 de marzo de 1894, etc. Cf. también CIC cum fontium annot.: ad cn 1374.
[35] León XIII, Enc. Militantis Ecclesiae, 1 de agosto de 1897: ASS 30 (1897)
[36] San Basilio, Homilía 22 diriga a los jóvenes: PG 31-563-590.
[37] Quintiliano, Institutiones oratoriae I 8.
[38] Séneca, Epist. 45.
[39] León XIII, Enc. Inscrutabili Dei, 21 de abril de 1878: AAS 10 (1877-1878) 585-592. Véase también la Encíclcia de Pío XI Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923, publicada con motivo del sexto centenario de la canonización de santo Tomás: AAS 15 (1923) 309-326.
[40] San Gregorio Nacianceno, Orat. II 16: PG 35,426.
[41] Horacio, De arte poética 5, 163.
[42] San Agustín, Confessiones VI 8: PL 32,726.
[43] Tertuliano, De idolatria 14: PL 1,682.
[44] Horacio, Odae III 3,1.
[45]Tertuliano, Apologeticum 42: PL 1, 491.
[46] San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae I 30: PL 32,1336.